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Religión y vida pública en un país sin Tedeum

Manfred Svensson
Por : Manfred Svensson Profesor de Filosofía
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En columna de opinión del día lunes, Gonzalo Bustamante arremete contra el Tedeum evangélico, para concluir preguntándose hasta qué punto una instancia como ésta debe seguir siendo transmitida por la televisión pública y contando con la presencia de las más altas autoridades del país. Como evangélico no sólo coincido con él en la pregunta, sino que es una que suelo escuchar más entre mis correligionarios que en la prensa nacional. Lo sorprendente no es pues la conclusión de Bustamante: sorprendente es que siguiendo una huella tan descaminada logre llegar a tal meta.

Porque el grueso de su columna no se limita al Tedeum, sino que consiste en una advertencia respecto de lo que habría ocurrido con la derecha norteamericana tras ser cooptada por la “derecha religiosa”. Las declaraciones de Hédito Espinoza en el último Tedeum evangélico constituirían un indicio de que nos encontramos siguiendo la misma ruta: la ruta que lleva a un orden institucional constituido no desde el esfuerzo racional en común de los ciudadanos, sino desde la fe.

[cita]Bustamante puede tener razón al considerar el Tedeum como sintomático de lo que ocurre con parte del mundo evangélico en su relación con la vida política. Pero quien haya seguido con atención dicha ceremonia a lo largo de los años no estará diagnosticando el surgimiento de una “derecha religiosa”, sino que más bien estará asombrado por la tensión que suele darse en esta instancia entre el discurso de denuncia, por una parte y, por otra, los llamativos esfuerzos por congraciarse con los gobiernos de turno.[/cita]

La derecha religiosa norteamericana efectivamente es un movimiento bizarro, ¿pero no es igualmente bizarra la tesis de que nos encaminamos en dicha dirección? Porque hasta aquí no hay indicio alguno de que en Chile exista algo semejante a un “voto evangélico”: el mundo evangélico se encuentra repartido a lo largo del espectro político en exactamente las mismas proporciones que el resto de la ciudadanía. Que alguien se ufane de ser su vocero y crea disponer de este voto puede ser preocupante —pero preocupante para los mismos evangélicos, que al fin y al cabo no parecen ser tan tontos—. Al resto de los ciudadanos ese punto los puede tener bastante sin cuidado.

Con todo, en otro sentido Bustamante puede tener razón al considerar el Tedeum como sintomático de lo que ocurre con parte del mundo evangélico en su relación con la vida política. Pero quien haya seguido con atención dicha ceremonia a lo largo de los años no estará diagnosticando el surgimiento de una “derecha religiosa”, sino que más bien estará asombrado por la tensión que suele darse en esta instancia entre el discurso de denuncia, por una parte y, por otra, los llamativos esfuerzos por congraciarse con los gobiernos de turno.

En el momento presente eso por supuesto puede ser un congraciarse con la derecha; pero con un poco de esfuerzo cualquiera podrá recordar lo bien que pocos años atrás lo hacía Emiliano Soto al dar una versión de izquierda del mismo discurso de Hédito Espinoza. La similitud estructural entre éstos sí que es algo bizarro, pero revela la contracara de la política del reconocimiento que las autoridades despliegan al asistir a este acto. En efecto, si hay problemas en la participación política evangélica, éstos no obedecen exclusiva o primariamente a su negativa a seguir una lógica deliberativa, sino a que tras haberse largamente ausentado de la vida pública luego fueron incluidos no mediante el lento camino por el que se incorpora cualquier grupo ciudadano, sino a punta de reconocimientos.

Dichos reconocimientos, por lo demás, provinieron de todo el espectro político: el Tedeum nació bajo Pinochet, el feriado evangélico bajo Bachelet. Pero esos reconocimientos producen estragos por las expectativas que generan, y terminan en la anómala mezcla de denuncia y adulación que nos ha tocado oír durante la última década. Tal vez las políticas de reconocimiento le hayan hecho a la democracia deliberativa más daño que el que le pueda haber infligido la religión.

¿Pues qué es lo que tendríamos en ausencia de ese tipo de políticas? Lo que tendríamos sería tal vez un amplio abanico de caminos por los que la religión se hace presente en la vida pública, en lugar de ocasionales exabruptos: el sólo hecho de la participación diaria en la política, en lugar del desahogo anual en una ceremonia ad hoc, ya constituye un hábito formativo de importancia. ¿Correría toda el agua de dicha participación pública de los creyentes a los molinos de la derecha? Parte lo haría, y con seguridad otra parte no.

Es más, al forzar a tener presentes las cuestiones fundamentales, tal participación podría ayudar a alterar algo nuestro mapa de izquierdas y derechas. Después de todo, una robusta participación política de los creyentes introduce en la escena nuevas lealtades últimas. A algunos les puede parecer preocupante que alguien tenga una lealtad última distinta del resto de los ciudadanos, ¿pero no es también eso lo que nos libra de ser presa fácil de una muy restringida política partidaria? Nada de esto implica tampoco que se vaya a trabajar desde una fe ciega, sin un proceder deliberativo; pero bien podría tratarse de una deliberación inusualmente consciente de sus puntos de partida, y también eso podría ser un correctivo interesante a quienes se lanzan a la arena pública creyendo que por no ser explícitamente religiosa su posición es menos sesgada.

En un contexto como ése desde luego será más difícil que alguien ofrezca una imagen monolítica de los evangélicos, o una imagen monolítica del papel de la religión en la vida pública. En un mundo como ése, quién sabe, tal vez Bustamante sería una de las viudas del Tedeum, y sólo los evangélicos estaríamos agradecidos de que se haya eliminado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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