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Todos juntos contra el Estado Subsidiario

Francisco Arellano
Por : Francisco Arellano Militante de Comunes.
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Acabar con el Estado Subsidiario pasa por incorporar nuevos y amplios intereses sociales hoy excluidos del pacto de la transición para democratizar nuestra sociedad. Se trata, en definitiva, no de la aplicación de políticas públicas más o menos “correctas” técnicamente, sino de afrontar la necesidad de una redistribución del poder.


La pregunta sobre qué es avanzar ha sido siempre una dificultad y debate al interior de la izquierda. Así lo transmite Pablo Paredes, Coordinador Nacional de Revolución Democrática, en su reciente columna “¿Una revolución chilena?”, al comentar su conversación con un dirigente sindical uruguayo.

Construir una centralidad política es un desafío permanente para las fuerzas que se proponen la transformación social. Es infinito el número de los campos de acción posibles en un momento histórico determinado, a la vez que innumerable la cantidad de hombres y mujeres que han dado su vida tratando de superar este modelo de sociedad y han sido derrotados políticamente, más allá de sus nobles y sinceras intenciones. Una centralidad política clara y definida es lo que permite construir unidad entre fuerzas y miradas legítimamente distintas, a la vez que superar la retórica de las críticas de “exceso de izquierdismo”, por un lado, y “exceso de pragmatismo”, por el otro, que tanto abundan estos días.

Desde la Fundación Nodo XXI e Izquierda Autónoma hemos trabajado una respuesta que me parece pertinente para el debate que abre la columna de Paredes. Nuestra propuesta es que la centralidad de las fuerzas democráticas debe ser desmantelar el Estado Subsidiario.

El Estado Subsidiario es fruto de la alquimia política de Jaime Guzmán y resultado de la alianza social y política que a poco andar toma las riendas de la dictadura que realiza la revolución más grande que ha conocido la historia de este país. El Estado Subsidiario es mucho más que aquello que dice –o, más bien, no dice– nuestra Constitución. Se trata de una forma de disponer de la institucionalidad democrática supuestamente orientada a promover los intereses comunes de la sociedad –el Estado–, donde éste queda subordinado a la iniciativa de los particulares. No es que haya “menos Estado”. El aparataje y burocracia que se requieren para subsidiar Transantiago o financiar el Crédito con Aval del Estado (CAE), el AUGE, las AFP, y tantas instituciones más, es gigantesco. El tema es que ese gigante está impedido de actuar de acuerdo a la soberanía ciudadana para promover un determinado curso social: debe ser “neutro” ante las iniciativas privadas, y dejar que sea la ley de la oferta y la demanda la que decida el rumbo de la sociedad.

[cita]Acabar con el Estado Subsidiario pasa por incorporar nuevos y amplios intereses sociales hoy excluidos del pacto de la transición para democratizar nuestra sociedad. Se trata, en definitiva, no de la aplicación de políticas públicas más o menos “correctas” técnicamente, sino de afrontar la necesidad de una redistribución del poder.[/cita]

Esta concepción del Estado, que en Chile alcanza una profundidad inédita en el mundo, vuelve inocuas muchas de las estrategias y discursos con los que la izquierda acostumbraba a combatir al capital. A los chilenos no nos dice nada la disputa “Estado vs. Mercado”, pues en Chile más Estado puede perfectamente significar ¡más mercado! En ese sentido nuestra convicción es que lo único que representa un efectivo retroceso del mercado es mayor injerencia de la sociedad en la definición del curso social, es decir: más democracia.

Con esta brújula en mano, ahora es posible responderle al sindicalista uruguayo. ¿Cómo va la revolución chilena? Más o menos no más.

