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SIDA: una rara y persistente sospecha (los tenemos identificados)

Oscar Contardo
Por : Oscar Contardo Periodista y escritor, autor de “Raro: una historia gay de Chile".
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El ministro Mañalich tiene razón en eso; puede ser perfectamente legal para una sociedad en el que los derechos civiles son un privilegio. Pero la normativa no es ni legítima, ni sanitariamente efectiva –como lo han señalado muchos expertos-, ni congruente con las ideas liberales que supuestamente enarbola el gobierno, ni mucho menos coherente con el derecho a la confidencialidad. Es un gesto más de que la violencia persiste disfrazada de ciencia y ansiosa de poder.


En una entrevista publicada en abril de 1990 el doctor Jorge Jiménez, ministro de Salud de la flamante democracia chilena, sostuvo que hacer una campaña masiva para prevenir el Sida era una pérdida de recursos, entre otras cosas, porque “a los homosexuales y las prostitutas no se les engancha por la televisión”. El ministro nunca explicó lo que quiso decir con esa frase, pero algo indica que la afirmación se sostenía en una peculiar manera de comprender y ordenar el mundo a la que el ministro adhería. El Sida para la autoridad era un asunto de homosexuales y prostitutas, “grupos de riesgo” que tendían a la transgresión o -como el mismo ministro estableció- aquellos distintos de la “población monógama”. Establecía implícitamente un juicio moral sobre esa porción de la población a la que él debía servir. Eran, por lo tanto, ciudadanos entre paréntesis con derechos y libertades puestas en duda en cuanto a sus costumbres privadas. Ellos, según la autoridad, además de todas sus rarezas, no veían tele.

Esta manada de sujetos que la autoridad describía debía ser detectada y mantenida bajo vigilancia. Así fue desde que se confirmó en agosto de 1984 el primer caso de Sida en Chile. En 1985 el ministerio de Salud informaba a través de la prensa que, como en los viejos tiempos de las redadas para capturar sifilíticos, su cartera se había coordinado con la brigada de delitos sexuales de la policía de investigaciones para indagar sobre los sitios de reunión de los “grupos de riesgo”. Fue así como la reacción de la autoridad sanitaria de la dictadura se orientó a la detección de los portadores, criminalizándolos. Cientos de personas fueron retenidas por la policía y obligadas a someterse a un examen. El Estado no pretendía con eso apoyarlos –de hecho muchos hospitales públicos no aceptaban pacientes con Sida y hasta las enfermeras del Hogar de Cristo se negaban a atenderlos- sino identificarlos y mantenerlos bajo vigilancia. En aquellos años no hubo discrepancias públicas sobre la forma en que el gobierno estaba conduciendo su política sanitaria. Había problemas más urgentes y existía una especie de unanimidad social que se manifestaba a favor del destierro y encierro de los enfermos de Sida, así lo comprobó el sacerdote Baldo Santi cuando abrió una casa de acogida en Ñuñoa y lo que recibió fue el repudio de los vecinos y del alcalde. En esa época VIH Sida era sinónimo de muerte: las terapias que existían eran insuficientes para mantener con vida a los pacientes, y muy caras para la gran mayoría de los chilenos. Muchos enfermos murieron rechazados por sus familias y por los centros hospitalarios, ocultos y atendidos por la caridad de los amigos. La confidencialidad era un lujo que nadie estaba dispuesto a resguardar con mucho celo.

[cita] El VIH Sida no es solamente una enfermedad, es un fenómeno cultural desde el momento en que despierta y activa prejuicios ancestrales, fobias, miedos, conductas y justificaciones para coartar las libertades de quienes la padecen y establecer un límite entre ellos y el resto de la población. El nuevo decreto del ministerio de Salud que autoriza a un equipo médico a contactar a las parejas sexuales de una persona que da seropositivo se instala cómodamente en la mullida tradición de violencia sorda en contra de los individuos.[/cita]

La democracia no cambió muchos las cosas. Todo intento por hacer campañas de difusión masiva, por entregar información a los escolares fue sistemáticamente boicoteada por grupos conservadores. El poder desplegado por la Iglesia Católica para fustigar la recomendación del uso del preservativo como un método de prevención del contagio ha sido tan formidable y rotundo como la actual crisis que afecta a la institución, curiosamente una hecatombe moral relacionada con la sexualidad, aquel demonio sobre el que la Iglesia tanta alarma sembró durante la transición política.

Todo esto demuestra que el VIH Sida no es solamente una enfermedad, es un fenómeno cultural desde el momento en que despierta y activa prejuicios ancestrales, fobias, miedos, conductas y justificaciones para coartar las libertades de quienes la padecen y establecer un límite entre ellos y el resto de la población. El nuevo decreto del ministerio de Salud que autoriza a un equipo médico a contactar a las parejas sexuales de una persona que da seropositivo se instala cómodamente en la mullida tradición de violencia sorda en contra de los individuos. La normativa los trata sutilmente como sospechosos; es un decreto que rima con aquella ley de Estados Antisociales –alimentada por el higienismo social- que pretendía identificar a los indeseables en los años 50 y con los allanamientos y detenciones que sufrieron cientos de hombres y mujeres hasta entrada la democracia en los lugares de reunión de las personas gay en búsqueda de infectados con el nuevo virus. El decreto es legal, como lo fueron los despidos de personas enfermas y portadoras antes de que una norma –aprobada con dificultad- lo prohibiera. Es perfectamente legal en un país en el que aún se les solicita el test de elisa a quienes postulan a algunos trabajos –y que por necesidad no pueden denunciar a la empresa- y extraordinariamente apegada a las costumbres en una sociedad a todas luces injusta y escandalosamente segregada en la que aún no existe una legislación en contra de la discriminación.  El ministro Mañalich tiene razón en eso; puede ser perfectamente legal para una sociedad en el que los derechos civiles son un privilegio.  Pero la normativa no es ni legítima, ni sanitariamente efectiva –como lo han señalado muchos expertos-, ni congruente con las ideas liberales que supuestamente enarbola el gobierno, ni mucho menos coherente con el derecho a la confidencialidad. Es un gesto más de que la violencia persiste disfrazada de ciencia y ansiosa de poder. Esta normativa elude una vez más lo que nunca se ha hecho en plena forma: una campaña de prevención sin boicot, informativa, franca, amplia, inteligente y respetuosa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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