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La memoria pasea por la calle


La memoria está activada en España. Desde el inicio de siglo asoman trozos de historias no contados. Se agiganta la opinión de que la elite política de la transición pasó de puntillas por la guerra y la dictadura: dejar «todo en silencio cerrado, bien cerrado», así como el Caudillo, antes de su hora, quiso dejar «todo atado, bien atado».



Hacer memoria inquieta a los que vencen con descargas brutales, sin límites, pero además aflige a sus herederos – políticos o sociológicos- e intranquiliza a quienes ahora, con poder, prefieren, si no el silencio, hablar bajo, poco y de vez en cuando.



En España comienzan a escarbarse fosas comunes donde yacen identidades fusiladas en la guerra civil, pero también en ese periodo difuso, difícil de datar su comienzo y final: la transición española, aquella representada por una imagen rebosante de cordialidad, serenidad, armonía y efectividad, que «muestra cada vez menos e impide cada vez más comprender los hechos históricos que supuestamente representa».



La memoria viva se pone en movimiento: documenta y conmueve por la televisión, anima tertulias radiales, impregna reportajes, fotografías y comentarios en páginas a diario, testimonia y explica empinándose en el escenario del panel o conferencista. La memoria se despliega en el espacio cultural exponiéndose con todos los medios, tradicionales y modernos. La transición española, la idílica, es escrutada.



En Transición, exposición de los historiadores Ricard Vinyes, Manel Risques y del ensayista Antoni Marí, anuncia, de entrada, un relato de los ciudadanos que protagonizaron la transición y no el de las elites políticas que la monopolizaron; la de los que vieron morir a Franco en la cama y dieron muerte a la dictadura en la calle.



Un tiempo movido por huelgas ilegales que, reprimidas, erosionaron el franquismo desencadenando la politización democrática; por ocupaciones de universidades; por maestros y escuelas innovadoras que encararon el molde autoritario; por jóvenes y mujeres que resquebrajaron el cerco de la familia patriarcal, dando aire a la expresión de la sexualidad y la diferencia; por recitales y conciertos convertidos en manifestaciones que llenaron el espacio público, y por movimientos y campañas cívicas a favor de la amnistía, el fin de la pena de muerte y la diversidad territorial.



En medio de esta convulsión, el Consejo Nacional del Movimiento sesionó, a puertas cerradas del 17 al 21 de febrero de 1971. «¿Qué sucede en España?», preguntan. «El proceso de envalentonamiento social es claro», afirman y «dónde están nuestros pensadores políticos?, ¿por qué no salen?, ¿existen?», cuestionan. «Algo huele mal, el régimen se debilita peligrosamente», dicen. «En las condiciones actuales sólo con Franco el Movimiento sobrevive, pero sin él no sobrevivirá», anticipan. «Hay que luchar contra todos los subversivos, retomar la iniciativa y recuperar la calle», proponen.



Los protagonistas de la transición colocaron en jaque el régimen cuatro años antes de la muerte del Jefe. Los ciudadanos no abandonaron la calle hasta desatar todo lo que ataba a la libertad. Después, la elite política y mediática suministró sobredosis de silencio, y triunfalismo, cargando la mochila del país con demasiada injusticia no reconocida.



La ley de memoria histórica, recién aprobada, insinúa eso: dar consistencia a verdades en hechos no asumidos, restablecer equilibrios que la elite política negó. A esto, la derecha española llama el «fin del espíritu de la transición», esto es, «olvidar la dictadura, rebajar el nivel de tiranía de aquel régimen, relativizando al máximo los efectos devastadores del franquismo que tuvo sobre la sociedad española», como lo escribe La Memoria Insumisa de Nicolás Sartorius y Javier Alfada.



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Pablo Portales, periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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