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Chile y Perú en La Haya: fortalezas, debilidades, paradojas y dudas

Daniel Bello
Por : Daniel Bello Secretario Ejecutivo del Observatorio Democracia, Ciudadanía y Derechos (Decide), Departamento de Ciencia Política y RRII de la Universidad Alberto Hurtado.
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Llama la atención que los dos principales artífices del giro estratégico comentado, en el que sin duda prima el interés económico, sean Sebastián Piñera y Alfredo Moreno, ambos vinculados a grandes empresas con intereses tanto en Chile como en Perú (Lan y Falabella).


Mucho se ha escrito sobre la controversia limítrofe entre Chile y Perú, y sobre el juicio que busca ponerle fin, radicado en la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya. Un porcentaje importante de quienes han comentando el proceso, en ambos países, lo ha hecho desde la trinchera, esgrimiendo con fervor los argumentos oficiales de la Cancillería respectiva, como si —con ello— se sintieran participes de la estrategia nacional. Casi todos cantan al unísono, como en las gradas del estadio cuando alientan a sus respectivas selecciones.

Aunque, afortunadamente, muchos han llamado a la concordia (ver también esta columna de Mario Vargas Llosa), son pocos los que se permiten criticar o encontrar fisuras en la postura que asumen como propia.

No sé si sea por mi identidad binacional (soy chileno y peruano), por mi espíritu integracionista, o porque gracias al estudio de las dinámicas transfronterizas en el continente he dejado de hacer de la soberanía un fetiche, pero el caso es que veo razones válidas y atendibles en los argumentos de ambos países, y también algunos errores estratégicos y debilidades.

La disputa —como ya todos sabemos— gira en torno a los siguientes puntos básicos: Chile afirma que el límite marítimo, constituido por el paralelo geográfico que cruza el Hito 1 de demarcación limítrofe terrestre, está definido por tratados tripartitos, firmados por Chile, Perú y Ecuador, en la década de 1950. Perú afirma que dichos acuerdos no corresponden a tratados de límites, por lo que pide a la Corte que trace la línea de frontera —partiendo del punto «Concordia» y no del Hito 1— utilizando el principio de equidad presente en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar). Chile señala que la costumbre muestra que los límites marítimos existen, de facto. Perú parece no tener contraargumento en este sentido.

[cita] Llama la atención que los dos principales artífices del giro estratégico comentado, en el que sin duda prima el interés económico, sean Sebastián Piñera y Alfredo Moreno, ambos vinculados a grandes empresas con intereses tanto en Chile como en Perú (LAN y Falabella).  [/cita]

Si nos atenemos a los documentos que constituyen el centro de la polémica, la Declaración de Santiago de 1952 y el Convenio sobre Zona Especial Fronteriza Marítima de 1954, podemos tanto decir que existen tratados de límites como que no. Leyendo los considerandos podemos inferir que tales, aunque sean tratados, no lo son propiamente de límites sino de protección de recursos marinos y de ayuda a los pescadores artesanales respectivamente. Existe —en consecuencia— un amplio margen para la interpretación, por lo que la posición chilena, aquí, parece débil. Más si, por ejemplo, comparamos el lenguaje ambiguo de ambos textos con la precisión de los artículos sobre delimitación marítima del Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile de 1984.

Si prestamos atención a la costumbre, vale decir a la práctica cotidiana y al ejercicio de soberanía, la posición chilena parece sólida y la peruana endeble y poco comprensible. En 60 años —desde la Declaración de Santiago— Perú hizo poco o nada por cuestionar la presencia diaria de Chile y de chilenos en la zona en litigio. Punto para Chile.

Por otro lado, se dice desde Santiago, queriendo mostrar una debilidad, que Perú construyó un caso donde no existía controversia. La Corte definirá con su fallo si la controversia era o no real. Más allá de eso, lo cierto es que Perú comenzó a «construir su caso» poco tiempo después de que se aprobara la Convemar, en 1982, la que instauró el marco institucional que define, entre otras cosas, los principios que deben aplicarse al trazar los límites marítimos cuando no existen tratados previos.

El memorándum que el Embajador peruano Juan Miguel Bákula le hizo llegar al Canciller chileno Jaime del Valle, en mayo de 1986, transmitiendo la preocupación del gobierno de Alan García por la inexistencia de una «delimitación formal y definitiva de los espacios marinos» entre ambos países, marcó el inicio de una estrategia de largo aliento, que solo fue interrumpida por Alberto Fujimori, a fines de la década de 1990, con la firma del Acta de Ejecución del Tratado de 1929 (Es interesante en tal sentido leer esta columna de Cristian Leyton).

