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Elecciones presidenciales: entre dos ideas de justicia

Eduardo A. Chia y Victor Soto M.
Por : Eduardo A. Chia y Victor Soto M. Abogados. Investigadores Instituto Igualdad
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Por supuesto, no estamos diciendo que Michelle Bachelet y la Nueva Mayoría restablecerán en cuatro años la lógica republicana o que la épica de la igualdad motivará a su gobierno de la manera que lo desearían los movimientos sociales. Sin embargo, sí está suficientemente claro que podría tratarse de un primer paso en la dirección correcta


En una entrevista reciente, el filósofo y académico estadounidense Michael Sandel se ha referido elocuentemente a la actual crisis de legitimidad del Estado democrático. El problema, a su juicio, es que “los discursos públicos están vacíos de los grandes temas éticos”. Ya no se hablaría de temas como la justicia, la desigualdad o el papel de los mercados.

Sandel sostiene que, hoy en día, este vaciamiento del discurso se encubre bajo el dogma del mercado; las reglas del mercado –se cree– constituirían un modo neutral de solución de los conflictos sociales. El resultado, sin embargo, es la “pérdida de confianza en las instituciones”. Y es que, antes que ser un dispositivo neutral de resolución de problemas sociales, lo que hace el mercado es privatizarlos. Así ha ocurrido en nuestro país con la educación, la salud, los fondos de pensiones e incluso el voto al hacerlo voluntario. Las instituciones públicas se resienten porque ya nadie desea recurrir a ellas; lo público está hecho para la gente que “botó la ola”: aquellos que quedaron fuera –según algunos, debido a su propia culpa –de los beneficios derivados de la modernización capitalista.

Pero lo más grave de esta situación es que el propio discurso público se transforma y empobrece. Las políticas públicas dejan de justificarse en atención al bienestar general de la comunidad y empiezan a justificarse según el grado de satisfacción de las preferencias subjetivas. Bajo esta óptica, los bienes públicos devienen necesariamente transables en el mercado; el ciudadano, es decir, aquella persona interesada en los asuntos de la polis, cede paso frente al sujeto privado, aquel individuo preocupado exclusivamente de sus negocios particulares. En tal contexto, la lógica de la igualdad es absorbida por la lógica del dinero.

[cita]Por supuesto, no estamos diciendo que Michelle Bachelet y la Nueva Mayoría restablecerán en cuatro años la lógica republicana o que la épica de la igualdad motivará a su gobierno de la manera que lo desearían los movimientos sociales. Sin embargo, sí está suficientemente claro que podría tratarse de un primer paso en la dirección correcta[/cita]

Aquello, como dijo Taylor (1985: 187), da cuenta de la consolidación de un modelo de sociedad diseñado para satisfacer los intereses de sus miembros aislados considerados como unidades al servicio de objetivos personales, donde la sociedad tiene un valor puramente instrumental para los distintos grupos de intereses. Esto implica que los principios básicos constitutivos de la ordenación social deben orientarse a la distribución de los bienes económicos y al arbitraje de las demandas en constante competencia entre estos individuos.

De ese modo, al aplicarse la lógica mercantil a la ciudadanía se modifica el significado y valor de ésta. ¿Por qué? Porque, bajo la lógica del mercado, el sufragio se reduce a una especie de vulgar compraventa: los políticos se dedican a “captar” votos, mediante una oferta atractiva para el eventual consumidor político. El ciudadano deviene cliente.

Esta trastoque de los valores se aplica, también, a la educación: si la educación empieza a ser entendida como una compraventa de títulos académicos, el significado mismo de la educación se altera. De ahí que sea muy distinta una educación enfocada en crear ciudadanos, preocupados de los asuntos de la comunidad, que una educación individualista, enfocada en la conformación de sujetos aptos para competir en el mercado. No es lo mismo, tampoco, una política pública educacional orientada al fomento del lucro en la educación, que una política educacional que lo prohíbe. Ni se asemeja una política educacional orientada a la gratuidad universal, con una donde se tolere que quien pueda pagar un mejor precio acceda a una mejor educación que quien esté imposibilitado de pagar ese mayor valor.

Alguien podría argumentar que la desigualdad producida por el mercado es el precio necesario que deberíamos pagar si queremos el ansiado “desarrollo económico”; que lo único que una buena política pública debe intentar remediar es el problema de la pobreza. Desde una vertiente liberal, esto podría tener asidero. Sin embargo, ello no es así desde una óptica democrática y republicana.

