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No más pesebres, por favor

Juan Cristóbal Beytía
Por : Juan Cristóbal Beytía SJ, Capellán TECHO-Chile
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Si el pesebre nos adormece, estamos traicionando su intuición fundamental. La alegría sin compartir es un pobre sucedáneo; la paz sin justicia es pan para hoy, hambre para mañana; y la esperanza sin trabajo es simplemente estéril. Estaría dispuesto a que continuáramos con los pesebres navideños, siempre y cuando sean una bandera de protesta. Una bandera que enseñara a nuestros niños que no es tolerable que nadie nazca así. Una bandera que fuera “piedra en el zapato” y nos recuerde que la tarea no está hecha mientras un solo ser humano viva en esas condiciones. Una bandera que nos invitara a salir del solipsismo egoísta de la cultura que hemos construido.


Estamos en Navidad, tiempo de alegría, paz y esperanza. Todo eso es muy loable, por cierto. En general, cuando se asoma esta fiesta, el trasfondo es positivo, salvo por la fiebre de consumo que estrecha los tiempos y nos hace perder el foco. Uno de los conceptos más tradicionales de este festejo que hasta ahora ha aguantado los embates del marketing es la figura del pesebre. A pesar de las modas, se mantiene culturalmente presente.

Es curioso notar como el pesebre de Jesús se ha ido dulcificando. Tradiciones y pintores a lo largo de la historia han dotado a ese momento de una belleza sublime. Está bien: es bello, es tremendo y a uno lo llena de esperanza reconocer que Dios se acerca a nuestra vida de la manera más humilde, asociándose con los marginados de la historia. Sin embargo, en el camino se nos perdió el escándalo, se difuminó la mordiente de protesta. Porque es escandaloso que alguien sea excluido, que no haya lugar para él, sobre todo cuando sabemos que puede haberlo. Es escandaloso que un niño deba nacer en una pesebrera. Del mismo modo, es escandaloso que todavía existan 29.693 familias en Chile pasando su navidad, en un pesebre. Es escandaloso que vivan ahí, que crezcan ahí, que estudien ahí.

[cita] Si el pesebre nos adormece, estamos traicionando su intuición fundamental. La alegría sin compartir es un pobre sucedáneo; la paz sin justicia es pan para hoy, hambre para mañana; y la esperanza sin trabajo es simplemente estéril. Estaría dispuesto a que continuáramos con los pesebres navideños, siempre y cuando sean una bandera de protesta. Una bandera que enseñara a nuestros niños que no es tolerable que nadie nazca así. Una bandera que fuera “piedra en el zapato” y nos recuerde que la tarea no está hecha mientras un solo ser humano viva en esas condiciones. Una bandera que nos invitara a salir del solipsismo egoísta de la cultura que hemos construido. [/cita]

Pero el viernes pasado sucedió algo diferente: después de 7 años, tras un largo caminar, se entregó sus viviendas definitivas a 54 familias de dos campamentos y un comité de allegados de Peñaflor. Los discursos de rigor corrieron por parte de las autoridades y los agradecimientos por parte de los dirigentes. Por mientras, absolutamente ajenos al protocolo, los niños jugaban en los columpios de la plaza ubicada al centro de este condominio. Esta será la primera Navidad que esos niños pasarán en casa, integrados a la ciudad y no en los márgenes sociales del campamento. Será una Navidad absolutamente nueva, más digna, más humana.

Así como el pesebre de Jesús, la realidad de los campamentos en nuestro continente es una vergüenza. Sobre todo porque como raza humana somos capaces de más. En Peñaflor fuimos capaces de más.

Sería tan fácil evadirnos. Del mismo modo que con la Navidad “dulcificada”, podríamos pasar de largo con una caja de Navidad bien llena, o una fiesta de payasos y dulces. Lo difícil es sostener durante el año la indignación y el escándalo. Somos animales de costumbres, somos capaces de adaptarnos a casi todo. Pero hay cosas a las que no debemos acostumbrarnos. Es más, sería inmoral acostumbrarse. No debemos acostumbrarnos a la imagen de un niño naciendo en un pesebre. Como tampoco debemos acostumbrarnos a la presencia de los campamentos en nuestra patria.

Si el pesebre nos adormece, estamos traicionando su intuición fundamental. La alegría sin compartir es un pobre sucedáneo; la paz sin justicia es pan para hoy, hambre para mañana; y la esperanza sin trabajo es simplemente estéril. Estaría dispuesto a que continuáramos con los pesebres navideños, siempre y cuando sean una bandera de protesta. Una bandera que enseñara a nuestros niños que no es tolerable que nadie nazca así. Una bandera que fuera “piedra en el zapato” y nos recuerde que la tarea no está hecha mientras un solo ser humano viva en esas condiciones. Una bandera que nos invitara a salir del solipsismo egoísta de la cultura que hemos construido.

En esta Navidad, al acercarnos al pesebre –más allá de nuestras creencias-, ojalá podamos hacer el compromiso de luchar porque los pesebres desaparezcan de la historia de la humanidad. Comprometernos en algo concreto, permanente, que nos vincule efectivamente con los marginados de la historia. No más pesebres. No más, nunca más.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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