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Poderoso caballero


Desde el retorno a la democracia en nuestro país, resulta innegable que se ha consolidado un cierto diseño sociocultural que gira en torno a un eje central: el dinero. A decir verdad, el dinero se ha convertido en una suerte de «lenguaje común» a todas las actividades humanas que se despliegan, hoy por hoy, en la sociedad chilena. En términos más rigurosos habría que decir que el dinero se ha convertido entre nosotros en el dispositivo antropológico central, fundamento de la supervivencia y del estatus, expectativa y anhelo instalado en la vida y el consumo cotidianos, objeto libidinal último; en suma, en el sentido de la vida misma para la gran mayoría de la población.



Este fenómeno propio de las sociedades de consumo repartidas por todo el planeta se ha acrecentado en los últimos años como una obviedad de la vida diaria; después de todo, la educación, la salud, la vivienda y toda posibilidad de bienestar y reconocimiento en nuestro país y en gran parte del mundo esta condicionado por el dinero.



No seamos ingenuos ni pequemos de ignorancia, las sociedades burguesas se basan, precisamente, en la lógica mercantil extendida hoy, según la superstición neoliberal, a todas las esferas de la vida social y naturalizada día a día por las redes publicitarias de la hiperindustria cultural. Todo se vende, todo se compra.



Ahora bien, en un contexto como el que hemos descrito, la actividad política no podría estar exenta del «poder del dinero». Bastará pensar en los modos de financiamiento de los partidos políticos o de las campañas electorales, o en los modos de gestión de la «cosa pública». En el Chile de hoy, así como en gran parte del mundo, el maridaje entre política y capital es ya un dato de la causa que no mueve a escándalo a nadie, salvo cuando se cruza la «delgada línea roja». Por decirlo de algún modo, el matrimonio entre la política y el dinero es un contrato tácito, elástico y flexible, pero legal.



Es interesante advertir cómo en ausencia de grandes proyectos ideológicos y de un clima de escepticismo generalizado, propio de estos tiempos hipermodernos, la política se hace pragmática, esto es, un modo de administrar las fuerzas y los intereses en juego. Una actividad tal puede ser, ciertamente, muy lucrativa. La política es capaz de «legalizar» las maniobras del capital, es decir, reviste de un manto de legalidad diversos tipos de inversiones públicas o privadas, licitaciones, créditos y, a su vez, obtener beneficios en el trámite. Nada nuevo bajo el sol, la actividad política en la historia ha sido inevitablemente la exteriorización del poder, cuya manifestación última es el dinero.



Rasgar vestiduras en nombre de «grandes valores» es pretender investir de espiritualidad a una sociedad que carece de «espíritu» alguno ya que se fundamenta en la materialidad mercantilista, es decir, en el dinero. Insistamos, más que a problemas valóricos, se debiera atender a los problemas legales, es decir, a aquellos que violan el contrato entre capital y política, la cuestión es saber cuáles son los límites establecidos en la actual «democracia chilena».



Las actitudes moralistas de cierta derecha, a esta altura, hieden a demagogia y fariseísmo, cuando no a cinismo extremo. En una sociedad como la actual sociedad chilena, plagada de imposturas y algo turbia, la política ya no es portadora de grandes valores o esperanzas. Y aunque todos se proclamen como los héroes buenos dispuestos a salvar al pueblo, la triste verdad es que el pueblo se refocila en el consumo y al igual que la clase política sabe que el poeta tenía razón: Poderoso caballero es don dinero.



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Álvaro Cuadra. Investigador Universidad Arcis

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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