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Universidad y dictadura: el capitalismo académico como jaula de hierro

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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La sensibilidad académica que acompaña a estas orientaciones humanísticas de un proyecto universitario cuyo prestigio va ligado al reconocimiento de las artes y las ciencias sociales (que tanto intimidan a un segmento integrista de la sociedad chilena), no puede ser regulada por las pautas “objetivas” de la investigación científica adscritas a reglas metodológicas invariables. Las mutaciones disciplinares que modifican los campos de estudio en la escena de la creación y el pensamiento contemporáneos, obligan a que se diversifiquen y flexibilicen.


En la sociedad chilena, luego de las transformaciones que tuvieron lugar a comienzos de los años 80, presenciamos la configuración de un sistema terciario de educación que permitió la consolidación de un “rubro rentable” para la iniciativa de privados durante las últimas tres décadas. Un sector de “servicios educacionales” que se benefició –empresarialmente– de la dinámica de los “mercados emergentes”. Tal consolidación de la “industria de educación terciaria” ha sido consecuencia del desmantelamiento implementado entre 1973 y 1981 de la Universidad que cumplía la misión de asegurar el derecho universal de formarse en los diferentes campos del saber, hasta que la desestructuración del aparato público y la expansión de una hegemonía neoliberal hizo que las instituciones universitarias fueran sometidas a las lógicas mercantiles instauradas desde la LOCE hasta hoy.

Este proceso nacional –que intenta ser revertido parcialmente por la reforma de la Nueva Mayoría– obedece a un contexto global de mercantilización del conocimiento y tecnocratización de las funciones de las instituciones de Educación Superior que implanta la “universidad-empresa” para asegurar el aumento de productividad del “capital humano” inserto funcionalmente en las nuevas relaciones mercantiles de la globalización capitalista. En el plano local existe una dimensión doméstica que tampoco podemos desestimar, a saber, el famoso shock antifiscal aplicado por Jaime Guzmán terminó por diagramar este nuevo mapa cultural.

Actualmente se ha impuesto la necesidad de establecer mecanismos de aseguramiento de la calidad en los procesos productivos y reproductivos bajo las lógicas tecnoempresariales de la “excelencia”, la “calidad del servicio”, los “desempeños de gestión” y otros indicadores de logro. Si hace casi un siglo Darío Salas denunciaba el analfabetismo decimonónico, actualmente los procesos de acreditación de la calidad están en connivencia con la producción de una “indigencia simbólica” que –pese a todo– cumple con los sellos, timbres y estampillas de diversas agencias de acreditación. La Comisión Nacional de Acreditación (CNA), dado su reconocido énfasis en la clasificación de riesgos financieros, comprende algo similar a una auditoría económica, genera a fin de cuentas un modelo centrado en la certificación del nuevo “analfabetismo funcional”.

[cita]La sensibilidad académica que acompaña a estas orientaciones humanísticas de un proyecto universitario cuyo prestigio va ligado al reconocimiento de las artes y las ciencias sociales (que tanto intimidan a un segmento integrista de la sociedad chilena), no puede ser regulada por las pautas “objetivas” de la investigación científica adscritas a reglas metodológicas invariables. Las mutaciones disciplinares que modifican los campos de estudio en la escena de la creación y el pensamiento contemporáneos, obligan a que se diversifiquen y flexibilicen.[/cita]

Los procesos de acreditación de las instituciones de Educación Superior surgen “coyunturalmente” para paliar la venta de servicios educacionales de baja rentabilidad en los mercados del conocimiento, recurriendo a mecanismos de control y regulación que instalan el verosímil de la “calidad del servicio” dirigida a un tipo de estudiante-consumidor. Se va así consolidando estratégicamente la consigna neoliberal de la educación como “bien de consumo”, mediante la figura de la “universidad empresa” y su racionalización gerencial y la rentabilidad de los servicios. Estas tendencias globales y nacionales han sido seriamente debatidas en varios ambientes académicos internacionales, desde una perspectiva crítica que alerta sobre los negativos alcances de este “mercado global de la educación.

Sin embargo, estas tendencias privatizadoras que atentan contra el conocimiento como “bien público”, el carácter republicano de la educación superior, el sentido de vocación pública en la formación de profesionales, así como el derecho ciudadano de acceder a una formación integral para contribuir al mejoramiento de la vida de las mayorías, ha seguido siendo cultivado por algunas instituciones “tradicionales” constitutivas del ethos universitario. También se encarna en otras pocas instituciones formadas desde la década de los 80 por profesionales y académicos expulsados de aquellas universidades entonces desmanteladas por la intervención militar.

