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Algo anda mal en Chile: educación, política y cultura

Roberto Aceituno
Por : Roberto Aceituno Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile.
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Las peores cosas pueden ser enunciadas sin que podamos ofrecer una mínima resistencia. Así, la palabra libertad es degradada al extremo: no solo cuando se aplica a la “elección” por parte de “padres y familias” de los colegios o escuelas donde se educarían sus hijos –como si esa “libertad de elección” fuese, en el actual escenario de la educación en Chile, una prerrogativa garantizada colectivamente, cuestión absolutamente denegada por los hechos– sino para defender un criterio de selección que mantiene a la educación chilena en los más bajos estándares de equidad y en los más altos de segregación en el mundo.


El debate sobre la educación en Chile –si se puede llamar así, porque la palabra debate le queda grande– que enfrenta a los defensores de la iniciativa privada, de la posibilidad de elección sobre “dónde educar a los hijos”, de un emprendimiento que vincula la educación a las prerrogativas del mercado, con quienes quisieran recuperar los viejos ideales y prácticas de la educación como un derecho garantizado por el Estado, ha adquirido una forma, por decir lo menos, patética.

Sí, porque debemos padecer el triste escenario donde cuestiones muy profundas y que reclamarían un debate a la altura de nuestra cultura y desarrollo, se suman al inventario lamentable de las cosas dichas a medias, de verdades transformadas en consignas definitivas, de una farandulización más cercana a los reality shows de la industria televisiva que a una genuina reflexión sobre lo que existe en materia educativa en nuestro país y el modo como podríamos transformarlo con nuestras iniciativas políticas y las reformas en curso. Para muestra un botón: en medio de una discusión en la Cámara, un parlamentario se permite incluso lanzar bolitas de papel. Algo huele mal en Chile.

Padecemos una banalización creciente de cuestiones que reclamarían un espíritu de diálogo, también de conflicto y enfrentamiento de ideas, a la altura de una cultura que, hoy en día, es llevada a su mínima expresión y divorciada profundamente de la tarea política. Palabras que podrían estar llenas de sentido –libertad, desarrollo, emprendimiento– son utilizadas para defender intereses particulares, enarbolados como ideales colectivos. A la degradación de la política contribuye sin duda una degradación de la palabra, del pensamiento y de la cultura misma.

[cita]Las peores cosas pueden ser enunciadas sin que podamos ofrecer una mínima resistencia. Así, la palabra libertad es degradada al extremo: no solo cuando se aplica a la “elección” por parte de “padres y familias” de los colegios o escuelas donde se educarían sus hijos –como si esa “libertad de elección” fuese, en el actual escenario de la educación en Chile, una prerrogativa garantizada colectivamente, cuestión absolutamente denegada por los hechos– sino para defender un criterio de selección que mantiene a la educación chilena en los más bajos estándares de equidad y en los más altos de segregación en el mundo.[/cita]

Las peores cosas pueden ser enunciadas sin que podamos ofrecer una mínima resistencia. Así, la palabra libertad es degradada al extremo: no solo cuando se aplica a la “elección” por parte de “padres y familias” de los colegios o escuelas donde se educarían sus hijos –como si esa “libertad de elección” fuese, en el actual escenario de la educación en Chile, una prerrogativa garantizada colectivamente, cuestión absolutamente denegada por los hechos– sino para defender un criterio de selección que mantiene a la educación chilena en los más bajos estándares de equidad y en los más altos de segregación en el mundo.

Elección, selección: ¿son la misma cosa? Evidentemente, no. ¿Podrían verdaderamente los defensores de la “libertad de enseñanza” –libertad que es aquí libertinaje por segregar más y mejor– asegurar que la mayor parte de nuestra sociedad, de nuestros “padres, apoderados y familias”, puede realmente elegir los destinos formativos de sus hijos, cuando es público y notorio, comprobable objetivamente, que tal privilegio solo es privativo de un sector minoritario de nuestra sociedad? ¿Verdaderamente creen, los adalides de la libertad , que la libertad realmente existe en el actual escenario del desarrollo humano y social chileno? Lo más absurdo, no encuentro otra palabra, es que sí, al parecer creen eso. Teatro del absurdo es una expresión demasiado civilizada para describir este estado de cosas, donde la retórica complaciente deja poco espacio para un debate que sigue haciendo falta.

Lo anterior podría quedar en el inventario de la locura o de la perversión –cuestiones que habría que discutir a escala social e histórica en otra parte–, o formar parte de una literatura donde el realismo mágico sería un juego de niños en comparación a estas tristes ficciones, en espera a que un tiempo mejor reconozca que estamos en una época oscura. Pero lo peor de todo es que en esa creencia delirante –hay verdadera libertad, hay igualdad de oportunidades– aparece como una verdad cuya difusión pública por medios de prensa, absolutamente cuadrados con un sector de la sociedad chilena, termina siendo asumida por otros sectores que no alcanzan a reconocer cuánto de estas falsas promesas termina por afectar su destino y su cultura.

Es tiempo de reconocer –o al menos expresar con mayor elocuencia– que el famoso “modelo” de desarrollo en nuestro país (llámese neoliberalismo o como se quiera) no solo concierne a la economía o incluso a un régimen político heredero –hay que recordarlo– de un régimen dictatorial fraguado durante casi veinte años, sino que ha afectado dos condiciones básicas del desarrollo subjetivo y cultural de nuestro país: por una parte, el deterioro de un pacto social –ahora ya vieja expresión– que no desconocía la desconfianza (por eso era un pacto), pero que ahora se transforma en falsos consensos o en un temor al desorden o la incertidumbre; y, por otra, subjetividades que debían reconocer su deuda con las condiciones que las hacen posibles hoy en día se pliegan obedientemente a una servidumbre voluntaria que debe hacer remecer en su tumba a La Boétie (en alusión al texto El contra uno o Discurso de la servidumbre voluntaria, de 1576).

Hay dos expresiones que pueden resumir este breve diagnóstico y la crítica que de ahí es posible formular: una proviene de Hannah Arendt, quien llamó “banalidad del mal” al estatuto subjetivo y social por el cual el fascismo se hizo carne en sociedades completas durante la época nazi; la otra, más reciente, retoma el trabajo de Christophe Dejours en Francia, quien a propósito de las condiciones laborales de nuestra época asoció esa banalidad a la injusticia social, él la llamó: la banalización de la injusticia social.

Tal vez antes de preguntarnos cómo educar a nuestros hijos, sería necesario preguntarnos si existiría algún proyecto que “eduque” a los defensores de una libertad esclava y que siguen pensando y actuando como si la educación fuese, Piñera dixit, un bien de consumo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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