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Super-Thatcher Opinión

Super-Thatcher

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
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Carece nuestra actual oposición de un sistema creíble de recambio. No han pensado o no han intuido los concertacionistas, si es que piensan, si es que existen, de qué manera el modelo thatcherista del mundo contemporáneo pudiera ser reemplazado por otro. Tal como ante la dictadura sí tenían una alternativa, la democracia, ante el neoliberalismo la verdad es que no han discurrido mucho nada, pese a ser profesionales. Y es así que la gente de a pie prefiere enojarse mucho con Lagos o con Bachelet que con los verdaderos malos.


Margaret Thatcher fue y seguirá siendo para mucha gente, pese a su muerte –y es que la muerte siempre produce un halo de respeto y silencio– la imagen de la amargura desafiante y, finalmente, triunfante.

Y es que hay una amargura pasiva, una filosofía de la vida que se construye sobre la constatación de que cada cual busca tan sólo su propio interés, de que los valores propios de la dignidad humana son figuras retóricas, y que al final de cuentas sólo cuenta en todo momento y bajo cualquier circunstancia asegurar lo propio. No valdría la pena, pues, soñar con nada, ni hacer el bien, ni buscar la belleza, o el amor, que todo en este mundo es ruindad, fealdad, egoísmo y asco.

El aporte histórico de Thatcher, hija de un almacenero con dos almacenes (un oficio que ha ido desapareciendo ante el empuje de los supermercados), educada en los lances del fiado, la poruña, la sonrisa profesional y la mano brillosa de recibir y devolver monedas, también en el credo episcopaliano, se asienta en haber tenido el valor de convertir esa filosofía mezquina en propuesta política universal. Triunfó ampliamente, amargamente. Su estilo fue siempre seco, duro, filoso.

[cita]Hemos ido a lo práctico, y hoy el mundo académico se rige por un férreo sistema de indicadores estandarizados que estimulan cualquier cosa menos el pensamiento libre. Para Thatcher, la libertad no es un valor humano, sino algo que se compra con dinero, en el mercado, que ahí está el quid de la existencia. Es el mercado, finalmente, quien dice si debe haber más o menos panaderías, más o menos librerías, más o menos tiendas, universidades, hospitales, aviones, malls o cafeterías.[/cita]

Hanif Kureishi, escritor ídolo de “Mi querida lavandería” y “El Buda de los suburbios” recibió directamente en el estómago, de adolescente, la voz estridente de Margaret tratando de poner las cosas en su sitio, en su sitio material, básico y humanamente empobrecido, tomando posición activa en contra de la solidaridad, en contra de la cultura. Basta de Beatles, ya no más pop, se terminan las becas, fin a los subsidios para inmigrantes, y vamos los de a pie a levantarnos temprano y a trabajar honestamente muchas horas sin seguridad laboral alguna para que al final de la línea telefónica especímenes como Piñera o Lehman Brothers se hagan multimillonarios con una cuantas llamadas afortunadas. A la manera de una carga de espermatozoides, el mundo es una pista de velocidad, y sólo estará seguro el que llegue primero.

A Thatcher, y a sus acólitos Reagan en los Estados Unidos y Pinochet en Chile (a él le costó un tanto comprender la idea que le traían los juveniles Chicago Boys, pero cuando estuvo seguro de que así se hacía más daño adhirió de inmediato), instalaron en el mundo el fascinante concepto del desapego.

Las empresas no tienen para qué tener una usina, una planta, una contabilidad y unas camionetas de reparto, como en las novelas de D. H. Lawrence o en los cuentos de Baldomero Lillo. Eso produce aglomeraciones humanas, sindicatos, pulperías, y por lo tanto huelgas y finalmente revoluciones. La nueva idea es desmaterializarse. Steve Jobs y Bill Gates, por ejemplo, se han dedicado a la innovación y a la filantropía mientras sus empresas se han esmerado en externalizar todo lo externalizable, de tal manera que sus productos se fabricaron durante todos estos años en cualquier país desgraciado, donde los salarios son absurdos y la seguridad en el empleo o en la salud es simplemente una utopía. Las señoritas que nos llaman desde los bancos o las empresas telefónicas no pertenecen ni a esos bancos, ni a esas empresas, y ni siquiera son chilenas ni viven con nosotros. Son voces inmateriales de call centers flotantes.

Las nuevas aplicaciones del iPhone, Facebook o Gmail tienden a succionar nuestros datos privados y mediante marcas o nombres de terceros nos van convirtiendo en clientes obligados de sus constelaciones fabulosas. Desaparecen los grupos, los grumos, las lealtades, las solidaridades, y es que es mejor negocio el desapego.

También la educación pública chilena, bajo la sombra de Thatcher y Pinochet, se ha desmaterializado, y los recursos van en mayor cantidad a sostener y estimular el lucro, que esa es la idea. Si con algo genero plusvalía, ese algo es bueno, tal es el axioma. La salud, es un decir, ya no es un problema contable para las arcas fiscales, porque los más débiles, los enfermos, ancianos, bebés prematuros y madres adolescentes son quienes cargan con el peso de un sistema que les rompe los huesos y les destruye la sangre y la esperanza, mientras las empresas administradoras del sistema reparten alegremente utilidades.