La lógica empresarial que impone el “neoliberalismo avanzado” y sus variadas formas de “capitalismo académico” han atravesado las fronteras entre lo público y lo privado invadiendo al mundo de la educación superior, lo que obliga a revisar con detallada precisión los trazados que parecerían separar a unas universidades de otras. Tal como la mayoría de las universidades públicas, estatales y tradicionales se han visto subordinadas a la necesidad del autofinanciamiento con criterios de rentabilidad del conocimiento que han alterado su tradicional misión formativa, algunas universidades privadas –independientemente de su estructura de propiedad– enfocan su rol en términos de “vocación pública”, si por tal entendemos la defensa de un tipo de educación orientada hacia el “bien común”.

Lo anterior nos obliga a reconocer una pluralidad de modelos que van desde las universidades estatales con prácticas lucrativas hasta las universidades que, siendo de propiedad de corporaciones de derecho privado, están animadas por la vocación pública de una enseñanza que no se reduce a la fórmula adaptativa de las competencias profesionales para el empleo sino que pretende defender una ética del conocimiento que tiene a la justicia y la integración de la diversidad social y cultural como correlato de lo “universitario”. Así, el panorama actual de las instituciones de educación superior rebasa la estratificación mercantil “buena/mala calidad de servicio” que simplifica los rangos de diferenciación entre proyectos universitarios no equivalentes entre sí, para someter a todo el mercado de la educación superior a una provisión de servicios rankeados según masivos índices de consumo.

La cuestión de la calidad, su aseguramiento y permanente mejoramiento, se ha convertido en un problema fundamental de la discusión pública sobre educación. Sin embargo, junto con un compromiso explícito con las más altas exigencias en materia de formación educativa, la “calidad” es una noción en disputa que debe ser interrogada en sus definiciones, y diferenciada en sus usos. Debatir sobre el trasfondo de lo que nombra la palabra “calidad” ayuda a detallar el lugar común del actual discurso sobre el mercado de la educación que prioriza lo técnico-operacional y desprecia la dimensión crítico-reflexiva. Las nociones de “excelencia” y de “calidad” (afines a los sistemas de administración corporativa) son parte de una tecnología educativa que, junto con instrumentalizar el rol docente, entiende calidad como eficacia y eficiencia como simple rendimiento de procesos productivos mercantiles.

El carácter aparentemente “neutro” (abstracto y general, imparcial) tras el cual se encubre la noción de “calidad” sirve para reproducir un modelo cerrado sobre sí mismo que, con sus procedimientos de medición basados en estándares uniformadores, no matiza los juicios que emite sin someter dicho juicios a discusión, borra la particularidad (histórica, social, académico-cultural) de los universos de referencia y aplicación de los distintos modelos universitarios y sus calidades de experiencia. Lo mismo pasa con las definiciones imperantes de qué entender por “estándar”: uno de los significados naturalizados de “estándar” designa la norma de fabricación de un producto o servicio regulado por la competitividad de los agentes en un mercado.

La lógica técnico-empresarial que hoy se impone en el campo de la educación hace prevalecer lo simplificador de esta definición bajo la cual “estandarizar” se vuelve sinónimo de serializar y homogeneizar. Las nociones estandarizadas de “excelencia” y “calidad” deben ser rechazadas porque en su abstracción borran la particularidad de los proyectos universitarios y sus finalidades educativas sostenidas por la “misión-visión” de cada institución. Como ya sabemos no tienen el mismo perfil ni cumplen el mismo rol universidades únicamente docentes (con fines que se agotan en lo técnico-profesionalizante) que universidades complejas o semicomplejas en donde, junto con la docencia, se estimulan la experimentación creativa y el pensamiento crítico mediante políticas de extensión, publicaciones, investigación y vinculación con el medio en sus áreas de pregrado y posgrado.

En tanto la Ley sobre Acreditación pretenda vulnerar la necesidad de remitir cada proyecto universitario a la especificidad de la “misión-visión” que lo funda, se hace indispensable exigir al Parlamento la necesidad de promover un debate nacional que incluya a los actores protagonistas de la Educación Superior en el horizonte de una Reforma Global de la misma. No debe borrarse la pluralidad y diversidad de las visiones de mundos que se expresan en las diferentes concepciones y transmisiones del saber, del crear y el pensar. Es irrenunciable el derecho a la diferencia como alternativa democratizadora de construcción de sentidos, imaginarios, como también en materia de proyectos universitarios.