Supongo que cuando el proceso haya concluido y las voces dejen de estar guiadas por el «interés nacional», surgirán algunas críticas a la actuación de Fujimori, que sin duda entorpeció la jugada planeada por Torre Tagle (Cancillería peruana). Derrocado el fujimorato, los gobiernos democráticos retomaron el camino señalado por Bákula, asumiendo una actitud proactiva y coherente que, en mi opinión, contrasta con la actitud reactiva y a veces errática de la Cancillería chilena.

Esto último queda de manifiesto con el cambio que experimentó la política de Chile luego de la asunción del Presidente Piñera, en marzo de 2010. La respuesta inicial de La Moneda —con Bachelet al mando— ante la demanda peruana fue de molestia frente a un acto considerado inamistoso. Tal molestia se expresó en el enfriamiento de las relaciones bilaterales, y en la búsqueda de un acercamiento con los otros dos países vecinos, especialmente con Bolivia. Se dio, de este modo, una respuesta integral —política, diplomática y jurídica— a un desafío que Perú propuso en esos mismos términos. Tanto Piñera, al asumir el poder, como el nuevo Canciller Alfredo Moreno, desecharon aquel diseño y adoptaron la idea (o quizá treta) peruana de las «cuerdas separadas». Esto significó reducir la controversia a un asunto puramente jurídico —que debía transitar por un carril independiente—, «normalizar» la relación dando prioridad a los aspectos económicos de la misma, y poner en un segundo plano la diplomacia y la política.

La lógica de las cuerdas separadas generó, a mi juicio, una interesante paradoja y algunas interrogantes. Por un lado, parece evidente que al buscar encapsular el conflicto en su dimensión jurídica Chile debilitó su propia posición. Si el reclamo peruano no tiene sustento y constituye un acto inamistoso —considerando la premisa de que se están desconociendo tratados vigentes—, resulta poco entendible que se normalicen las relaciones. Asimismo, al dejar la diplomacia y la política de lado, dando prioridad al comercio y los negocios, el Edificio Carrera (Cancillería chilena) cedió terreno a Torre Tagle. Es muy decidor, en este plano, que el Perú haya logrado desactivar cualquier posible intromisión de Ecuador en el juicio por medio del acuerdo de límites firmado por los presidentes Alan García y Rafael Correa el 2011 (recordemos que los acuerdos que sustentan la posición chilena fueron firmados por Chile, Perú y Ecuador). En contraste, Chile no solo no logró estrechar vínculos con Ecuador, sino que además descuidó la relación con Bolivia, que se deterioró significativamente, y vio mermada su relación con Brasil, en parte por la desmedida relevancia que se le dio a la iniciativa (básicamente comercial) del Arco del Pacífico, que en la práctica posibilita la «intrusión» de México en el área de influencia de Itamaraty.

Por otro lado, y aquí la paradoja, la lógica de las cuerdas separadas —y la consecuente normalización de relaciones entre Perú y Chile— ha tenido un efecto muy positivo en el tono con el que —hasta ahora— se ha desarrollado el juicio, y en el ambiente con que se ha seguido el proceso en ambos países. Académicos e intelectuales, de uno y otro lado, y hasta los propios jefes de Estado, han dado importantes señales de respeto mutuo, y de irrestricto apego al derecho internacional y a los dictámenes de la Corte Internacional de Justicia. Ambos gobiernos han asegurado que acatarán el fallo, sea cual sea, y han hecho declaraciones —incluso conjuntas— sobre el futuro esplendor de las relaciones bilaterales, en las que se destacan y priorizan las cuantiosas inversiones chilenas en Perú y peruanas en Chile. Probablemente esto no hubiera sido posible en un contexto «anormal» verosímilmente más tenso. Lo curioso, entonces, es que la lógica de las cuerdas separadas puede acabar perjudicando a Chile de cara a La Haya, pero favoreciendo el entendimiento entre los países —o al menos entre gobiernos y las élites empresariales—, y ojalá sirviendo de base para la construcción de una relación sólida y constructiva.

Ahora bien, de todo esto surge una duda, que tiene relación con la motivación que está detrás de la decisión del gobierno de Chile de tomar aquella senda. Llama la atención que los dos principales artífices del giro estratégico comentado, en el que sin duda prima el interés económico, sean Sebastián Piñera y Alfredo Moreno, ambos vinculados a grandes empresas con intereses tanto en Chile como en Perú (LAN y Falabella).

Los Presidentes Humala y Piñera acuñaron una hermosa frase: «Solos podemos avanzar rápido, pero juntos podemos llegar más lejos». La pregunta es si los que llegarán eventualmente más lejos serán muchos o serán pocos y los mismos de siempre.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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