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La tortura deja profundas huellas en la Iglesia Católica


La tortura es el instrumento más vil y cobarde aplicado por algunos «humanos» contra opositores políticos para obtener información. Esta puede ser física o sicológica como lo hemos visto o leído en los relatos del triste legado dejado por los servicios secretos chilenos de Pinochet, DINA o CNI, o en distintos paises latinoamericanos, especialmente Argentina, Brasil, Perú y Uruguay, o en una versión cinematográfica sobre lo ocurrido con la policía secreta Stasi en la desaparecida Alemania Oriental, exhibida en Chile bajo el titulo de «La vida de los otros» del cineasta alemán Florian Henckel von Donnersmarck.



Si bien la aplicación de la tortura es de tiempos inmemoriales, últimamente, tras conocerse muy de cerca la crueldad de los torturadores, que no sólo denigraron o mataron a sus víctimas, sino también anularon psicológicamente de por vida a quienes lograron salir con vida de los campos de concentración y a sus familiares, el tema es prioritario en la agenda de defensa de los derechos humanos.



Esto sigue siendo así, porque la tortura debería ser erradicada de mentes que no ven otra opción que el golpismo y la violencia para dominar a algunos pueblos o asumir en forma totalitaria el control del poder. Sin embargo, este objetivo es sólo eso, un objetivo, porque a pesar de todos los relatos de testigos, la tortura sigue practicándose, especialmente en el Cercano Oriente o en cárceles clandestinas, con el argumento de que el mundo está en «guerra contra el terrorismo».



En todo caso, para muchos medios de comunicación, al menos en Chile, el tema deja lentamente de ser prioritario. Esto quedó a la vista cuando esta semana un sacerdote alemano-argentino comenzó a cumplir pena perpetua por numerosas violaciones a los derechos humanos -tortura sistemática, secuestros y asesinatos-.



Christian Federico von Wernich, quien mientras huía, estuvo siete años en Chile viviendo con nombre falso escondido en la Parroquia del balneario de El Quisco en la Quinta Región, donde era párroco y oficiaba la misa dominical. A pesar de ser descubierto por un periodista, los diarios en Chile le dieron muy poco espacio al tema, la televisión casi nada y la radio menos. En contraste, la noticia fue gran impacto en Europa, especialmente en España, Francia y Alemania y, por supuesto, también en Argentina.



El sacerdote genocida ha comenzado a cumplir su condena a la edad de 70 años en una estrecha celda de una prision bonaerense. Cometió los delitos cuando era capellán de la policía de la provincia de Buenos Aires, en Mar del Plata, durante la dictadura argentina, entre 1976 y 1983.



El caso ha estremecido a todo el mundo, dentro y fuera de Argentina, desde la Iglesia Católica que estimó que la condena era un llamado ciudadano a «alejarnos tanto de la impunidad como del odio y el rencor»; a las Madres de Plaza de Mayo que pidieron a la jerarquía de la Iglesia Católica «reconocer el horror y todo el daño que nos hizo»; y, por supuesto, a los mismos familiares de Von Wernich, alemanes descendientes, quienes viven en la provincia argentina de Entre Ríos, donde el sacerdote se crió desde los dos años en el seno de una familia acomodada, la que recién durante el juicio oral, finalizado hace sólo días, conoció todos los detalles de las bárbaras acciones cometidas por quien fue considerado durante años como «hijo predilecto».



Cuarenta sobrevivientes relataron ante el tribunal oral federal argentino las horribles sesiones de tortura que, según afirmaron, eran guiadas por este cura en centros clandestinos de exterminio del llamado «circuito Camps» de la policía bonaerense, cuyo jefe era el general Ramón Camps, fallecido en 1994. El religioso no sólo prestó servicios sacramentales a detenidos, como el mismo argumentó en su defensa, sino que formó parte activa de los grupos de tortura, trasmitiendo a sus superiores la información que captaba de opositores que se acercaban a él para confesarse, como pudo establecer el tribunal. Von Wernich fue condenado por participación en siete homicidios, 31 torturas y 42 secuestros, entre los cuales se incluye el del periodista Jacobo Timerman, del diario «Página 12.



Analistas pronostican que el caso argentino -el tercer proceso de este tipo que termina en perpetua- sirva de escarmiento en varios países latinoamericanos. En Chile se espera que informes, como el de la Comisión Valech, de 2004, en la que unos 28.000 chilenos, de un total de 37.000 que prestaron testimonio y que confirmaron haber sido encarcelados y torturados por causas políticas durante el régimen de Pinochet (1973-1990), sean los últimos en pasar al archivo de la historia. Aunque todos recibieron beneficios económicos como «indemnización especial del Estado de Chile», esto no basta o está muy lejos de ser una solución para borrar el daño moral y psicológico causado.



Nos quedamos con las palabras del ex juez Juan Guzmán Tapia, hoy decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Chile, quien el día de su despedida del Poder Judicial, el 4 de mayo del 2005, resumiendo sus impactantes experiencias, dijo en pocas palabras: «Me llegó a dar vergüenza que nuestro Ejército, nuestra Armada, nuestros Carabineros, nuestra Fuerza Aérea, actuara de aquella manera en relación a su propia gente, a sus propios compatriotas». Esto vale también ahora para Argentina.



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Walter Krohne, periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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