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Cinco horas en Auschwitz

Javier Agüero
Por : Javier Agüero Filósofo. Universidad París 8
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A 60 kilómetros al suroeste de Cracovia encontramos la población polaca de “Oświęcim” que, en 1940, obtiene su nombre en alemán “Auschwitz” a causa de la ocupación Nazi de Polonia y la posterior construcción del célebre campo de exterminio. Tras el término de la guerra y la liberación soviética, la ciudad recuperó su nombre polaco original pero el campo de prisioneros mantuvo su denominación en alemán. En este momento hablamos específicamente de Auschwitz I, lugar donde se concentró mayoritariamente a resistentes polacos y disidentes alemanes. Si bien llegaron judíos de diferentes partes de Europa, así como gitanos, españoles (en un número muy reducido) y homosexuales, no fue sino hasta la construcción de Auschwitz II – Birkenau en 1941 que la histeria de la masacre se desató. Por dar una cifra, si en Auschwitz I “sólo” se podían asesinar a 350 seres humanos, en Auschwitz II – Birkenau la cifra se multiplicó hasta los 5.000 muertos diarios, entonces, la construcción de este segundo campo obedeció, principalmente, al criterio Nazi de productividad de cadáveres y a la necesidad de imprimirle rapidez a la “Solución final”.

El memorial fue abierto a muy poco de terminar la guerra, en 1947.  Si bien la visita a Auschwitz II se enriquece por los datos históricos que proporcionan los guías, también se percibe que la rutina de repetir diariamente el mismo texto ha disminuido su capacidad de asombro, apareciendo un relato plano y algo robotizado. Sin embargo las experiencias de conmoción se suceden una a una ante cada historia de muerte y abuso, dentro de cada barraca, al entrar y salir de los hornos crematorios y, también, frente a los objetos personales de los prisioneros, los que se presentan apilados como instalaciones artísticas al interior del museo. Hay 40.000 pares zapatos, de niños, mujeres y hombres. Otras decenas de miles de pares de anteojos. 2 toneladas de cabello con las que las que se hacían solapas para los trajes militares del ejército Nazi. Para mí, particularmente impactante fueron las maletas. De las miles que había creo que no hubo una que no tuviera el nombre, la dirección y las coordenadas de su dueña o dueño. Incluso la estrella de David inscrita en el cuero de los equipajes se divisaba entre una que otra valija.

[cita]Estar en Auschwitz II – Birkenau es encallar en una zona donde el dolor no es el sustantivo y donde hablar sólo de asesinatos es un favor al nazismo. Lo anterior no sólo porque ahí tuvieron lugar “las monstruosas orgías del odio” como dijo Paul Claudel, sino porque lo que se suprimió perversamente no fue únicamente la vida humana, sino que una parte de la humanidad misma fue calcinada.[/cita]

Pensaba en el engaño. Pensaba en que a los más de 900 mil judíos que exterminaron en Birkenau les dijeron que iban a estar ahí sólo de paso. Pensaba en que los hornos crematorios eran “duchas de desinfección” que escondían la muerte en su máxima forma. Pensaba en que todos estos hombres y mujeres creían que iban a recuperar sus maletas, algún día cercano. Pensaba que esos equipajes con sus nombres eran la escritura inconsciente de sus propias lápidas. Un tipo de escritura póstuma que sólo florece en la ingenuidad de los que no saben que van a morir.

Reparamos además en los múltiples y diversos infiernos que constituían ese “gran infierno” que fue Auschwitz. El barro que inundaba todo el campo, por ejemplo, producto de las constantes nevadas. Los barracones donde podían llegar a dormir 700 personas (muchas de ellas en el piso de cemento) con temperaturas de 20° bajo cero. El gran tablero de letrinas con hoyos uno al lado del otro donde los nazis no entraban a causa del olor y las infecciones. El hospital donde miles de niños fueron ocupados para experimentos biológicos en orden a contribuir a la supremacía y hegemonía de la raza aria. Etc. (Este “Etc.” Es la abreviación cruel y lingüística de múltiples formas y estrategias de exterminio, abuso y sometimiento). En fin, es lo que el filósofo Jean Luc Nancy denominaba “la representación prohibida”, esto es la incapacidad de figurarse y cristalizar en una forma o imagen  cualquiera, un tal nivel de magnicidio y maltrato por la dignidad humana. Cada uno de estos ejemplos queda corto en extremo para dar cuenta de la experiencia cotidiana vivida por los prisioneros de Auschwitz II – Birkenau.

Vimos los lamentos de los judíos que lloraban a sus muertos, sus cantos, sus oraciones, el llanto de hombres y mujeres, la rabia y el orgullo  de los jóvenes israelitas y cada uno de los estremecimientos que nosotros no podíamos sentir pero sí respetar. Pensaba, en este momento, en la palabra “perdón”. ¿Hay perdón para ofensas de tal nivel? La herencia y nomenclatura cristiana de la que somos producto nos enseña a dar la otra mejilla, a perdonar siempre por efecto de dogma. El perdón, en este grado de masacre, pienso, es un derecho que habita en cada hombre y mujer víctima de la barbarie Nazi. Si no quieren perdonar y optan por mantener la herida abierta a modo de memoria y protección de su propio pueblo, no hay derecho a juzgarlos. Tampoco hay juicio o disposición jurídica que pueda abarcar una ofensa tal. El genocidio debería quedar en la órbita de lo imprescriptible. “El perdón murió en los campos de la muerte” escribió el filósofo judío Vladimir Jankélévitch.

También fuimos testigos de la banalidad de quienes transforman la visita a este memorial en un paseo turístico, sacándose fotos, riendo a carcajadas y archivando en sus  celulares  “recuerditos del horror”.

Estar en Auschwitz II – Birkenau es encallar en una zona donde el dolor no es el sustantivo y donde hablar sólo de asesinatos es un favor al nazismo. Lo anterior no sólo porque ahí tuvieron lugar “las monstruosas orgías del odio” como dijo Paul Claudel, sino porque lo que se suprimió perversamente no fue únicamente la vida humana, sino que una parte de la humanidad misma fue calcinada. Es una grieta en la historia  que debe significar desde ahí mismo, es decir desde el horror, cuidando atentamente que la exageración de memoria no derive en el olvido, como apuntaría Paul Ricoeur. Auschwitz no es una moraleja para los tiempos actuales, al menos no simplemente. Este campo de exterminio no podría  ser entendido es su única dimensión de “aprendizaje” para no repetir los errores del pasado. Auschwitz, se cree, es una herida que debe permanecer abierta, siempre viva y a cara descubierta. Es un navajazo a la civilización que hemos construido y un espejo desfigurado de lo que entendemos por humanidad nuevamente. Que esto sea público, que todos pudiéramos ir y experimentar como espectadores desfasados esta masacre sin proporciones, sería un aporte para la conciencia del mundo y para la valoración de la vida y la dignidad humana.

Pensaba, finalmente, en Chile y en su memoria diluida al interior de la maquinaria consumista y aspiracional. Pero esa es otra historia que es parte de la misma historia.

Recomiendo Auschwitz II – Birkenau. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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