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La convicción de Thatcher: tecnocracia e ignorancia en nuestra economía política

Marcos González y Gabriel Henríquez
Por : Marcos González y Gabriel Henríquez Estudiante de Doctorado en Sociología, University of Cambridge y MSc(c) en Economía Política Internacional, London School of Economics. Editores en Ballotage.cl
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La crisis política en Chile también nace de la tensión entre aquella desconfianza institucionalizada de la acción estatal en la provisión de bienestar público y las ingentes presiones que se le hacen desde la sociedad civil. Lo que ha venido a llamarse “neoliberalismo”, no ha venido a superar el dualismo Estado-Mercado, sino a consagrarlo y ponerlo en el centro de todas las discusiones, empobreciendo así a ambos lados del debate.


Recordando la muerte de Margaret Thatcher, hace ya más de dos meses, creemos apropiado reflexionar alrededor de su legado en lo que concierne a las ideas que su figura condensa; por qué, aún hoy, enciende tantos ánimos intensos. En tiempos de crisis en el mundo desarrollado y ante otras posibles alternativas, la contracción fiscal ha sido defendida, principalmente, con ideas que encuentran su más elevada expresión política en el legado del duo Reagan-Thatcher. Así, las políticas económicas se han concentrado en la reducción del déficit, gatillando, particularmente en el sur de Europa, dolorosos ciclos deflacionarios.

La revolución en economía política que encabezó la ex premier británica fue de una profundidad tal que puso un lapidario fin a las prioridades socioeconómicas que se establecieron pasada la segunda guerra mundial, redefiniendo el rol del Estado y de la política misma. Pero también ella representa otra transformación no menos profunda, concerniente al rol de los intereses, las ideas y la técnica en materias de gobierno.

Aquí una recapitulación es necesaria. Los acuerdos macroeconómicos de la postguerra estuvieron marcados por el tratado de Bretton Woods – de la mano de John Maynard Keynes–, que buscaba brindar estabilidad y establecer la supeditación del sistema internacional a las agendas domésticas de los países occidentales. El fundamento para un sistema comercial abierto y un flujo restringido de capitales fue el interés de mantener pleno empleo y estabilidad social interna; la memoria de la interguerra era aún reciente. Ello significó el establecimiento de controles a los efectos desestabilizadores de los flujos internacionales de capital y las devaluaciones competitivas, mediante un tipo de cambio fijo ajustable anclado en un patrón oro-dólar.

[cita]La crisis política en Chile también nace de la tensión entre aquella desconfianza institucionalizada de la acción estatal en la provisión de bienestar público y las ingentes presiones que se le hacen desde la sociedad civil. Lo que ha venido a llamarse “neoliberalismo”, no ha venido a superar el dualismo Estado-Mercado, sino a consagrarlo y ponerlo en el centro de todas las discusiones, empobreciendo así a ambos lados del debate.[/cita]

Se trataba, sin duda, de un tipo de tecnocracia, animado por una cierta idea de la economía y la sociedad. Empero, es importante recalcar, cómo se comprendía el rol de la técnica en política no es el mismo hoy, pues se trataba de una técnica implementada “sobre” la economía, ajena a ella, a la manera que una herramienta se usa – sin garantía de éxito – sobre un mecanismo que dejado a sí mismo se vuelve defectuoso. Esa era la manera en que, entonces, se intentaba evitar las catástrofes del pasado reciente.

No obstante, durante los 1960s el sistema económico internacional comienza a mostrar grietas, centradas en la economía estadounidense, que empieza a deteriorarse debido a los enormes gastos militares en Vietnam, una política monetaria expansiva – e inflacionaria – y la pérdida de competitividad ante Europa. EEUU entra en un déficit de cuenta corriente, financiado por la acumulación de reservas en dólares por europeos y japoneses, bajo la confianza de su conversión al oro. En 1971, en vista de la inestable situación doméstica, Nixon termina con el sistema monetario internacional mediante la suspensión de la convertibilidad. Luego vino el shock petrolero en 1973 y las respuestas mediante una política monetaria expansiva llevan la inflación al centro del debate. El acuerdo keynesiano se comienza a desquebrajar. Asimismo, las huelgas se multiplican y surgen presiones contra los mecanismos de protección de los mercados internos, mientras las industrias comienzan a moverse con rapidez a países con leyes laborales más “laxas”.

