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Capuchas en el norte: entre el amor y la anarquía Opinión

Capuchas en el norte: entre el amor y la anarquía

Jaime Retamal
Por : Jaime Retamal Facultad de Humanidades de la Usach
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Inquieta esa tan nuestra y mediática “normalización de los desastres”, porque será el marco perfecto para obviar lo que hay que pensar de verdad: el tsunami social que nos arrastra; y lo peor, será nuevamente la perspectiva normalizadora ideal para tratar a esos “encapuchados” y sus “barricadas del norte” tal cual como esos policías italianos no comprendieron a una inofensiva okupa bonaerense llamada Soledad Rosas.


A veces, cuando pienso lo que sería (o es) vivir al límite, siempre vuelve a mí una historia que me desgarró cuando llegó a mis manos y que la leí con extrema fruición, pero al mismo tiempo con una feroz culpa. Es la historia de Soledad Rosas, que tal vez para ustedes –como lo fue para mí, hasta que la leí– es un nombre que no decía (o dice) absolutamente nada.

Lo confieso. Sólo tomé el libro sobre su biografía de una estantería de perros, perdido en una librería tan vagabunda como mis pasos en una calle sin historia del barrio de Boedo, allende Los Andes, sólo, digo, porque el autor era Martín Caparrós. No obstante mi arribismo literario, esas páginas me enfrentaron con una historia de amor de una mujer que, como Ana Karenina, fue capaz de llegar al límite porque precisamente lo bordeó con ese mismo tenaz amor que lo vivió. Con la pequeña diferencia de que Soledad Rosas no fue un personaje, digamos, literario.

El resumen de su historia parece sencillo. Soledad Rosas fue una joven mujer argentina injustamente acusada de ecoterrorismo en Italia, burdamente vinculada a una serie de ataques por el sólo hecho de vivir entre okupas en Turín, hasta donde había llegado buscando otra vida, detenida y encarcelada en una horrible cárcel sanatorio, encontrada muerta por propia decisión –colgada– después de saber que su pareja okupa, a la sazón también encerrado, había tomado ya la misma opción.

[cita]Hace ya un tiempo que nos acostumbramos en nuestro país a poner todo en un mismo saco semántico: capucha-fuego-barricada-violencia-anarquismo. El último gobierno de derecha –como es normal, por lo demás– nos mal acostumbró a este tipo de lenguaje. Y como un inepto policía no nos detenemos siquiera a pensar con mayor perspectiva qué está pasando en el cuadro general. Nos conformamos con enviar a las “Soledad Rosas” a la cárcel y no afrontamos el verdadero desafío de comprensión político-antropológica que nos impone el anillo semántico capucha-fuego-barricada-violencia-anarquismo.[/cita]

Parece sencilla, pero Caparrós se encarga con belleza (ahí la culpa del lector) de contar esta historia que nos recuerda que el futuro que deseamos no es una categoría temporal, sino siempre y obstinadamente espacial, pues en verdad la felicidad siempre se encarga para estar en otra parte que precisamente el lugar donde estamos. Al menos, si no es así para todos, para quienes sufren de la desdicha, parece una verdad irrefutable.

Al terminar la biografía de Soledad uno descubre de inmediato, casi como un antropólogo natural, que todos somos de alguna manera esos policías ineptos e inescrupulosos. A veces vemos lo extravagante, lo estrafalario o lo supuestamente anormal y no perdemos ni un segundo en catalogarlo de “violento”, “criminal” y hasta “inhumano”. ¿Qué habrán pensado esos policías turineses al ver cotidianamente a esos jóvenes okupas, veganos, animalistas, que practicaban la urinoterapia o las huelgas de silencio? Tal vez lo mismo que pensaríamos nosotros si nos encontráramos con el mismo escenario pretendidamente autónomo o postcapitalista. Tampoco perderíamos tiempo para encasillarlos como “seres violentos”. O, como está de moda decir hoy, entre el intelectualismo de los medios, no gastaríamos ni un minuto en reflexionar y dejaríamos que los prejuicios se apoderaran de inmediato de nuestro lenguaje para fijarlos como “anarquistas”, palabra de moda –insisto– que, si lo pensamos bien, para el caso, es lo mismo que decir “seres violentos”.

