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El laberinto imperial y el hilo de Ariadna


En teoría, la Constitución de Estados Unidos invita al Congreso y a la Presidencia a disputarse el privilegio de diseñar la política extranjera. Ahora bien, el Congreso, bajo control republicano, desde el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 no practicó esta competencia entre los poderes del Estado -con el fin de favorecer los contrapesos- con la misma determinación de años anteriores.



Aún así, los congresistas del Partido Demócrata hubieran podido ejercer su función de fiscalizadores críticos en el plano exterior pero se dejaron arrastrar: a) por la ola de patriotismo orquestada desde las células de comunicación estratégica de la Presidencia con la connivencia de los medios y, b) por la ofensiva ideológica de los Think Tanks neoconservadores.



Entre 1995 y 2001, los Congresos resistieron a la política de seguridad nacional de William Clinton. Los congresistas, por ejemplo, se opusieron a los proyectos de la Casa Blanca de aumento del financiamiento de la ONU.



Pero entre 2001 y 2005 el Congreso se cuadró con la política de seguridad de G.W. Bush.



Los congresistas demócratas -salvo honrosas excepciones- sin prever los riesgos en política interior y exterior, temerosos de ir contra la corriente y pegados a las encuestas de opinión, apenas discutieron las modalidades de la invasión de Afganistán, el aumento del presupuesto militar, la doctrina de la guerra preventiva y la ocupación militar de Irak.



En la práctica lo que existe es un entramado de relaciones de fuerza.



Pero a veces el juego entre la Presidencia y el Congreso se parece más al del gato y el ratón.



Cuando en diciembre de 1970, Richard Nixon llamó a Henry Kissinger a su oficina en la Casa Blanca para ordenarle que había que aplastar con bombas al Reino de Camboya, vecino del Vietnam en guerra, el demócrata Lyndon B. Johnson ya había bombardeado desde 1965 al país neutral sin conocimiento del Congreso. En aquel entonces, el número de bombas lanzadas en secreto por la aviación norteamericana fue de 475.515 toneladas.



R. Nixon, por su parte, le había prometido al Congreso no ir más allá en los bombardeos de los 30 km. fronterizos con Vietnam.



Pero la orden dada a H. Kissinger estipulaba que todo el territorio camboyano sería esta vez convertido en un objetivo de guerra, sin que lo supieran los legisladores. La documentación desclasificada durante la presidencia Clinton revela que 2.756.941 toneladas de explosivos fueron lanzadas sobre el territorio camboyano bajo la dupla Kissinger-Nixon (1).



En la realidad, la mecánica del poder imperial tiene una inercia que le dificulta enmendar rumbo. No basta un Congreso en manos de los demócratas, resultado de una mayoría ciudadana en desacuerdo con las políticas antidemocráticas, guerreras y económicas de Bush para apaciguar los demonios de la guerra. Ni tampoco para escoger las mejores opciones.



Para trabar a Tanatos y a su maquinaria letal, es necesario, como lo plantean sectores de base del Partido Demócrata, el lanzamiento de un movimiento social anti-guerra que ocupe la calle y la escena pública, como el que paró la guerra en Vietnam. Y un gran movimiento mundial que haga posible un planeta sin guerras imperiales.



El empantanamiento de la maquinaria bélica en Irak es el resultado de cinco años de complicidad de los medios y de la dirigencia del Partido Demócrata en el Congreso, con la obcecación de los republicanos. La derrota republicana fue el resultado del trabajo paciente de demócratas convencidos de su propia interpretación de los valores y principios constitucionales.



Recordemos que los republicanos decidieron utilizar la superioridad absoluta del poder tecnológico y militar para remodelar el mundo de la posguerra fría. Lo hicieron según la metodología ideológica del «zapato chino»; la realidad debe calzar en la modelización que se hace de ella.



Los ideólogos, estrategas y tecnócratas neoconservadores «idealistas» pretendieron que los valores civilizacionales de la democracia liberal, la libertad a la occidental y el mercado, se impondrían irresistiblemente en la compleja realidad de las relaciones de fuerza en el Medio Oriente.



Para lograrlo el aparato político-militar imperial se dotó de elementos doctrinales contrarios al Nuevo Orden Moral e Internacional esbozados por Bush padre al término de la Guerra Fría.



Las tesis de los Think Tanks neoconservadores tales como la potencia única (impedir la emergencia de toda potencia rival); de la acción militar preventiva para eliminar las amenazas eventuales; del uso discrecional de la fuerza (sin consideraciones por la legalidad onusiana y el Derecho Internacional) como sustituto de la diplomacia cuando los intereses geoeconómicos de EE.UU. se consideren amenazados y, en el plano interno, la primacía de la seguridad por sobre los derechos constitucionales de los ciudadanos, han contribuido a generar el efecto contrario al deseado.



