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Racionalidad económica, política y social

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Es probable que una década atrás fuera posible gobernar con criterios impositivos a una masa ciudadana extenuada por su historia reciente, poco informada y con menos capacidad económica. Pero hoy, la sobreabundancia informativa, la transparencia del quehacer público, la mayor libertad y poder de consumo, hacen inviable el modelo autoritario.


Los recientes sucesos en Magallanes son un buen escenario para el análisis sobre las diversas formas de racionalidad con las que se debe operar en el difícil proceso de gobernanza política económica y social, ad portas de la sociedad de la información y el conocimiento. En efecto, la situación planteada en la XII Región muestra que se puede ser racional económicamente, es decir, intentar administrar recursos de modo sustentable mediante el cálculo de parámetros que buscan asegurar la supervivencia de las unidades de producción de bienes o servicios relevantes, pero, al mismo tiempo, que esa racionalidad tenga respuestas políticas y sociales muy adversas.

Esta aparente contradicción entre la racionalidad económica y la político-social se ha presentado no sólo en este caso, sino en varios diferendos recientes: transporte público, reivindicaciones de pueblos originarios sobre territorios ancestrales, en la reforma de la educación, de la salud y, en fin, hasta en la reconstrucción. Es decir, la autoridad ha propuesto soluciones que, según se afirma, son “técnicamente impecables” (económicamente racionales), pero, por alguna razón, son rechazadas política y socialmente. Se ha pasado así, por largos y tensos procesos de negociación que han culminado retrotrayendo la situación a escenarios similares al comienzo del litigio, avanzando poco o nada, aunque con un tremendo desgaste de energía.

Esta disconformidad se ha expresado no solo a nivel del ciudadano de a pie, quienes ya han reducido a menos del 50% el apoyo al Gobierno, sino también, entre aquellos que la oposición considera el sector privilegiado de la actual administración. En efecto, el quinto “Barómetro de Empresas”, sondeo que la consultora Deloitte realizó en diciembre y que publicó Economía y Negocios, reveló que los empresarios, no obstante ponerle buenas notas al Gobierno en materia de empleo, sueldos, reactivación, rentabilidad, inversión y expectativas –todas variables de mejor administración económica-, lo han reprobado en seguridad, reconstrucción y reducción de la pobreza, todos aspectos de una buena gobernanza y que posibilitarían una mayor legitimación social de la Alianza para continuar gobernando.

[cita]Es probable que una década atrás fuera posible gobernar con criterios impositivos a una masa ciudadana extenuada por su historia reciente, poco informada y con menos capacidad económica. Pero hoy, la sobreabundancia informativa, la transparencia del quehacer público, la mayor libertad y poder de consumo, hacen inviable el modelo autoritario.[/cita]

La respuesta mecánica es que el Gobierno tiene problemas de “comunicación”, entendida como la técnica mediante la cual, cualquier acción, si es seductoramente explicada y debidamente comprendida, sería aceptada y asumida por los sujetos de las decisiones. Desde esa perspectiva no existirían los intereses particulares, ni de grupos y todo buen chileno estaría obligado a comprender, a la larga, que la autoridad gobierna “para el bien de todos”.

Pero ¿es realmente un mero problema de retórica? Y los que se oponen ¿lo hacen simplemente por luchas de poder? o ¿son un conjunto de tozudos irreflexivos? ¿Es que las propuestas del Gobierno conforman “el bien” y quienes las discuten “el mal”?

La racionalidad económica tiene un enorme valor. Nos permite medir con cierta eficacia el qué, cómo, cuándo, dónde y para quién producir bienes y servicios, acelerando el crecimiento y la generación de riqueza, así como para prever y administrar los mejores modos de hacerlo. Sin embargo, tiene la limitación de no explicar el por qué. No es su función. La economía nos da cuenta del “orden de la casa”, pero no tiene por qué responder sobre el “orden de la polis”.

Dirigir un país con criterios de pura racionalidad económica, lo hace más eficiente, pero también lo expone a decisiones que pudiendo ser racionales en lo económico, pueden resultar absurdas en lo político. Ningún ciudadano normal estaría de acuerdo con redirigir la mayoría de los subsidios a la Educación sólo hacia a los mejores estudiantes para asegurar así una más rápida reproducción del capital invertido, porque aquellos serian una inversión más rentable que la que se realiza en los más atrasados. Es que las técnicas son subsidiarias de la ciencia y ésta, de los valores que le dan dirección a la búsqueda del conocimiento.

El apoyo que los chilenos y el mundo dieron al Gobierno cuando, sin ninguna racionalidad económica, se decidió a rescatar a cualquier costo a los 33 mineros sepultados en el Norte, dan cuenta que en materia moral, el sentido ciudadano es preclaro, aún cuando “técnicamente” no pueda expresar racionalmente su punto de vista.

Es probable que una década atrás fuera posible gobernar con criterios impositivos a una masa ciudadana extenuada por su historia reciente, poco informada y con menos capacidad económica. Pero hoy, la sobreabundancia informativa, la transparencia del quehacer público, la mayor libertad y poder de consumo, hacen inviable el modelo autoritario. Los desordenes que se ha ganado la actual administración son muestra de aquello. La pirámide de inversiones que recomienda la racionalidad económica no siempre se puede conciliar con las exigencias de la realidad social.

La buena gobernanza, entendida como el concepto para definir la eficacia, calidad y orientación de la intervención del Estado y que otorga la necesaria legitimidad a las autoridades gracias a la “nueva forma de gobernar” en un mundo globalizado, no es, pues, la imposición “racional” (que dependerá de los intereses en juego), ni menos la respuesta puramente represiva, sino un proceso de “poli-tización”, “civilización”, en fin, de “ciudadanía”, en que las autoridades democráticamente elegidas y sus dirigidos converjan hacia soluciones reflexionadas, intentando sinergias en las que tanto los intereses nacionales, como los de grupos y particulares, sean considerados, aceptando las partes no conseguir nunca el 100% de sus propósitos, aunque alcanzando más legitimidad, paz, orden y progreso general. Después de todo, en esta “empresa” todos los miembros de la “junta de accionistas” tienen iguales derechos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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