Hace ya un tiempo que nos acostumbramos en nuestro país a poner todo en un mismo saco semántico: capucha-fuego-barricada-violencia-anarquismo. El último gobierno de derecha –como es normal, por lo demás– nos mal acostumbró a este tipo de lenguaje. Y como un inepto policía no nos detenemos siquiera a pensar con mayor perspectiva qué está pasando en el cuadro general. Nos conformamos con enviar a las “Soledad Rosas” a la cárcel y no afrontamos el verdadero desafío de comprensión político-antropológica que nos impone el anillo semántico capucha-fuego-barricada-violencia-anarquismo.

Pero a veces la ceguera cotidiana da paso, por causas completamente naturales, a destellos de comprensión. Y lo digo también por mí (no se crea que estoy escribiendo sobre un pedestal de luz y moral). Digo esto porque cuando la capucha y la barricada tienen de telón de fondo un terremoto natural, como el que estamos viviendo en el norte de nuestro país, que pone en evidencia otro terremoto más profundo y radical –el terremoto social de Arica a Magallanes–, parece que la violencia adquiere todo su sentido y magnitud. Pensémoslo bien. Quien diga que la violencia en general o esa violencia en particular que esta ocurriendo en el norte de nuestro país, no tiene sentido, erra. Lo digo porque los mismos de siempre están ya diciendo lo mismo de siempre al observar “las inexplicables” barricadas. Las exclamaciones y las peticiones de sanciones no se están haciendo esperar. El tufillo a “orden portaliano” se siente de lejos en las nuevas autoridades de gobierno que, aunque nuevas en los cargos de mando, no son nuevas en las lógicas del poder tradicional chileno. Es simple y complejo a la vez. No se ve el terremoto social que precede a todo ese deterioro físico estructural. Menos todo ese tsunami social de años de desplazamiento y en nuestras propias narices.

¿Qué pasa cuando escuchamos atentamente a ese anciano con su departamentito ya sin futuro que tanto sufrió por tener; a esa mujer que pide agua para sus hijos; a esos niños que no tienen escuela (y sabemos que las escuelas para esos niños son más que una escuela) donde ir? Creo que el consuelo no está en achacar todo a, por lo demás, una archisabida condición sísmica, pues esa misma archisabida condición, debiera ser, por ejemplo, el mismísimo punto de partida para cualquier política seria de viviendas, cuestión que a la vista no es así.

¿Por qué no es así? El cotidiano no nos permite ver con claridad la respuesta a esta simple pregunta, la rutina del trabajo, del “parar la olla”, o el simple disfrute que en pequeñas dosis uno sabe encontrarle a la vida, por muy pobre que ésta sea, nos hace olvidarla obstinadamente. Pero sabemos muy bien la respuesta, en el fondo todos la sabemos. El punto es que en estas situaciones límite, es decir, cuando el límite emerge con toda su fuerza, lo que sabíamos de siempre se torna insoportable, más aún si pudimos haber hecho algo por ello, para que al menos no fuera así de invivible.

Pero el show debe continuar y no sé, a veces de verdad que no sé, si inquieta más el desastre social del terremoto o la presencia de nuestro “gran padre caritativo benefactor” en la zona de la catástrofe, quien, seguro, ya estará pensando una maratón de TV “Chile ayuda a Chile”. Creo que es lo segundo, porque lo primero no inquieta, da rabia.

Inquieta esa tan nuestra y mediática “normalización de los desastres”, porque será el marco perfecto para obviar lo que hay que pensar de verdad: el tsunami social que nos arrastra; y lo peor, será nuevamente la perspectiva normalizadora ideal para tratar a esos “encapuchados” y sus “barricadas del norte” tal cual como esos policías italianos no comprendieron a una inofensiva okupa bonaerense llamada Soledad Rosas.

Es una historia de nunca acabar. Estas víctimas parece que no tienen otro guión desde cual podamos contar su historia, pues invariablemente seguirán atrapadas entre el amor y la anarquía, que es mucho más que vivir entre el fuego y la capucha… y Caparrós, eso, lo narra a la perfección.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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