Desde los inicios de su proyecto educativo, los modelos universitarios alternativos que se oponen a la hegemonía neoliberal se han dejado guiar por una sensibilidad humanística que defiende la experimentación y la creatividad en el abordaje de los saberes contemporáneos; que recurre a las teorías críticas para interrogar el orden establecido (cánones disciplinares y pensamientos únicos) y abrirse a la transdisciplinariedad para que los cruces entre transmisión de saber y objetos de estudio se revitalicen más allá de la especialización del método. Este desmontaje crítico-social y crítico-cultural de las lógicas de dominio que rigen a los universos del pensamiento y la acción, del saber y del conocer, no puede agotarse, utilitariamente, en la profesionalización de las competencias técnicas medidas según los índices del mercado laboral ni dejarse gestionar por la implacable burocratización de la carrera académica con sus pautas de desempeño y rendimiento que consagran las racionalidades tecnoinstrumentales. Tal como quedó consignado en la influencia social e intelectual ejercida durante los años de la transición por el libro Chile actual: anatomía de un mito (1997), de Tomás Moulian, entonces Director de la Escuela de Sociología de la Universidad ARCIS, y que dio a su editorial un sitio de privilegio en el mapa de las ideas de cambio e innovación que circulan entre universidad y sociedad.

La defensa de proyectos alternativos, sean humanistas o confesionalmente de izquierdas, va ligada al rescate de esta tradición para reforzar la vocación universitaria de desafiar el modo en que los mercados del capitalismo académico “optan por fomentar la rentabilidad a corto plazo mediante el cultivo de capacidades utilitarias y prácticas, aptas para generar rentas” en desmedro de “la búsqueda del pensamiento crítico y los desafíos de la imaginación” que se abren a la experimentación conceptual en la formulación y transformación de lo real, ampliando los límites convenidos por el control socioeconómico y tecnoadministrativo que condicionan las democracias restringidas.

Lejos de los criterios de magnitud promovidos por la Comisión Nacional de Acreditación (CNA) en términos de recursos humanos, gestión económica, retención, infraestructura, la Universidad No indexada a los “indicadores de logro” confía en que es más necesario que nunca recuperar esta dimensión humanística que funda y constituye su modelo educativo –la de un pensamiento imaginativo que ayuda a la emancipación del sentido y la comunidad– para ganarle la batalla al “lucro” desde modelos y prácticas de saber que desborden críticamente la relación calidad-precio que domina el mercado de la educación superior.

La sensibilidad académica que acompaña a estas orientaciones humanísticas de un proyecto universitario cuyo prestigio va ligado al reconocimiento de las artes y las ciencias sociales (que tanto intimidan a un segmento integrista de la sociedad chilena), no puede ser regulada por las pautas “objetivas” de la investigación científica adscritas a reglas metodológicas invariables. Las mutaciones disciplinares que modifican los campos de estudio en la escena de la creación y el pensamiento contemporáneos, obligan a que se diversifiquen y flexibilicen. Es por ello que los “indicadores de la productividad académica” (docencia e investigación) deben formularse según criterios de pertinencia disciplinar y de especificidad de los campos, tomando en cuenta que los contextos de enseñanza-aprendizaje son variados y móviles.

Todo lo anterior ha suscitado un debate en torno a la figura de “lo público” en sus variados sentidos: lo público como bien común y como interés general; lo público como lo expuesto a la visibilidad; lo público como lo que surge de la interacción entre dinámicas de pensamiento y acción colectivos que estimulan la inserción de todos y de cada uno en un marco dialógico y convivencial. La reivindicación hoy de “lo público” (lo estatal, lo civil y lo ciudadano) como salida a la encrucijada que llevó a proyectos de educación alternativa nacidos bajo dictadura (cuando lo “público” había sido violentamente desestructurado por la Dictadura militar) a adoptar la forma corporativa de universidades privadas como único instrumento disponible para contener su proyecto académico-universitario en tiempos adversamente neoliberales, es algo más que la solución práctica que llevaría a universidades a exigir su reconocimiento legal como centros de educación superior no estatales adscritos a un régimen público que les permita beneficiarse de los aportes basales del Estado en reconocimiento a sus méritos de universidades que han defendido una vocación artístico-cultural, humanista y crítico-social.

Lo “público” es la figura político-conceptual que le permitiría a la Universidad alternativa coincidir consigo misma en un horizonte de futuro que guarda coherencia con sus orígenes: la de una defensa de la “comunidad” como experimentación (académica y extraacadémica) de una multiplicidad de fuerzas orientadas hacia el “bien público” de una democracia basado en el antagonismo. En un comienzo pensábamos, o quisimos creer, que el “régimen de lo público”, dados lo acontecimientos del año 2011, se traduciría en la extensión del Estado a modelos experimentales, pero hasta el momento el espíritu de la reforma no ha podido sortear una matriz de servicios cuya perpetuación resulta inamovible para las fuerzas conservadoras de la Nueva Mayoría.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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