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Los 80: lo que nos duele de esta temporada

Ximena Jara
Por : Ximena Jara Periodista. Jefa de Contenidos de El Quinto Poder.cl
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No es porque Juan Herrera haya sufrido mucho. En la primera temporada sufrió muchísimo más, y veníamos recién conociéndolo y queriéndolo. No es porque no hayan “pasado” demasiadas cosas, puesto que sabemos de la capacidad interpretativa de un elenco que puede hacer que suceda todo sólo apretando la comisura de los labios o mirando al vacío. No es porque el desgaste de la historia haya hecho que las aventuras de los Herrera se normalicen, puesto que si uno vuelve a ver los capítulos de la primera o segunda temporada, vuelve a emocionarse.

Si estoy decepcionada, como otras muchas personas, no sólo del final, sino de la quinta temporada completa de Los 80, es por el poco cariño que los guionistas mostraron con lo que había sido la historia de la serie.

Desde la primera hasta la cuarta temporada, si bien la historia había generado comprensibles cambios en la temática, pasando por registros familiares, sentimentales, políticos y hasta policiales, la lógica había sido la misma: un ritmo bien administrado y bastante parejo, integración de todos los personajes a la trama, capítulos cerrados en sí mismos que constituían unidades narrativas que se bastaban y que no eran sólo “continuidades”. Eso, más las impecables actuaciones que siempre ha tenido el elenco, por más que a uno no le convenciera la trama misma, era suficiente para sentir que la historia de Los Herrera, por más giros forzosos que tuviera, por más que el torturador fuera bueno “en el fondo”, por más que Juan terminara perdonando a todo el mundo o siendo fiel a toda costa, mantenía una coherencia interna de personajes que se valoraba enormemente. Esto cambió en la quinta temporada de manera notoria.

En esta temporada, los capítulos dejaron de bastarse a sí mismos en términos narrativos y pasaron a ser, como en una telenovela, una larga continuidad de muchos capítulos para cerrar –o no cerrar – todas las historias al mismo tiempo y de manera apresurada. Vimos crecer como hermanos a Bruno y Félix para que se pelearan durante toda una temporada por un capricho que no comprendimos bien (así como nadie comprende por qué Félix sigue sin afeitarse y sin cambiarse el corte de pelo, por cierto) y que únicamente tiene un barniz de resolución a partir del último capítulo. Martín pudo haber sido el personaje más intenso de esta temporada, entre aquellos sucesos del año 87 que le tocó presenciar y la historia de su familia que se derrumbaba. Sin embargo, también los guionistas le regalaron no sólo poco movimiento, sino además poca intensidad de relato. Claudia, que tenía una especie de permiso implícito para la “inmovilidad”, dada la intensidad de su historia, fue quizás una de las historias más resueltas, aunque la resolución del nudo dramático ocurre en sólo dos capítulos. Ana, uno de los pilares dramáticos de todas las otras temporadas, fue en la quinta temporada una comparsa de todas las demás historias. Así, la casi totalidad del peso dramático recayó en un Juan Herrera sobreexigido, al que además, narrativamente, se le privó de manera incomprensible de la permanente compañía de Exequiel. De hecho, durante esta temporada, casi no vimos en pantalla a Nancy y su compañero.

Da la sensación de que los guionistas tenían sólo un par de ideas: don Farid se muere y su hijo es un desgraciado, por ejemplo, y en torno a eso comenzaron a rellenar vacíos y establecer continuidades. O quizás –seamos optimistas – tienen un tremendo guión para el cierre de la serie, en su temporada sexta, con el plebiscito, pero no supieron cómo llenar la brecha de esta quinta temporada.

Como sea, la sensación es amarga. No por los actores; los personajes son queribles y las interpretaciones siguen siendo impecables. El registro de Daniel Muñoz sigue siendo impactante, así como la enorme pertinencia de Tamara Acosta, Daniel Alcaíno y hasta los personajes que fueron introducidos esta temporada, como Gonzalo Robles, o la mención muy honrosa que merece el breve papel de Gloria Laso en el capítulo final. La sensación es amarga porque la historia no estuvo a la altura de esas interpretaciones ni de los anteriores guiones.

La sensación es amarga, quizás, porque la historia de los 80 fue, para muchos en Chile y fuera de Chile, también muy amarga. Se nos estafó de una manera mucho más grosera y no tuvimos siquiera la posibilidad de dar una chuleta a quienes estaban detrás de ese abuso o esa estafa. Porque junto con la cesantía, el hambre, la pobreza y las protestas, estuvieron la resistencia, el primer beso, el valor de la solidaridad colectiva, el rock o el canto nuevo y eso genera emociones encontradas. Porque en la historia tan bien contada hasta ahora de los Herrera encontrábamos un atenuante para nuestro propio sinsentido de aquella época, tal vez. Y quizás sea por eso, porque estuvimos ahí y lo vivimos intensamente, que le pedimos a una serie de ficción mucho más de lo que se pide a una serie de ficción: que cada historia tenga sentido, que cada personaje sea profundo, que todos sepan habitar su tiempo con coherencia y dignidad, sin marcar el paso. En esta temporada, esto no se logró.

Una cosa es segura, en cualquier caso: la lealtad subsiste, y el que exista esta columna, así como la avalancha de menciones en las redes sociales durante cada capítulo, tiene que ver con ello: con lo que esta historia representa para varias generaciones, con la apropiación que de esa familia hemos logrado todos en estos años y que nos permiten indignarnos cuando sentimos que se  nos “roba” algo de su esencia. Con el trabajo de relojería que hasta aquí se había hecho y cuya alteración resentimos como si se nos estuviera privando de algo que en realidad nos es muy precioso y que quizás no sea otra cosa que las diversas posibilidades de nuestras propias historias.

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