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La élite chilena: perpleja y en implosión Opinión

La élite chilena: perpleja y en implosión

Pedro Santander
Por : Pedro Santander Director Deep PUCV
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Es esta, pues, una crisis de autoatentado oligárquico, en tanto los privilegiados que en estos 25 años han dirigido los destinos del país rompieron sus propias promesas de pacto social ofrecidas por entonces al pueblo. Han sido los propios privilegiados los que han roto con sus acciones el contrato social vigente que nos propusieron y promocionaron a partir de 1990. A cambio de nuestra despolitización, de dejar todo en sus manos, de reducirnos a espectadores de cómo los expertos y técnicos gestionan el país, nos prometieron meritocracia, ascenso social, sana competencia de mercado, democracia y equidad.


Son múltiples y reiteradas las señales que indican que en Chile estamos asistiendo al ocaso de un ciclo político. Lo novedoso no es tanto el agotamiento de éste –tarde o temprano todos decaen– sino el hecho de que sean los grandes privilegiados del ciclo quienes más han contribuido a acelerar su fin.

El ciclo político al que nos referimos es aquel que fue pensado y consensuado bajo el alero de la actual Constitución, entre el pinochetismo y la Concertación a finales de los 80 y principios de los 90 y que algunos autores denominan la etapa postpinochetista y neoliberal de nuestro país.

Uno de los rasgos más nítidos y constitutivos del fin de este ciclo es el desprestigio de todos los liderazgos que lo han sostenido, tanto institucionales como personales. Bajo la lógica de un acuerdo nacional, los partidos políticos (Concertación y Alianza), las FF.AA., los empresarios y la Iglesia propusieron hace veinticinco años al país un nuevo contrato social –liderado por ellos– que nos traería equidad, democracia y desarrollo.

Hoy vemos cómo ninguna de esas instituciones fundacionales del pacto o sus actores son capaces de proponer liderazgos, ni ejemplaridad, ni menos decirnos que las promesas se han cumplido. Después de las 125 cuentas de Pinochet (alias Daniel López) en el extranjero, y de los escándalos de corrupción como los casos Fragatas en la Armada, Tanques Leopard en el Ejército o los Aviones Mirage de la Fach, eso de “reserva moral de la patria” no se lo creen ni las esposas de los oficiales. La otra institución que históricamente ha aspirado a ser guía espiritual y moral del país, la Iglesia, tiene hoy lo suyo con los casos de pedofilia, al extremo nunca antes visto de que congregaciones cuestionen una decisión papal como nombrar a Barros obispo y que los laicos se manifestaran tan decididamente como lo hicieron en la catedral de Osorno contra dicho nombramiento. Ni qué decir de los partidos políticos o los empresarios, tan desprestigiados hoy que cuando estallan, como nunca antes, los escándalos, a nadie se le ocurre incluirlos en una comisión presidencial anticorrupción que debería salvar la nación de esa lacra. Ni la Presidencia de la República se salva. Esa intocable institución chilena es hoy pifiada en festivales, es el hazmerreír de rutinas humorísticas y asunto rutinario del pelambre callejero en nuestro “país presidencialista”.

[cita] Valga, finalmente, señalar que este agotamiento del ciclo postpinochetista no puede ser considerado una crisis de Estado, antes bien podría ser visto como una crisis de régimen político. Esto último no sólo por la naturaleza endógena de los antagonismos, sino también porque, a falta de un bloque desafiante que proponga un horizonte de época alternativo, la correlación política de las fuerzas sociales aun no ha cambiado. Mientras ello no ocurra, seguiremos presenciando la fase de develamiento de la crisis de régimen.[/cita]

Como vemos, todos los liderazgos institucionales y personales que cumplieron un rol fundacional para este ciclo político están desprestigiados, sin capacidad de convencer, ni de generar confianza, menos de seducir y, por lo tanto, imposibilitados de articular consenso social o de reconstruir estructuras de lealtad perdidas lenta, pero sostenidamente en 25 años de cotidianeidad postpinochetista. Sólo les queda mandar y decir cosas como “que las instituciones funcionen”.

Y esta frase nos lleva a una segunda característica de la crisis orgánica del régimen político: resulta evidente la imposibilidad de la élite de pensar estratégicamente el país o de proponer relatos que permitan a corto plazo imaginar escenarios diferentes al estado actual de las cosas. Por el contrario, se ensayan medidas desde la propia institucionalidad que no hacen más que profundizar el desprestigio y la crisis de liderazgo. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el cuoteo que coloca a van Rysselberghe como presidenta de la Comisión de DDHH del Senado, o con el fallo unánime (5:0) y célere  del Tribunal Constitucional que dificultó el proceder de la Fiscalía, o con la renuencia del SII a facilitar la investigación contra Soquimich, o las críticas corporativas que los parlamentarios hicieron contra la Comisión Asesora Presidencial para la corrupción. Verdaderas joyas antropofágicas para graficar cómo el régimen se come a sí mismo, imposibilitado de idear salidas fuera de los marcos institucionales que lo llevaron a estos riscos.