Thatcher fue la dama capaz de sostener en público lo que la gente más aristocrática de su país se negaba a decir, que los pobres deben ser más pobres y los ricos más ricos, que el Estado es un nido de corrupción y lo que corresponde es desmantelarlo, salvo en lo punitivo, es decir policía, jueces o cárceles. Que los políticos (salvo ella, que también lo era, como todos los políticos que hablan en contra de los políticos) son gusanos o ratas. Y que finalmente lo que cuenta no es ir a votar, vaya ridiculez, sino ir a comprar, que cada cual puede comprar lo que le parezca y lo que sea capaz de comprar, porque los fracasados no merecen nada.

Margaret Thatcher estudió en Oxford. De clase media ella, no se sintió cómoda en compañía de aquellos intelectuales aristócratas o decadentes, y en su accionar político, años más tarde, se dedicó a desmantelar el sistema universitario británico, y de paso el de todo el mundo. No más conversaciones estériles, basta de grados académicos sin utilidad en el mundo real, vamos a lo práctico. Hemos ido a lo práctico, y hoy el mundo académico se rige por un férreo sistema de indicadores estandarizados que estimulan cualquier cosa menos el pensamiento libre. Para Thatcher, la libertad no es un valor humano, sino algo que se compra con dinero, en el mercado, que ahí está el quid de la existencia. Es el mercado, finalmente, quien dice si debe haber más o menos panaderías, más o menos librerías, más o menos tiendas, universidades, hospitales, aviones, malls o cafeterías.

Las convicciones (que no el pensamiento, sería mucho pedir) de Thatcher, Reagan y Pinochet nos ponen ante algo seductor: la valía del propio impulso, el fin de la burocracia estatal, el emprendimiento, la libertad de hacer, la individualidad floreciente aun a costa de la individualidad ajena. La forma del mundo, cúbica a la manera de un cubo de Rubik en tiempos de Stalin o Roosevelt, se ha ido haciendo, desde los 80, una mancha voraz de bordes siempre cambiantes e inalcanzables, bajo la mano de uñas nacaradas de la Dama de Hierro.

El dinero es un líquido que ingresa a lo que es o debería ser la propia grande, mediana o miserable empresa, en nuestra particular gasfitería, y navega airoso a través de las ferias libres, los centros comerciales, los malls, las cadenas de pizza, las empresas de telecomunicaciones, los proveedores de internet o de cable, los consorcios financieros, y en ese mundo todos nos sentimos más libres, más ansiosos, más desprotegidos, más sueltos, sabiendo que los ricos duplican, triplican, centuplican sus bienes mientras nosotros remamos como podemos para no hundirnos. Un empleado no es ya un empleado sino un productor de servicios. Un estudiante no estudia, sino que compra unos bienes relativos a la propia validación educacional. Una ciudad no es un espacio común sino una sucesión espasmódica de impulsos comerciales. Somos un planeta de empresas unicelulares.

Ante este panorama a todas luces ectoplásmico y rizomático la izquierda sigue con la idea vintage de tomarse el Palacio de Invierno y desde ahí encabezar una insurrección general en contra del sistema. Lo que ocurre es que el sistema ha dejado de tener materia y se resuelve en la externalidad y la movilidad de los capitales. Los países carecen de relevancia. El poder ha dejado de tener sede, de tener palacio y flota globalmente sin dar jamás la cara. En algún tiempo hubo cierta débil resistencia personalizada a la ola neoliberal, pero en estos tiempos cuesta encontrar a quien no desee poseer un smartphone, un auto o una empresa, esté muy a favor o muy en contra del maldito sistema. Al mismo tiempo, cuesta encontrar hoy a alguien que no considere, con Thatcher y Pinochet –por cierto amigos personales en sus bonanzas y también en los tiempos malos– que los políticos son una basura y la política una desgracia.

En cuanto a nuestra otra dama, Bachelet, apuntaba hace poco con lucidez Carlos Peña que su gente, es decir los socialdemócratas, carecen de un sistema alternativo. Si llegan a asumir el poder sólo pueden administrar el neoliberalismo, con algo de reticencia quizá pero tampoco con tanta, que si uno se pone difícil los capitales se fugan y los negocios se esfuman. Carece nuestra actual oposición de un sistema creíble de recambio. No han pensado o no han intuido los concertacionistas, si es que piensan, si es que existen, de qué manera el modelo thatcherista del mundo contemporáneo pudiera ser reemplazado por otro. Tal como ante la dictadura sí tenían una alternativa, la democracia, ante el neoliberalismo la verdad es que no han discurrido mucho nada, pese a ser profesionales. Y es así que la gente de a pie prefiere enojarse mucho con Lagos o con Bachelet que con los verdaderos malos.

Bachelet se ofrece, en verdad, apenas como una administradora buena onda del fundo thatcheriano, por no haber logrado por ahora articular otra cosa, y no es culpa de ella porque no se ve hoy en el mundo una alternativa al neoliberalismo incontrolado, veloz y fascinante.

Quizá nuestro discurso personal, el que llamea aún tibiamente en nuestro pecho, sea contestatario, antineoliberal. Tal vez odiemos todo el rollo thatcheriano. Pero nuestra práctica se resuelve finalmente en el mercado, en el nuevo modelo de auto deportivo o familiar, en el laptop de 4G o en la zapatilla deportiva desde cuya suela fosforescente nos sonríe, inmortal, la señora Thatcher.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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