La igualdad democrática no se agota única y exclusivamente en la igualdad ante la ley (la llamada “igualdad formal”), sino que ella incorpora al menos algunos aspectos de la igualdad material. Por un lado, el proceso democrático presupone la igualdad de todas las opiniones expuestas en el espacio público. Sin embargo, para que todas las opiniones valgan efectivamente lo mismo, es preciso que todos los participantes estén relativamente informados de los problemas de la comunidad. Por otro lado, la igualdad democrática se frustra si una parte de los ciudadanos no tiene cubiertas sus necesidades básicas. Más aún, la igualdad democrática se resiente cuando los ciudadanos no pueden participar en un plano de igualdad en la resolución de sus problemas comunes.

En ese sentido, la desigualdad –sostiene Sandel– es un problema más allá de la pobreza: “Si la brecha entre ricos y pobres se vuelve muy grande… las personas empiezan a vivir vidas cada vez más separadas, en distintos barrios, distintos medios de transporte, distintos médicos, dejan de convivir en los espacios públicos”. Esta clase de problemas están ausentes del discurso público en la mayor parte de las democracias occidentales. Pese a ello, han irrumpido fuertemente en el debate público chileno, gracias a la acción de los movimientos sociales. Asimismo, intelectuales públicos como Fernando Atria han incorporado al debate nacional muchas de estas ideas, las cuales actualmente se discuten en diversos foros académicos y centros de estudio. Y parte de este ímpetu –no cabe duda– atraviesa el debate presidencial, pues se ha integrado, en parte, a los eventuales programas de gobierno.

Lamentablemente, la falta de competitividad de la presente elección ha tendido a desdibujar este hecho. Sin embargo, no por eso se podría afirmar de modo majadero y categórico que ambos discursos programáticos en competencia son “dos caras de la misma moneda”. En efecto, ello no es así, pues el discurso de fondo que subyace a ambos programas muestra de manera clara que estos perfilan dos concepciones de justicia política que propugnan visiones absolutamente distintas de la sociedad.

A este respecto, el eje programático de la Nueva Mayoría, si bien no es suficientemente socialista y no dejará satisfechos a quienes abogan por un cambio radical en nuestras instituciones, posee un contenido ético con pretensiones igualitaristas que genera una ruptura con la idea de justicia que la sociedad chilena consintió por 25 años, y que la candidata de derecha quiere mantener. Hoy en día, es posible apreciar en nuestro país que, paulatinamente, se ha ido dando paso a un cambio discursivo sobre la concepción de lo público y de la justicia. Así, es positivo que volvamos a hablar de una educación para todos, de una salud pública de calidad, de participación ciudadana y de rescatar ciertos valores republicanos que se han extraviado. La misma idea de una reforma tributaria con fines redistributivos apunta a un rescate del principio de solidaridad. Por su parte, la idea de Nueva Constitución vuelve a poner sobre el tapete la participación del pueblo en la configuración de sus instituciones básicas, terminando con casi veinticinco años de fetichismo institucional y alienación constitucional.

Este aspecto innovador del mentado programa se ve iluminado precisamente por la reacción destemplada de la derecha frente a sus anuncios más importantes, invocando nuevamente los viejos fantasmas de la campaña del terror y la oposición radicalizada, una que previsiblemente negará “la sal y el agua” al probable futuro gobierno.

Ese miedo irracional, esa defensa torpe del statu quo, tiene que ver con lo que el filósofo estadounidense denuncia, a saber: el vaciamiento progresivo del discurso público y la infestación de la lógica mercantil y privatista sobre casi todos los espacios de nuestra comunidad. Sólo así se entiende la siguiente frase del Ministro Cristián Larroulet: “Los chilenos en la cámara secreta van a tomar una decisión: ¿estoy yo y mi familia mejor que en 2009, cuando terminó el gobierno de Michelle Bachelet?”. Como se observa de sus dichos, no se trataría de que el país mejore, sino de que lo haga el individuo aislado y (eventualmente) su familia.

Por supuesto, no estamos diciendo que Michelle Bachelet y la Nueva Mayoría restablecerán en cuatro años la lógica republicana o que la épica de la igualdad motivará a su gobierno de la manera que lo desearían los movimientos sociales. Sin embargo, sí está suficientemente claro que podría tratarse de un primer paso en la dirección correcta, muy por lejos de los lugares comunes que propicia el liberalismo más descarnado que, contra toda lógica, la candidata de derecha pretende defender y perpetuar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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