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Radiografía de la barricada liberal chilena

Alvaro Pina Stranger
Por : Alvaro Pina Stranger Ph.D en Sociología en la Universidad Paris-Dauphine e Investigador asociado al ICSO, Universidad Diego Portales.
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¿Por qué entonces políticos y organizaciones con recursos y capacidades, tales como la Sofofa, L&D y el Ministro de Salud y de Economía, de pronto, pierden los requisitos mínimos de un razonamiento serio? La razón es simple. Los intereses de los grupos económicos que fabrican estos alimentos dictan y controlan el discurso de estos actores políticos.


El debate generado por el proyecto de ley que normaliza el rotulado y la publicidad de los alimentos muestra el tipo de obstáculos que Chile debe superar cada vez que se trata de construir una sociedad más justa.

Veamos primero, sin ser exhaustivos, el debate. Los argumentos dados por los defensores de la libertad individual pueden agruparse en dos clases: los argumentos políticos y los argumentos económicos.

Desde la economía, pretender, por ejemplo, que la rotulación de los alimentos generará menos competitividad y desempleo es una falacia. La rotulación de los alimentos aumenta la simetría de información entre las empresas y los consumidores. Esto aumenta la competencia entre las empresas, pues los consumidores tienen más y mejor información para elegir. Si continuamos con la misa, diremos que la competencia optimiza la distribución de recursos y la rentabilidad de las empresas y, por lo tanto, el empleo –o la inversión o los dividendos a los accionarios, pues esta parte varía en función del tipo de fieles que asisten a la misa– aumentará.

[cita]¿Por qué entonces políticos y organizaciones con recursos y capacidades, tales como la Sofofa, L&D y el Ministro de Salud y de Economía, de pronto, pierden los requisitos mínimos de un razonamiento serio? La razón es simple. Los intereses de los grupos económicos que fabrican estos alimentos dictan y controlan el discurso de estos actores políticos.[/cita]

Este discurso lo conocen de memoria los que hoy critican esta ley.

Desde la política, pretender que se trata de una ley que atenta contra la libertad de elegir es inexacto. La libertad es un valor que no tiene ningún sentido fuera del marco de reglas que rigen nuestros comportamientos. Estas reglas se apoyan en valores sobre los que la colectividad se pone de acuerdo. Así, los menores de edad no son libres de elegir a un adulto para tener relaciones sexuales. Los padres de un menor de edad tampoco son libres de elegir en nombre del menor. El Estado, es decir, la ley en representación de la colectividad nacional, garantiza el derecho de los menores a no tener relaciones sexuales, independientemente de sus elecciones personales. Lo mismo ocurre con el alcohol, los cigarros, las conductas arriesgadas, la violencia, etc.

Esta explicación básica también la conocen los que hoy critican esta ley.

¿Por qué entonces políticos y organizaciones con recursos y capacidades, tales como la Sofofa, L&D y el Ministro de Salud y de Economía, de pronto, pierden los requisitos mínimos de un razonamiento serio?

La razón es simple. Los intereses de los grupos económicos que fabrican estos alimentos dictan y controlan el discurso de estos actores políticos. Hacen lobby, es decir, se dedican a promover, a través de organizaciones que están fuera del universo económico, una regulación que favorezca sus intereses ¿Podemos exigirles que hagan otra cosa? ¿Podemos esperar de ellos algo más que la defensa ciega de los intereses de sus patrones?

La respuesta es sí.

Lo primero que se le debe exigir a los lobbistas es transparencia. Si una persona u organización desea participar en el debate político, la ciudadanía tiene derecho a saber qué intereses se están defendiendo y, si la situación lo amerita, quién financia la organización.

En segundo lugar, las personas que gobiernan el país no deben participar en las campañas de lobby.  La razón es evidente: el horizonte de las actividades del gobierno debe ser el interés general, no el interés de ciertos grupos. El tiempo, las preocupaciones, los recursos de los miembros del gobierno no pueden utilizarse para defender los intereses de algunos.

En tercer lugar, en el debate democrático, todas las opciones deben poder expresarse de manera equivalente. Cuando la concentración del poder mediático impide que la ciudadanía tenga acceso a una “oferta” diversa de ideas, los dados del juego democrático están cargados.

Por último, los lobistas deben respetar el “estado del arte” con respecto a los problemas que se debaten. En este caso, el “estado del arte”, es decir los conocimientos prácticos y teóricos en política y economía liberal, no tiene nada ver con los argumentos presentados por los liberales locales. Ninguna teoría liberal arguye la necesidad de ocultar información a los consumidores para mantener la competitividad. Ninguna teoría liberal reivindica la necesidad de mantener una producción de baja calidad para no destruir empleos. Por el contrario, sus preocupaciones con respecto a las estructuras de mercado, al desarrollo de competencias profesionales o la gestión de los bienes públicos siempre consideran, aunque desde una perspectiva atomista de los mecanismos fundamentales, una definición inclusiva del bien social que se busca mejorar.

En este debate, los defensores de la libertad individual no han cumplido con estas exigencias. Por el contrario, su discurso no ha sido más que un conjunto de amalgamas, contradicciones y provocaciones. A falta de debate, consolémonos pensando que al menos el ruido producido nos permite tomar consciencia del poder y la irresponsabilidad de los grupos económicos en Chile. Poder, pues, como sabíamos, sus transmisores ahora se encuentran al interior mismo del gobierno. Irresponsables, pues no se sienten obligados a cumplir con un mínimo de disciplina en términos de transparencia u honestidad intelectual.  Sólo una visión conservadora, nostálgica del Super 8 – suerte de madeleine chatarra del liberalismo local – y, sobre todo, nostálgica de la época en la que sus posiciones y prácticas no eran cuestionadas, justifica la forma en que los grupos económicos defienden, disfrazados de tribunos, sus intereses.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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