En el ámbito laboral la iniciativa del Gobierno ha estado reducida a una tímida y oblicua promoción de los derechos individuales, sin avances en derechos colectivos, la gran víctima de la reforma laboral de la dictadura. Las reformas anunciadas: fin al reemplazo en huelga, eliminación de la extensión de beneficios y negociación colectiva en rama, representarían un avance muy importante en términos de democratización de las relaciones laborales, sin embargo, cada día son más sombríos los anuncios de los preparativos que está sufriendo esta reforma antes de su entrada al Congreso. La propuesta de la comisión asesora presidencial para una reforma en salud, de un fondo mancomunado con todas las cotizaciones y un seguro único público, sería un enorme avance si se llegase a concretar. En pensiones todavía estamos a la espera de lo que salga de la comisión Bravo, mientras tanto, ya resulta claro que una AFP estatal no tiene nada que ver con cambiar el Estado Subsidiario.

Donde debiésemos mirar con mayor detención es en educación. Es aquí donde hay mayores posibilidades y más altas expectativas de un cambio respecto del modelo heredado de la dictadura. Esta posibilidad no se debe a ninguno de los partidos de la transición, sino a la enorme fuerza social que ha venido presionando desde los noventa por un cambio en educación, y que se cristalizó el 2011 en la consigna de “educación pública, gratuita y de calidad”. Siguiendo la descripción anterior, la construcción de una nueva educación pública es el opuesto absoluto y, por tanto, el enfrentamiento de mayor radicalidad en nuestras condiciones históricas, al Estado Subsidiario.

Lamentablemente, a pesar de todas las condiciones con que se contaba, el año 2014 ha sido uno en el que la subsidiariedad ha retrocedido poco. Incluso amenaza con potenciarse. El fortalecimiento de la educación pública quedó postergado y, en cambio, el Gobierno decidió empezar por los proyectos de fin al lucro, fin a la selección y fin al copago en educación escolar, es decir, proyectos para regular la iniciativa privada. A pesar de esto, cumplir estos objetivos representaba una buena oportunidad para alterar el rol del Estado en educación, sin embargo, ese no fue el camino que eligió el Ministerio.

Para acabar con el copago se podría haber hecho lo mismo que en otros países, donde el Estado llega a un acuerdo con las distintas iniciativas privadas que le interesa promover. Esto hubiese permitido incentivar los proyectos educativos privados que son un aporte para la sociedad chilena, incluyendo los confesionales, y excluir a los que lucran, a la vez que se podría haber cambiado la lógica del subsidio a la demanda. Sin embargo, el gobierno propone eliminar el copago subiendo el subsidio de todos los colegios por igual, es decir, con «neutralidad».

De todas formas, hay algunos avances en el proyecto. Por ejemplo, se contempla que el Ministerio de Educación tendrá la posibilidad de no otorgar subvención a nuevos colegios donde la demanda ya esté satisfecha, permitiendo ejercer cierto grado de supervigilancia sobre la oferta educativa. Esto en parte fue relativizado por el acuerdo con la Iglesia, donde ahora la negativa del Gobierno requerirá, además, que exista diversidad de proyectos educativos en la comuna.

Desde aquí se ve cuán estéril es la polémica sobre la penalización del lucro. El Gobierno, en acuerdo con la Iglesia, se propone permitir los arriendos, es decir, dejar abierta una puerta para la extracción de utilidades. De penalizarse el lucro, se penalizaría el lucro “no legal”, lo cual en sí mismo es un poco carente de sentido, pero más grave aún, poco tiene que ver con aquello que se supone es el objetivo de esta reforma.

Acabar con el Estado Subsidiario pasa por incorporar nuevos y amplios intereses sociales hoy excluidos del pacto de la transición para democratizar nuestra sociedad. Se trata, en definitiva, no de la aplicación de políticas públicas más o menos “correctas” técnicamente, sino de afrontar la necesidad de una redistribución del poder.

¿Cómo va la revolución chilena? La posibilidad de abrir los estrechos márgenes de la política de la transición sigue abierta. Hacerlo requiere un amplio acuerdo de las fuerzas sociales y políticas que, tal como se hizo el 2011, empujen los límites de lo posible y logren la primera reforma antineoliberal en democracia. La pelota está en nuestra cancha.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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