Las soluciones que surgieron fueron, en primera instancia, pequeñas, técnicas, limitadas a intentar mantener a flote un modo de coordinación económica que hacía aguas en multiples frentes. Ello gatilló el surgimiento de oposiciones políticas e intelectuales al consenso. Es interesante recordar que en los 60s y 70s comienzan a aparecer – desde la izquierda y la derecha – críticas a la “tecnocracia”. Esa palabra, que antes había incluso representado un ideal de gobierno, se vuelve peyorativa. Se entiende a los “técnicos” como una figura siniestra, poco empática, lejana y mezquina.

Esas aprensiones desembocaron en una crítica al Estado en sí mismo, al rol de la burocracia, una erosión de la autoridad garantizada institucionalmente y un cierto aire anti-intelectual que perdura notablemente en el mundo anglosajón. En ese contexto es que el monetarismo – muchísimo más diáfano que la síntesis keynesiana – se inserta y argumenta por una reforma profunda del rol del Estado, cuya única función macroeconómica se vuelve controlar la inflación a través de políticas orientadas a la oferta de dinero, desechando como prioridad reducir el desempleo. También surge una relajación de la regulación de la industria financiera y los flujos de capital, fundamental para comprender nuestro panorama actual.

Esto fue acompañado por una revitalización de la figura de Hayek. Aunque no exactamente del mismo paradigma que Friedman, ambos compartían su ardorosa desconfianza frente al Estado y sus expertos. También aportó a ello Buchanan y su Public Choice theory, que señalaba que votantes, políticos y burócratas no actúan en función del bien público, sino de sus propios mezquinos intereses. Ergo, mientras más se purgase de su intervención al mercado, mejor. Eso, a fin de cuentas, culmina en una retórica inexpugnable, que anima notablemente el discurso pro-austeridad: siempre se puede decir que el germen del “estatismo” ha contaminado a los mercados, que estaríamos mejor si fuéramos un poco más “puros”, si recibiéramos menos ayudas.

Así varía también qué es lo que se entiende por técnica: de una herramienta para reparar una máquina sobre la marcha – el Estado y la sociedad misma – se transforma en una jaula de hierro. En el primer caso la ideología estaba dada en lo que la técnica buscaba, en el segundo, en lo que prohíbe. Una “técnica” contra los antiguos “técnicos”: tecnocracia negativa, si se quiere. Lo que generalmente se omite es que con el ocaso de aquella forma de ser “experto”, oscurecen también los prospectos de la acción política, de actuar sobre el mundo modificándolo y no sólo acomodándonos a nuestra imagen de él. Ni hace falta mencionar que esa imagen, finalmente, tiene efectos distributivos sobre la riqueza que benefician a unos y perjudican a otros y fue propugnada, con especial vehemencia, por quienes tenían más que ganar con la liberalización de los flujos de capital y la reducción del Estado.

A lo largo de los 1980s y 1990s, las ideas fundantes del thatcherismo permearon el primer, segundo y el tercer mundo, con distintos grados de profundidad y con variaciones en su implementación, desde la persuasión a la abierta coerción en sistemas no democráticos (como en el caso chileno). El fin de la URSS dio aún más fuerza a la idea de un modelo único, condensado en el “Consenso de Washington”.

Desde entonces y a pesar de la desindustrialización, el aumento del desempleo, el crecimiento rampante de la desigualdad, la sobredependencia en los servicios financieros e incluso la reciente crisis del 2008, el paradigma inaugurado por Thatcher sigue informando con vigor la manera en que se comprende lo posible. Particularmente, en cómo se están resolviendo las crisis económicas en el sur de Europa, donde la receta ha sido sacada del mismo baúl: austeridad mediante la reducción del gasto público, y continua fijación con combatir la inflación cuando nos encontramos con deflación. El resultado político ha sido la erosión democrática, malestar ante un desempleo creciente y un clima de desconfianza que perdudará por años. Aparentemente, la economía se piensa separada de la sociedad; donde la sociedad misma, incluso, se forja y evalúa moralmente frente a los rigores de la prístina auto-regulación del mercado.

