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Bachelet y el neocaudillismo ANÁLISIS

Bachelet y el neocaudillismo

Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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Una pléyade de tecnócratas se muestran para ser elegidos en su oportunidad por el caudillo, mientras casos como el de Johnson’s, La Polar, la acreditación de las universidades, los abusos de los bancos, el lucro en la educación, etcétera, han dado un golpe mortal a las reglas del juego y la confianza ciudadana en el sistema. La personalización se acentuará cada vez más.


Pese a que es una institución típicamente latinoamericana, definir lo que es un caudillo no es fácil. Particularmente porque, además de rasgos de personalidad, depende de los contextos sociales en que se manifiesta.

Un caudillo es un líder que pesa más que los partidos que lo apoyan, los somete a su plena voluntad con promesas de premios y castigos, tiene poder sobre la comunidad política a la que manda con una autoridad no cuestionada, sustentando ese poder en un relato sobre su persona y en el reconocimiento que las multitudes (electorales o políticas) depositan en él. Para el pueblo, en la versión neocaudillista latinoamericana, ese líder es la expresión de los intereses comunes y expresa la capacidad para resolver sus problemas. Incluso forzando las instituciones.

Pocas veces se piensa que el caudillo puede ser parte de los problemas que se trata de solucionar. Es normal que surjan en momentos de crisis de confianza en la política y que lleguen con rasgos disruptivos o revolucionarios respecto del orden imperante.

La aparición de Michelle Bachelet en la liga presidencial fue por fuera del círculo oficial del laguismo, aunque era ministra de Defensa. Desarmó el mito mexicano del “tapado de La Moneda” (José Miguel Insulza) y luego de una mítica cena en la casa del senador Jaime Gazmuri, en la que notificó a los barones socialistas que competiría por la Presidencia, se desplazó sola y pronunció su famosa frase: “Nadie se repetirá el plato”.

[cita]Nadie sabe qué hará Bachelet y con quien. Su poder está por fuera de su conglomerado político y también podría estar por encima de las lealtades si se trata de asuntos de Estado. Incluso para convenir cambios controlados con los poderes constituidos, como garantía de orden. Ello, en todo caso, entra en la mitología electoral y el perfil de las pocas reuniones que ha sostenido hasta ahora.[/cita]

Su primer gabinete y sus comisiones ciudadanas son pruebas de su afuerismo político de entonces.

El perfil político actual de Michelle Bachelet refuerza la idea de un caudillo más que de un líder institucional de una coalición programática. Existe, eso sí, la incógnita sobre el carácter en caso de triunfar. Si será un caudillismo restaurador y conservador o, por el contrario, se orientará a los vientos de cambio que soplan en el país, que ya se insinuaron cuando ella fue Presidenta.

Para Bachelet la agenda no es fácil, pues la amplia desafección ciudadana de la política ha dado curso a una crisis de legitimidad del sistema y un proceso de desinstitucionalización grave. Ello es visible tanto en las instituciones del Estado como en los partidos políticos y las figuras que los sustentan.

El orden político ya no radica tanto en los procedimientos y mecanismos secularizados, reconocido y acatados por todos, como en el poder singular de determinadas personas, sea de carisma, poder económico o posición institucional.

Ello no es ajeno a la baja calidad de la elite política, cuyo ejercicio gubernamental —incluido el período Bachelet— fue incapaz de viabilizar los cambios necesarios para ampliar y afianzar el funcionamiento democrático, con instituciones fortalecidas y estables. Simplemente se administró, hasta la perfección, artefactos de gobierno ideados para la transición, pero sin adecuarlos a la dimensión social de un país de democracia normalizada.

El consenso nacional sobre las reglas del juego económico y político que caracterizó las dos décadas anteriores se agotó. Tanto por los abusos de mercado y la brecha de desigualdad económica y social, como por el acomodo oportunista del oficialismo y la oposición en la vieja carcasa de la Constitución de 1980, para perpetuarse sin competencia en el poder. Y el populismo de los bonos y la propensión al gasto fiscal sin estrategia hizo una entrada triunfal durante este gobierno.

Michelle Bachelet es parte de ese diseño, y en su gobierno demostró mayor adhesión por el consociativismo de los poderes constituidos, que voluntad de cambio en las reglas del poder.

Hoy, lo elemental de su silencio es que todavía ha sido más un ejercicio de fuerza para ordenar su coalición política, que un acto de disciplina laboral. Quienes la apoyan, la necesitan de manera imprescindible para volver al poder. En cambio ella no, dado su carisma electoral, y claramente ha insinuado que si no se ordenan no vengo, mensaje intermediado con desesperación por el Partido Socialista.

Pese a la dificultad parlamentaria, no ha sido difícil. Los partidos, sin coherencia doctrinaria, han devenidos en crudas redes de poder y exacerbado sus conflictos internos. El orden que prometen no es ideológico ni programático, sino clientelar al caudillo. Un ejemplo es la elección de la directiva de la Democracia Cristiana, donde bacheletistas y autonomistas se enfrentan por un estilo de relación con la líder.

Nadie sabe qué hará Bachelet y con quien. Su poder está por fuera de su conglomerado político y también podría estar por encima de las lealtades si se trata de asuntos de Estado. Incluso para convenir cambios controlados con los poderes constituidos, como garantía de orden. Ello, en todo caso, entra en la mitología electoral y el perfil de las pocas reuniones que ha sostenido hasta ahora.

El daño a las instituciones como el de la crisis del SII, pone el escenario en una complejidad micropolítica. Hoy, tan importante como el ministro de Hacienda será el director de SII o el jefe de la División de Grandes Contribuyentes. Incluso a ese nivel ya los temas no son técnicos sino políticos, mediados todos desde La Moneda.

Una pléyade de tecnócratas se muestran para ser elegidos en su oportunidad por el caudillo, mientras casos como el de Johnson’s, La Polar, la acreditación de las universidades, los abusos de los bancos, el lucro en la educación, etcétera, han dado un golpe mortal a las reglas del juego y la confianza ciudadana en el sistema. La personalización se acentuará cada vez más.

Ello sugiere que además del éxito de Bachelet para dominar su coalición, queda el dilema de cómo gobernaría, con cuáles prioridades y con quién.

Aunque un caudillo no tiene voceros sino mensajeros, la respuesta insinuada por el presidente del Senado, Camilo Escalona resulta magra: con rostros nuevos (salvo algunas excepciones); de manera rápida porque hay poco tiempo (sin mencionar prioridades); y naturalmente en el interés de todo Chile. O sea, sólo con la fuerza del carisma.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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