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Financiamiento de la Educación Superior: discutamos en serio

Cristóbal Villalobos
Por : Cristóbal Villalobos Cristóbal Villalobos Académico Facultad de Educación UC Subdirector CEPPE UC
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Su lógica olvida varias cosas. Por una parte, implica una visión ingenua –pero profundamente difundida en algunos círculos académicos- de las desigualdades: si se “empareja la cancha”, el problema de la desigualdad se acaba. La desigualdad o las brechas de equidad es un problema no sólo de emparejamiento, sino de justicia, lo que no lo limita al inicio de redistribuciones en los primeros años, sino también a la infancia, adolescencia y adultez.


En una columna publicada el pasado miércoles 26 de Junio, Andrés Hernando analizó los problemas que a su juicio tendría la propuesta esbozada por Claudia Sanhueza para entregar educación superior gratuita, indicando que esta sería consustancialmente inequitativa. En esta ocasión, el economista centró su argumentación en tres elementos: i) Indicar —comparando el financiamiento de la educación con la compra de autos— que el financiamiento vía impuesto a las personas de altos ingresos es regresiva; ii) Que la estrategia propuesta por Sanhueza generaría desincentivos al estudio y esfuerzo escolar, con evidentes problemas en la “acumulación de capital humano” y; iii) Que, por lo anterior, no parece sensato financiar la educación gratuita con impuestos generales, ya que es “innegablemente regresiva” y, por lo tanto, se debe pensar en mejores usos alternativos de ese dinero.

La argumentación de Hernando tiene una serie de debilidades. En primer lugar, y algo que parece evidente para cualquier lector medianamente razonable —que no es lo mismo que racional— es que poner en comparación la compra de un auto con el financiamiento de la educación es, a lo menos, bastante simplista. No sólo porque la educación puede concebirse como un derecho social y no un bien como cualquier otro, sino porque, desde el punto de vista estrictamente económico, la educación tiene propiedades que los autos no tienen. Por una parte, la educación tiene externalidades positivas, ya que sus resultados se expanden más allá de quienes se ven beneficiados impactando en  la sociedad en general, al contrario de lo que ocurre con los autos. Además, la educación tiene algunas propiedades de un bien público o semipúblico, donde, si bien es posible excluir a otras personas, el que una persona lo use no significa necesariamente que otra deje de usarlos, lo que explica la necesidad de generar las condiciones para que sea entregada con altos niveles de equidad o calidad.

[cita]Su lógica olvida varias cosas. Por una parte, implica una visión ingenua —pero profundamente difundida en algunos círculos académicos— de las desigualdades: si se “empareja la cancha”, el problema de la desigualdad se acaba. La desigualdad o las brechas de equidad es un problema no sólo de emparejamiento, sino de justicia, lo que no lo limita al inicio de redistribuciones en los primeros años, sino también a la infancia, adolescencia y adultez.[/cita]

En segundo lugar, Hernando indica —hay que reconocer, con justeza— que si se mantiene la estructura actual, los beneficiarios de la educación superior serán mayoritariamente de 2 o 3 deciles (o estrictamente, centiles) de mayores ingresos, lo que parece ser un dato inequívoco de la regresividad de la medida. A propósito o no, Hernando olvida que las demandas estudiantiles, diversos estudios y propuestas políticas abordan la gratuidad sólo como una dimensión dentro de un rediseño mayor de la estructura de la educación superior. Así, se supone una estructura “fija”, siguiendo la lógica de análisis de “ceterisparibus” sin entender la integralidad de las reformas políticas. Es obvio que la generación de gratuidad debe ir acompañada  de un cambio en el sistema de admisión, acreditación de carreras y de la oferta de estas, lo que el autor omite. De esta forma, genera un argumento infinitamente circular. El ejemplo positivo de la incorporación de sistemas de educación más equitativos (como el de la USACh o el aplicado tibiamente el año pasado por el CRUCh) muestran que es posible romper este círculo.

En tercer lugar, Hernando parece tener una visión hiper-racional del ser humano, al indicar que “ya no se paga la universidad por lo que cuesta la carrera que se estudia, sino por lo que se produce después, esto genera evidentes desincentivos a estudiar carreras relativamente mejor remuneradas”. En palabras simples, el autor quiere decir que los estudiantes decidirán estudiar carreras bajamente remuneradas (como Educación, Trabajo Social, algunas Humanidades y la mayoría de las Artes) para no pagar impuestos. ¿Parece esto lógico? No, principalmente por dos razones. Por una parte, vale la pena preguntarse si durante 40 o 100 años los estudiantes han elegido carreras poco rentables, ¿por qué debería producirse lo contrario, por tener que pagar un impuesto? Junto con esto, la lógica de Hernando es discutible desde el punto de vista de cualquier teoría sociológica y de muchas económicas, si incorporamos en la decisión de elección algo más que la remuneración, como el “interés” por alguna profesión, o —quizás más extraño para el autor—, la “vocación”. En este punto, el argumento parece casi imposible de defender, ya que confunde racionalidad de acción con racionalidad economicista.

Finalmente, el autor insiste en indicar que el costo alternativo de financiar la educación gratuita es muy alto: “¿Cuánto podríamos hacer por estos niños si destináramos los fondos que pagarían la universidad del 10 % más rico a ayudarlos antes de que se abran estas brechas?”. Su lógica olvida varias cosas. Por una parte, implica una visión ingenua —pero profundamente difundida en algunos círculos académicos— de las desigualdades: si se “empareja la cancha”, el problema de la desigualdad se acaba. La desigualdad o las brechas de equidad es un problema no sólo de emparejamiento, sino de justicia, lo que no lo limita al inicio de redistribuciones en los primeros años, sino también a la infancia, adolescencia y adultez. ¿O acaso no nos interesan las desigualdades después? En segundo lugar, el argumento se sustenta sobre la lógica de la focalización, que indica que siempre y en cualquier circunstancia es bueno especificar una política al “público objetivo”. Esta lógica olvida que, cuando existen problemas sociales extendidos —como las imposibilidades de financiamiento de la educación superior que tienen la inmensa mayoría de los chilenos—, la universalidad puede ser más eficiente y viable que la focalización, pues el costo social y económico de seleccionar a la mayoría de los sujetos que pueden costear el beneficio es menor que el costo de no seleccionar a los que sí lo necesitan, ahorrándose, además, los inmensos costos del montaje de un sistema que cualquier proceso de focalización requiere.

La gratuidad de la educación superior es evidentemente una propuesta que generará discusión y análisis de distintos actores de la sociedad. Sin embargo, esta discusión debe hacerse de manera seria y sin argumentos circulares o bajo supuestos que no se condicen con la realidad, como Andrés Hernando realiza frecuentemente en su columna.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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