En tercer lugar, hemos comenzado a presenciar una pérdida de cohesión de la elite, algo desacostumbrado en nuestro homogéneo escenario nacional. Congregaciones cuestionando a la Nunciatura, democratacristianos y sacerdotes criticando a la Conferencia Episcopal, Evelyn Matthei pidiendo la renuncia de Novoa, diputados de la NM cuestionando a la Presidenta por su reacción en el caso Dávalos-Lucksic, empresarios criticando a empresarios, la Sofofa compitiendo en elecciones, renuncias en directorios de empresas cuestionadas, etc. Empezamos así a testimoniar un incipiente proceso de desagregación, de comportamiento corporativo egoísta, que si las condiciones se extremaran, pudiera llegar a convertirse en un proceso de “sálvese quien pueda”. Suele ser ésta una característica inmanente de los ciclos políticos que se agotan históricamente.

Atisbamos así los inicios no de una explosión, sino de una implosión del bloque de poder. Sus propias rutinas, dinámicas, costumbres y usos son los que hoy se evidencian como causas importantes de las tensiones y contradicciones que está viviendo la elite. Es una situación nada fácil de manejar para sus integrantes, pues las tensiones y los antagonismos  principales se están manifestando al interior del propio bloque. No existe por el momento un “otro” a quien culpar, un exterior contra quien constituir un discurso que los salve, algo que siempre facilita las cosas para salir de las cuerdas. No es posible, por ejemplo, generar lógicas de diferencia, como se hizo con el movimiento social que durante el 2011-2012 y desde el exterior del campo del poder cuestionó con fuerza el statu quo.

Un antagonismo entre bloques es más fácil de gestionar, por ejemplo, dividiendo, cooptando, criminalizando, negociando, etc., ¿pero qué estrategia –comunicacional, por ejemplo– adoptar cuando sólo hay lógicas de equivalencia y no un externo a quien referirse, cuando todo el centro de la referencia es el bloque mismo? Esto no significa que el ciclo de movilización social fuera inútil, significa que no fue suficiente para desequilibrar y alterar los equilibrios de poder del Estado, aunque ciertamente abrió un nuevo clima de época y fue fundamental para comenzar a desnudar las contradicciones, a añejar y ranciar los discursos de la elite. Por lo mismo, esta vez la comunicación no los va a salvar, la estética de esta crisis endógena se impone inevitablemente a las acostumbradas estrategias comunicacionales de Palacio. Sólo les quedaría, a modo de plan comunicacional, tratar de parecerse lo menos posible a sí mismos.

Es esta, pues, una crisis de autoatentado oligárquico, en tanto los privilegiados que en estos 25 años han dirigido los destinos del país rompieron sus propias promesas de pacto social ofrecidas por entonces al pueblo. Han sido los propios privilegiados los que han roto con sus acciones el contrato social vigente que nos propusieron y promocionaron a partir de 1990. A cambio de nuestra despolitización, de dejar todo en sus manos, de reducirnos a espectadores de cómo los expertos y técnicos gestionan el país, nos prometieron meritocracia, ascenso social, sana competencia de mercado, democracia, equidad, etc. Esas promesas, ese contrato que cimentó estructuras de lealtad, esperanza, confianza y paciencia en los liderazgos, lo rompieron los mismos que han liderado el ciclo político.

Gracias al desfile de empresarios por tribunales, ya sabemos que el núcleo central de ese contrato no fue cumplido, que no existe libre mercado, sino planificación centralizada de la economía, sólo que no aquella controlada por el Estado, sino por grupos económicos que se coluden para regular precios, tarifas, ofertas, etc. Gracias al descubrimiento de boletas falsas de políticos sabemos que quienes realmente ganan las elecciones no son los que compiten en ellas, sino quienes los financian, es decir, mandan los que no se presentan a elecciones y que financian a los que sí se presentan.

Valga, finalmente, señalar que este agotamiento del ciclo postpinochetista no puede ser considerado una crisis de Estado, antes bien podría ser visto como una crisis de régimen político. Esto último no sólo por la naturaleza endógena de los antagonismos, sino también porque, a falta de un bloque desafiante que proponga un horizonte de época alternativo, la correlación política de las fuerzas sociales aun no ha cambiado. Mientras ello no ocurra, seguiremos presenciando la fase de develamiento de la crisis de régimen.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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