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“Amo demasiado a mi país para ser nacionalista” (Albert Camus)


El nacionalismo es la antítesis de la democracia: se trata de exaltar los complejos de superioridad e inferioridad que existen entre algunos miembros de un Estado-Nación. Los chauvinistas, la mayoría de las veces, recurren a la utilización de estos complejos para asentar gobiernos autoritarios.

Isaiah Berlin nos entrega una visión muy aguda sobre el concepto de nacionalismo que comenzó a dominar la historia política durante la segunda mitad del siglo XIX y gran parte del siglo XX. Para este autor, el nacionalismo “es la inflación patológica de la conciencia nacional herida”. La historia sobre el nacionalismo alemán viene a confirmar esta concepción. [Me permito remitir al lector al análisis de dos obras de este pensador: Contracorriente, ensayo sobre la historia de las ideas, (FCE, Madrid, 2000) y, el segundo, El sentido de la realidad, sobre las ideas y su historia, (Taurus, 1968)].

[cita]Tanto Encina como Eyzaguirre escribieron sendas obras sobre nuestras relaciones con Bolivia, en las cuales ensalzan el sentido nacionalista chileno, en menoscabo de nuestras relaciones con Bolivia, Perú y Argentina, principalmente. Esta prepotencia en la relación con nuestros vecinos, desgraciadamente, ha calado en el imaginario nacional, dando lugar al chauvinismo, de muy bajo calado intelectual y olvidando que de nuestras relaciones con los vecinos depende, en gran parte, el desarrollo de las regiones extremas del país.[/cita]

El nacionalismo no tiene nada que ver con una política racional, más bien exalta los sentimientos románticos e irracionales: la nación, la raza superior, el genio de los pueblos. Estos bajos sentimientos de odio y de superioridad con respecto a los otros pueblos no sólo fueron aprovechados por el fascismo italiano, el nazismo alemán y el franquismo español, entre otras concepciones ideológicas, sino también por el sistema burocrático estalinista y las dictaduras latinoamericanas.

Si bien la Revolución de Octubre se basó en principios universales y cosmopolitas, visualizando como necesaria la revolución mundial, al poco andar, Stalin se desvió hacia un nacionalismo, heredero de la Rusia imperial —no en vano, el aporte de este tirano al marxismo está basado en tema de la “cuestión nacional”—.

En Chile, salvo el caso de Jorge Tarud —últimamente también Ricardo Lagos Weber, aun cuando en menor grado— ambos poco lúcidos y letrados para ser considerados intelectuales, el nacionalismo ha sido monopolizado por la derecha más reaccionaria: sus padres son Nicolás Palacios, autor de La raza chilena, libro inspirado en Gobineau, en el cual admira a los pueblos germánicos que se mezclaron con los mapuches, dando por resultado un “roto chileno” sui generis, rubio y corpulento. A pesar de estas sandeces, Palacio tuvo el valor de haber denunciado la Masacre de Santa María de Iquique y admirado al roto chileno.

El racismo de Francisco Antonio Encina no es más que un plagio de la obra de Palacios, ahora con caracteres exagerados y ridículos: Encina desprecia al pueblo mapuche y lo retrata como una raza inferior, también odia al liberalismo y, en consecuencia al latinoamericanismo. Según este historiador, la guerra contra España, durante el gobierno José Joaquín Pérez, fue la expresión más torpe de la idea quijotesca de la unión de los pueblos latinoamericanos.

Jaime Eyzaguirre, un historiador hispanista, admirador de Francisco Franco, es el continuador de la ideología nacionalista, desarrollada anteriormente por Palacios y Encina. Este profesor fue capaz de formar una escuela de seguidores —entre quienes se cuenta a Gonzalo Vial, Fernando Silva, y muchos otros, titulados principalmente en la Universidad Católica de Santiago— que continuaron la obra de exaltación de la España de los Austrias y del franquismo español.

Tanto Encina como Eyzaguirre escribieron sendas obras sobre nuestras relaciones con Bolivia, en las cuales ensalzan el sentido nacionalista chileno, en menoscabo de nuestras relaciones con Bolivia, Perú y Argentina, principalmente. Esta prepotencia en la relación con nuestros vecinos, desgraciadamente, ha calado en el imaginario nacional, dando lugar al chauvinismo, de muy bajo calado intelectual y olvidando que de nuestras relaciones con los vecinos depende, en gran parte, el desarrollo de las regiones extremas del país. Poco tiene que ver el nacionalismo santiaguino con la realidad cotidiana de las regiones de Arica, Parinacota y Tarapacá, respecto a las relaciones con Perú y Bolivia, y, en el extremo sur, Magallanes y Aysén, en relación con Argentina.

Hay que recordar, asimismo, que Jorge Prat —quien durante el período de Ibáñez se desempeñó como ministro de Hacienda— fue portaliano y director de la revista Estanquero, generando un grupo de extrema derecha, del que formó parte Sergio Onofre Jarpa, el “padre espiritual” de Andrés Allamand.

Si consideramos todos estos antecedentes, no nos puede extrañar la muy mala relación con nuestros vecinos a la cual nos conducido el gobierno de derecha de Sebastián Piñera. Una tontería diplomática como la acaecida con los tres militares bolivianos sólo tiene explicación en la pésima política respecto a nuestros países vecinos, y a un resabio de este nacionalismo de segunda categoría, que ha sido monopolio de la derecha, salvo el ridículo caso del diputado PPD.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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