En el mundo de hoy la sensación de inseguridad ha ganado terreno. El miedo, esa poderosa pulsión cuidadosamente alimentada por la narrativa acerca de la «hidra terrorista» es un componente de las políticas estatales de control sobre todos los ciudadanos en el mundo. Los ministerios de seguridad tendrán muy pronto una «Subsecretaría del Miedo».



Por consiguiente, la hipótesis de Alain Joxe (2) que sostiene que es propio a la esencia del Imperio el generar caos, se ha visto confirmada en los hechos (según el informe de la Misión de Asistencia de la ONU para Bagdad, hubo 3.709 civiles muertos en el pasado mes de octubre).



No obstante, el debate sobre la política exterior de EE.UU. entre demócratas y republicanos de aquí al fin de mandato de George Bush se hará en un escenario de debilitamiento de la potencia imperial.



Es en este contexto que cobra especial significación la entrada en escena de un actor central de la Guerra Fría como Henry Kissinger. Éste, después del regreso de George W. Bush de Vietnam acaba de declarar que «una victoria militar de EE.UU. es imposible en Irak». El ex Secretario de Estado de Richard Nixon se apoya en su propia experiencia para afirmarlo pero no menciona los efectos perversos de las políticas imperiales.



Las consecuencias de la desestabilización de Camboya por los gobiernos demócratas y republicanos han sido olvidadas por los «expertos» en política militar de los EE.UU., que por estos días son consultados acerca de la pertinencia de que oficiales chilenos se «formen» en los centros de entrenamientos de las FF.AA. norteamericanas (3). Se les ve más interesados en justificar los pactos militares de entrenamientos que en esclarecer a la opinión pública.



¿Cómo olvidar que fue después de las masacres de civiles camboyanos y de la indignación con el golpe de Estado del general Lon Nol fomentado por Kissinger que la poblacion civil volcó su apoyo a los Khmer Rojos de Pol Pot?



La paradoja de la historia es que quienes sacaron provecho de la desestabilización de Camboya, de las masacres de civiles en Indochina y de las políticas genocidas de los Khmer Rojos en el poder serían las corrientes neoconservadoras en EE.UU. y las derechas autoritarias a nivel mundial.



Rápidamente, los «campos de la muerte» de Pol Pot reemplazaron en el imaginario colectivo (con la ayuda de Hollywood) a los cientos de miles de campesinos vietnamitas y camboyanos asesinados y a la naturaleza arrasada bajo las bombas de Napalm de los demócratas y republicanos. Quedó en el olvido el Tribunal Russell para juzgar los crímenes de guerra norteamericanos en Indochina.



Menos analizadas han sido la consecuencias ideológicas de las prácticas imperiales. En Francia, los ex maoístas ‘sesentistas’ transformados en «nouveaux philosophes» adulados por las derechas (André Glucksman, Bernard H. Lévy, Pascal Bruckner. etc y otros ‘posmodernos’) declararían «la muerte de las utopías» — léase el marxismo-socialismo democrático — y de los meta-relatos (utopías) transformadores. Se proclamaría el triunfo de la moral por encima de la política y la incapacidad de comprender la «banalidad del mal». La crítica de Hannah Arendt a las razones político-instrumentales del mal sería relegada al carácter de un fósil de la historia.



En la década de 1980 Ronald Reagan comenzaría a hablar de Derechos Humanos y al mismo tiempo a desestabilizar América Central. La democracia liberal, consensuada, elitista y excluyente defendida por los «renovados» sería un «buen» sustituto de las dictaduras y el espacio que daría ‘gobernabilidad’ a un mundo invadido por las fuerzas arrolladoras de la globalización neoliberal.



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(*) Ariadna condujo a Teseo fuera del laberinto donde el Minotauro de Creta devoraba las ofrendas humanas. Lo hizo desenrollando un ovillo mágico de hilo dorado. Pero Teseo después la dejó plantada. Ariadna enamoró a Dionisos, dios de la sensualidad, la vida, las pasiones. Con él vivió feliz y tuvo lo que ansiaba.



(1) Ver «Bombs Over Cambodia», The Walruss, octubre 2006, por Taylor Owen, Visiting fellow in the Yale Genocide Studies Program y Ben Kiernan, Professor of history of Yale University y autor de «How Pol pot Come to Power».



(2) Ver, Alain Joxe, «L’Empire du chaos»



(3) Conviene decir francamente las cosas. Los dos ejércitos con experiencia en represión de poblaciones civiles, uso de alta tecnología, guerras irregulares y enfrentamientos con métodos terroristas, son el ruso (por la guerra en Chechenia) y el de EE.UU. desde Vietnam, Granada, Panamá, Los Ángeles (USA), Somalia, Afganistán e Irak.




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Leopoldo Lavín Mujica es Profesor del Departamento de Filosofía del Colegio de Limoilou, Québec, Canadá.










  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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