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Starbucks v/s el peso de la noche


En un reciente artículo de Foreign Policy (jun-jul 2007) se analiza la penetración de la cadena de Café Starbucks en diversos países del mundo y, particularmente, en España. Se relata en el mencionado texto, la transformación de esta cadena desde su origen en Seattle hacia 1971, hasta hoy, con alrededor de 13.000 cafeterías en el mundo e ingresando exitosamente en el negocio del retail.



Simultáneamente, el artículo describe la abundancia de prejuicios en España y Europa que pronosticaban un completo fracaso para la cadena de café en sociedades con una cultura provista de valores opuestos a los del capitalismo cosmopolita estadounidense. Para sorpresa de casi todos, Starbucks no sólo se consolidó como un «tercer lugar» (distinto del trabajo y el hogar) habitual para una gran cantidad de «adultos jóvenes», sino que además, se transformó en un referente simbólico de status y exitismo individual.

Lo que aparece como subtexto en el artículo de FP es la idea de que una dimensión de la globalización comercial puede determinar las trasformaciones culturales de las sociedades dominadas. Diversos autores han desarrollado estudios acerca del llamado soft-power o la violencia simbólica en países hegemónicos como Estados Unidos, los cuales encuentran en la exportación de su cultura un modo más eficaz para la dominación y la influencia, que fórmulas más tradicionales apoyadas usualmente en la capacidad de coerción política, económica o militar.



Pero si en verdad lo que se desea es mirar con rigor y profundidad el sentido de las trasformaciones culturales de las sociedades afectadas por la globalización, habría que reconocer que respecto del cambio en los valores de las sociedades nacionales existen por lo menos dos hipótesis plausibles.



Una primera mirada consistiría en afirmar que estos cambios en valores y modos de vida se explican por la penetración ideológica o simbólica, bajo el supuesto que la globalización es un proceso controlado por un centro de poder (o varios). En esta mirada se sitúa la explicación del cambio en la cultura desarrollado por Huntington quien afirma que la estructura de valores de una sociedad es condicionada por los procesos de avance y retracción civilizacional. Sin embargo, cuesta creer que, incluso las sociedades que buscan ejercer un liderazgo civilizacional, posean suficiente cohesión interna en lo cultural como para ser consideradas focos homogéneos de dominación simbólica. El cine independiente norteamericano con películas como American Splendor y desde las ciencias sociales autores como Peter Berger, nos dan una buena muestra de la importancia del conflicto cultural en las naciones hegemónicas y en Estados Unidos en especial.



Una segunda perspectiva consistiría en plantear que, dado que la globalización es un proceso fundamentalmente desregulado, entonces los cambios en los modos de vida responden a factores endógenos de las respectivas sociedades. Manuel Castells en su libro «La Era de la Información», define a la globalización como un proceso multidimensional que consiste en la integración financiera y en la respuesta crítica a esa dinámica generada por las propias sociedades implicadas. Castells, señala que una de las características más notables de la integración global es que los procesos de construcción de sentido se desarrollan en buena parte desde la lógica local-comunitaria en la forma de «identidades de resistencia». Por tanto, los cambios en la estructura de valores de una sociedad, en mayor o menor grado, constituyen una respuesta autónoma frente a los procesos globales tendientes a la universalización. En esta misma perspectiva, Josep Colomer en «Grandes Imperios, pequeñas naciones», afirma la existencia de una doble presión sobre las estructuras estatales; aquella fuerza centrípeta proveniente de las instituciones de gobierno cosmopolita o estados con pretensiones imperiales y aquella fuerza centrífuga proveniente de las pequeñas comunidades que demandan autonomía política y cultural.



Frente a la interrogante de qué tan cosmopolitas somos en Chile y en qué medida los cambios en la cultura se originan en factores internos o externos, los estudios muestran resultados aparentemente paradojales.



A modo de muestra, la Encuesta Mundial de Valores ha presentado los cambios culturales por país, ubicándolos en una matriz de doble entrada en la que se incluye como dimensiones, la afinidad de cada sociedad con los valores tradicionales o los valores racional-seculares y, por otra parte, la proximidad de cada sociedad con los valores de la sobrevivencia o los valores de la autoexpresión. En la primera dimensión, se muestra la presencia de valores religiosos o de valores laicos en cada sociedad y en la segunda dimensión, la orientación a modos de vida propios de la industrialización o a la post-industrialización.



En este estudio Chile aparece situado, por una parte, cerca del polo de valores tradicionales, por lo que mantiene cierto apego a la familia, la autoridad y expresa una tendencia significativa a la religiosidad. Por ejemplo, entre 1990 y 2000 las personas que afirman poder distinguir con criterios absolutamente claros el bien del mal aumentan desde un 35,2% a un 53%. Por su parte, las personas que declaran poder distinguir el bien del mal dependiendo de las circunstancias del momento bajan para el mismo lapso desde un 57,5% a un 43,6%. Consultadas las personas sobre su desarrollo espiritual, alrededor de un 70% de los encuestados se autopercibe como religioso.



No obstante, considerando la importancia creciente que el país ha concedido a la calidad de vida, el bienestar personal, la igualdad de género y el respeto a la diversidad, nuestra sociedad se ubica en el período de 1990 a 2000 más próxima al polo de valores de la expresión personal, fase característica de las naciones que dejan atrás la matriz de industrialización clásica para ingresar a la postindustrialización y la sociedad del conocimiento. Por ejemplo, en la década que cubre el estudio, los chilenos encuestados justificaron crecientemente, en una escala de 1 a 10, las siguientes prácticas: divorcio de 3,5 a un 6,0; homosexualidad 1,8 a 4,9; eutanasia 2,7 a 3,8; prostitución 1,8 a 3,5 y aborto 1,8 a 2,6.



La aparente paradoja de estos resultados se podría explicar, en el caso de Chile, por la combinación de una sociedad crecientemente liberal en lo aspiracional, con una necesidad colectiva de establecer seguridades elementales, mediante la conservación de orientaciones tradicionales, en contextos de alta precarización y exclusión. Quizás esta heterodoxa combinación de valores tradicionales, generados por las condiciones materiales y simbólicas existentes, y valores expresivistas, generados por la influencia en el discurso público del pensamiento dominante, podrían explicar por qué la modernización como integración financiera y tecnológica no se despliega de manera sincrónica a la asimilación de los valores y modos de vida cosmopolita en nuestro país.



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Marcelo Mella Polanco. Licenciado en Historia; Magíster en Ciencia Política y Doctor en Estudios Americanos. Coordinador de la carrera de Licenciatura en Estudios Internacionales, Facultad de Humanidades, Universidad de Santiago de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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