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Los cabos abiertos de la gratuidad

Cristóbal Ruíz-Tagle y Luis Robert Valdés
Por : Cristóbal Ruíz-Tagle y Luis Robert Valdés Cristóbal Ruíz-Tagle es Director de Estudio de IdeaPaís; y Luis Robert Valdés, Investigador IdeaPaís
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El pasado martes 14 de julio, el Mineduc dio a conocer un documento de 15 páginas en el que expone las “Bases Reforma al Sistema Nacional de Educación Superior”, escrito que, en principio, sería discutido durante el segundo semestre de este año. La propuesta entregada por la recién asumida ministra de Educación, Adriana Delpiano a dirigentes de la Confech, contiene numerosos elementos positivos que significan un avance concreto en materia de educación superior. Por citar sólo algunos, se encuentran: la creación de un sistema de admisión común para las instituciones de educación superior, el fortalecimiento de la normativa de calidad educativa, la fiscalización de estándares mínimos y acreditación más exigentes, como por ejemplo que el reconocimiento oficial de una institución de educación superior quede sujeto a su acreditación.

A grandes rasgos, el centro de la propuesta reside en la recuperación del rol regulador del Estado. Si bien la intención es apuntar a todo el sistema de educación superior (universidades, institutos y centros de formación técnica), claramente el énfasis y la letra chica tiene un sesgo hacia las universidades, sin reconocer la importancia debida a la educación técnica.

Para juzgar la propuesta, hay que estudiar sus implicancias. El documento, en algunas de sus iniciativas, va más allá de devolver el papel regulador del Estado, incurriendo en los mismos errores que critica respecto de la pérdida de identidad de la universidad a causa del mercado, lo que es muy evidente en el detalle de cómo operará el nuevo sistema de financiamiento basado en la gratuidad universal. Si bien se establece que será decisión voluntaria de cada institución el adscribirse al sistema de financiamiento público, al mismo tiempo exige una serie de “requisitos y compromisos” que devalúan la libertad de cátedra y la autonomía universitaria.

[cita] La propuesta del Gobierno deja cabos abiertos que tienen que llevarnos a abrir los ojos en el inminente proceso legislativo que se viene. Ya hemos aprendido que instituciones de educación superior serviles a intereses particulares no es lo que nuestros jóvenes requieren. El anhelo de un mejor sistema de educación superior no puede traducirse en un retroceso en otras áreas fundamentales. [/cita]

Así y todo, paradojalmente, aceptar la gratuidad no parece ser “gratis”, ya que no implica sólo cambiar un sistema de financiamiento, sino asumir que algunas premisas adicionales que no están directamente relacionadas entre sí. Entre estos compromisos, destaca el exigir a las universidades “por secretaría” y a cambio de gratuidad, que incorporen en sus estatutos un sistema de gobierno universitario democrático y triestamental (cuando la forma de gobierno es un asunto que poco tiene que ver con la función específica de cada institución,  y que cada una debe evaluar en su mérito), o un “umbral o condiciones mínimas de operación”, que contendrá criterios y estándares cuantitativos y cualitativos de “demarcación que determinen la existencia de una institución de educación”. Para ello, se creará un “Marco Nacional de Cualificaciones” que dotará al sistema de “orden, coherencia y transparencia” ¿Cuáles serán esos criterios cualitativos? ¿Cuál será el límite de estas cualificaciones? ¿Significa que la universidad no gozará de auténtica autonomía y quedará sujeta a lo que determinen los decretos del Ministerio de Educación? Nada de eso está muy claro. Además, se dice, sólo tendrán financiamiento las universidades privadas que “adopten compromisos públicos”, ¿serán compromisos realmente públicos o, es que se asumirá que lo público es lo mismo que lo estatal?

En el fondo, lo que está en juego es la autonomía universitaria, que es una condición que hace posible que las universidades sean libres y cumplan su objetivo por el cual existen. En ese contexto, es un error pensar que el Estado debe desaparecer, tal como ocurrió en la reforma universitaria de 1981, porque no existe otro agente que oriente la iniciativa privada hacia el bien común. Sin el Estado, correríamos el riesgo de afectar la autonomía universitaria, favoreciendo que particulares o privados, puedan controlar o influenciar el cultivo del saber para uno u otro sentido y, por ello, que la universidad pierda su rasgo constitutivo: la libertad académica. Nótese, sin embargo, que ese abuso en el control también puede provenir del Estado quien, por el poder de ser propietario de una universidad, o de financiarla, podría imponer límites arbitrarios o externos a la libre comunidad universitaria. Esa es la amenaza que deja latente el documento presentado por el Mineduc.

La propuesta del Gobierno deja cabos abiertos que tienen que llevarnos a abrir los ojos en el inminente proceso legislativo que se viene. Ya hemos aprendido que instituciones de educación superior serviles a intereses particulares no es lo que nuestros jóvenes requieren. El anhelo de un mejor sistema de educación superior no puede traducirse en un retroceso en otras áreas fundamentales. Así, el objetivo debería estar puesto en hacerse cargo de todo lo que implica una reforma al sistema de educación superior en su conjunto, en vez exigir gratuidad a cambio de la autonomía universitaria y, por ende, el rol crucial que ésta cumple en la sociedad. Por de pronto, fortalecer la educación técnico-profesional es una propuesta fundamental en la reforma educacional, siendo un elemento importante de movilidad social y desarrollo de un país, la cual presenta grandes oportunidades que hasta ahora el gobierno no ha querido explorar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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