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La entrega del poder

Es verdad que salvo una que otra declaración pública desafortunada por parte de voceros de la Alianza el tema ha tenido un desenvolvimiento tranquilo. A nivel nacional el país que recibirá Sebastián Piñera exhibe excelentes cifras macroeconómicas, un desarrollo infraestructural y social enormes, y un ingreso per cápita seis veces superior al de 1990.


En el  cambio de un gobierno a otro existe un conjunto complejo y amplio de asuntos y responsabilidades que se deben entregar a los nuevos moradores del poder.  Cuando  ese  cambio opera desde un gobierno de un signo político a otro de signo diferente el  tema es aún más complejo, particularmente si no existen procedimientos reglados e institucionalizados y buena voluntad y autocontrol por parte de los actores directos del traspaso.

En esta oportunidad, la entrega del  gobierno por parte de la Concertación a la Alianza corresponde a la primera vez en más de cuarenta años en que dos gobiernos democráticos de signo adversario proceden al traspaso. La última fue el año 1970 cuando Salvador Allende recibió el gobierno de Eduardo Frei Montalva.

Pese  al encuadramiento constitucional del traspaso en esa oportunidad, igualmente tuvo rasgos de anormalidad. No de otra forma pueden interpretarse el Estatuto de Garantías Constitucionales que se exigió al gobierno entrante, ni la extemporánea alocución pública del Ministro de Hacienda de la época, Andrés Zaldívar, que generó pánico financiero y económico en vastos sectores de la población.

[cita]A fin de cuentas todo Estado moderno es un 90% de inercialidad y apenas un 10% o menos de innovación o cambio. La clave es saber elegir las prioridades.[/cita]

A su vez, la transferencia del mando en 1990 tampoco se puede calificar de plena normalidad no solo por la tensión implícita que conllevaba la culminación de una larga y delicada recuperación democrática, sino porque el dictador supremo retrocedía apenas a una situación de mando institucional en el Ejército, colocándose en una situación límite frente al nuevo poder civil.

Adicionalmente  la dictadura militar se empeñó en las últimas semanas de gobierno en una frenética actividad legislativa, a todas luces ilegítima, y dejó  amarrados un conjunto de temas  que consideraba claves para el funcionamiento del modelo de la Constitución de 1980. De ahí la existencia de tantas leyes orgánicas constitucionales relativas a la salud, la educación, la previsión social y otros ámbitos muy importantes para la vida social y económica del país, incluidos pisos de financiamiento para servicios públicos como la Defensa y el orden interno del país.

Si a lo anterior se agrega la entrega de un aparato público debilitado y una situación económica muy desequilibrada en materia de ingresos públicos, gasto fiscal y política monetaria,  nadie podría argumentar que se trató de un proceso normal.

El traspaso ocurrido entre los gobiernos de la Concertación desde 1990 hacia acá fue instalando un tono de mayor normalidad, aunque sin estar sujeto a la tensión de la entrega de una responsabilidad gerencial colectiva  al adversario político y sin institucionalizar procedimientos.

El país no tiene protocolos al respecto ni tampoco puede recurrir a la experiencia de procesos anteriores, pese a  haber  avanzado mucho en materia de procedimientos administrativos, transparencia y responsabilidad funcionarias. La regla básica por la cual debe guiarse es el autocontrol, que tiene límites difusos, y que exige prudencia en las apreciaciones y acciones tanto de aquellos que ejercen todavía el poder, como de aquellos que llegan a ocuparlos.

Es verdad que salvo una que otra declaración pública desafortunada por parte de voceros  de la Alianza el tema ha tenido un desenvolvimiento tranquilo. A nivel nacional el país que recibirá Sebastián Piñera exhibe excelentes cifras macroeconómicas,  un desarrollo infraestructural y social enormes, y un ingreso per cápita seis veces superior al de 1990. Sólo en arcas tiene para disponer en gastos de gobierno, más de 20 mil millones de dólares y un presupuesto aprobado que tiene holguras previstas para que el nuevo ejecutivo pueda efectivamente realizar ajustes. Todo ello enmarcado en cifras transparentes y respaldo legal claro.

Los problemas pueden emanar  más bien del traspaso del poder en los niveles medios de la administración del Estado, así como en la fundamentación y mérito de las políticas mezzo y micro de la administración. Ahí, la inexistencia de procedimientos obligatorios o la ausencia de autocontrol pueden desatar pequeñas crisis que erosionen  la confianza inicial y  el ambiente de paz social que hasta ahora rodea el  traspaso.

De igual manera la intención de blindar personas o temas frente a la opinión del nuevo gobierno por parte del actual y en lo poco que resta de su mandato, puede ser un incentivo al descontrol de mecanismos importantes como la Alta Dirección Pública o a un roce innecesario frente a  temas que requieren acuerdos políticos como es el nombramiento de altos funcionarios del Estado.

La normalización democrática  en estos veinte años introdujo claras mejoras en los procedimientos administrativos que es necesario consolidar. En aquellos ámbitos que aún se mantienen sin regulación sería conveniente que las nuevas autoridades – y también las que se van- mostraran prudencia y un talante democrático y republicano. A fin de cuentas todo Estado moderno es un 90% de inercialidad y apenas un 10% o menos de innovación o cambio. La clave es saber elegir las prioridades.

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