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Pinochet: Las sombras en un Puma


Quizás lo mejor era no escribir, pero la imagen de la sombra de Pinochet volando en un helicóptero Puma del Ejército, nos hizo recordar a los desaparecidos arrojados al mar, a nuestro amigo de Rancagua, Julio Muñoz Otárola, asesinado en septiembre de 1987 (el último grupo de desaparecidos), en un caso en que la Justicia ha determinado que también fueron brutalmente tirados al océano desde lo alto.



Pinochet fue un oportunista y la historia lo colocó al mando del Ejército, nombrado por el propio Presidente Allende como un militar «constitucionalista» tras la renuncia del General Prats en agosto de 1973.



No hubo guerra civil ni combates, y se optó por matar a tres mil y no entregar los cuerpos de un millar. Fue innecesario y cobarde. Otras dictaduras, como la brasileña, no cometieron la eliminación masiva y sistemática de opositores, como lo hizo la chilena y la argentina.



El milagro económico no fue tal. Chile era a comienzos de los 70, una de las tres economías «intermedias» del continente, con la argentina y la costarricense. La economía creció sólo un 2.7% en promedio en los 17 años de dictadura, mientras en democracia ha sido el doble, sobre el 5%.



Se apostó a las exportaciones sin transiciones, lo que destruyó la economía industrial del país. Por cierto, había excesos de proteccionismo, pero nuestra región -por citar un caso- gozaba de armaduría FIAT en Graneros, de polo industrial-electrónico en Rengo, de industria textil en Santiago y tantas otras.



En democracia tuvimos que volver a «regular» y «reequilibrar» un capitalismo salvaje, que quitó poder a los sindicatos, sin regulación ambiental, con una brutal desigualdad que condenaba al 40% de los chilenos a la pobreza en 1989 (hoy la hemos bajado a cifras en torno al 17%).



La ortodoxia neoliberal produjo dos recesiones que provocaron la diáspora de miles de chilenos y la instalación de la violencia como fenómeno masivo producto de la anomia social en amplios segmentos populares sin trabajo como condición mínima de inserción. Una parte de mi familia emigró a Paraguay el 75, muchos de mis compañeros de generación lo hicieron a Noruega en la crisis del 83. Chile no fue el hogar común, aunque unos pocos gozaran todos los privilegios.



La propia regionalización autoritaria fue parcial y sin diálogo con las antiguas provincias. Se puede rescatar cierta desconcentración, las universidades públicas regionales, alguna simplificación tributaria. Pero no es nada para un gobierno de 17 años que fue deplorable en infraestructura (no se construyó ni un metro de doble vía), pauperizó la educación y a los profesores, agudizó la crisis judicial y hospitalaria, eliminó todo componente solidaria en la previsión.



No es aceptable «justificar» los crímenes y el robo de sus familiares (recordemos que en democracia sacó el Ejército a las calles para que no se investigaran los negocios de armas de su hijo mayor), por la supuesta «inevitabilidad» del golpe, la guerra fría o unas cuentas modernizaciones neo-liberales.



No, nada. Soy de la generación que estuvo detenida y presa, golpeada y reprimida, los que padecimos el toque de queda y la censura, a quienes nos exiliaron familiares y amigos, los que visitamos relegados y nos sancionaron en la Universidad por pedir democracia y respeto a los DDHH. Somos los que desde la Pastoral Juvenil, nos apartamos de la estética estridente de la Secretaria de la Juventud y sus lemas «Chile Avanza en orden y paz», mientras conocíamos de la tortura, los desaparecidos y la pobreza con cesantía que golpeaba a las clases populares.



Se acabó Pinochet, pero no el pinochetismo que nunca ha reconocido sus crímenes.



Nuestra fe nos llama a no quedar como estatuas de sal pegados en el pasado y a no movernos por el odio. Pero los obispos lo dijeron siempre; la reconciliación se da en la verdad, la justicia y el perdón. Nunca ha habido total verdad (aún no sabemos de muchos desparecidos), la justicia fue esquiva y no se atrevieron a pedir perdón ni su círculo ni los máximos dirigentes de la derecha, con la excepción de gestos concretos como el «Nunca Más» del general Cheyre.



Por cierto, comenzaremos con mayor energía a mirar hacia adelante y ocuparnos de la desigualdad que perdura, del rezago de regiones, de la falta de una cultura y redes de emprendimiento que promuevan trabajos dignos. La economía y el sistema político aún tienen demasiado neoliberalismo y autoritarismo. Eso está presente y no se evapora con la muerte del dictador.



Debemos convivir con ello, con la esperanza que el país lo hacemos entre todos, con la certeza de que sí muchos ciudadanos que apoyaron la dictadura se han horrorizado por los crímenes y dolos, que los jóvenes nos piden futuro, que la convivencia se ha restablecido más allá del griterío de un puñado de fanáticos. Lo que no nos pueden pedir, es que por un deceso, no nos estremezcamos cuando escuchemos en lo alto el vuelo de un Puma y sus sombras en nuestras vidas.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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