Toda idea necesita un poder que la difunda y le dé un carácter reconocible, que la narre y transmita claramente. Thatcher fue quien encarnó aquella ascensión del monetarismo y la desconfianza en el Estado; su brazo retórico, político. No es casualidad que en su período hayan florecido numerosos think tanks pro-mercado. Alrededor de esto, se cimenta una constelación de intereses, que desean redistribuir las prioridades económicas para su servicio; ideas, que dan el sustento moral y político; y técnicos que provean argumentos para validar un conjunto determinado de políticas. El estado actual de España y Grecia muestra la fuerza que estas medidas han tenido, a pesar de sus brutales resultados.

Sólo desde hace poco, particularmente debido al descrédito de una influyente investigación sobre los peligros de una elevada deuda pública para el crecimiento (en “Growth in a Time of Debt” de Rogoff y Reinhart), que proveyó el argumento necesario para quienes priorizan la reducción inmediata de los déficit fiscales, se ha cuestionado el aparente consenso pro-austeridad. Incluso la inflexible fijación de la política monetaria a metas de inflación ha sido desafiada por la llegada de Mark Carney al Banco de Inglaterra, quien propuso en su lugar una meta de crecimiento, lo que ha tenido ecos también en la Reserva Federal de Estados Unidos. Sin embargo, para quienes comulgan con el paradigma pro-austeridad, el testimonio de cualquier experto que discrepe con ellos es sospechoso y se puede ignorar impunemente. La desconfianza en la experticia de otros se ha extendido a todas las formas de conocimiento humano: se debe dejar solo a aquel mecanismo automático pues, independiente de sus consecuencias, ello es siempre mejor que cualquiera de nuestras intervenciones.

Y aún, frente a todas estas evidencias, la nueva técnica – lo que se deja que pase más que lo que se hace – es intachable. Ya había sucedido el 1997 en la crisis asiática, cuando se acusó a aquellos países de ser modelos corruptos de capitalismo, habiéndose desviado del modelo occidental. Luego el FMI implementó un conjunto de recortes fiscales y reformas intrusivas que causaron la profundización de la crisis y el posterior alejamiento de los países del Este de Asia del FMI hacia la autonomía mediante la acumulación de reservas internacionales. Incluso se puede mencionar el lunes negro de 1987, con Thatcher aún en el poder, cuando el inmaculado castillo de cartas se desarmó, ni por primera ni por última vez.

De algún modo, la crisis política en Chile también nace de la tensión entre aquella desconfianza institucionalizada de la acción estatal en la provisión de bienestar público y las ingentes presiones que se le hacen desde la sociedad civil. Lo que ha venido a llamarse “neoliberalismo”, no ha venido a superar el dualismo Estado-Mercado, sino a consacrarlo y ponerlo en el centro de todas las discusiones, empobreciendo así a ambos lados del debate.

Al respecto, quisiéramos sugerir que hace falta pensar las consecuencias que comprender así la técnica tiene sobre al menos tres materias. Primero, sobre cómo nuestras opciones son limitadas a priori por lo que se piensa posible, y por lo tanto, sobre los efectos que esto tiene sobre la democracia. En lo medular esto implica un sinceramiento sobre la fijación de prioridades económicas de manera democrática, con la ayuda de la técnica, o la sumisión de la democracia a esta, siendo ambas soluciones eminentemente políticas: distribuyen recursos, costos y beneficios. Segundo, sobre cómo, al limitar lo posible de antemano, las crisis económicas – la del 2008 y todas las venideras – ya han sido explicadas antes de que sucedan como un desvío, una corrupción de una idea perfecta. Tercero, y más fundamentalmente aún, sobre la necesidad de ser modestos, nuevamente, respecto de nuestro conocimiento nos permite hacer o prohibir. En resumidas cuentas, sobre la necesidad de acercarnos a la economía y la política con una mínima perplejidad – necesaria para aprender – que ni Thatcher, ni Cameron, ni nuevos ni viejos expertos se han permitido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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