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El discurso de la política y la política de discursear

Felipe Ruiz
Por : Felipe Ruiz Periodista. Candidato a Doctor en Filosofía.
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Habría que partir diciendo, o recordando, algo que parece baladí: que un juicio lógicamente verdadero no es necesariamente un juicio recto en su moral. Esto ya lo sabía los pensadores griegos: los “sofistas” y, claro, el “juicio silogístico” aristotélico. En efecto, existen juicios de “valor” que derivan en una “tautología” o, en otras palabras, verdaderos en su lógica interna. Todo esto, llevado a la práctica presente de la política, implica que la solidez de los argumentos no pueden ser contrastado en un valor real, o veritativo.

Hoy por hoy, abundan en diversos medios de comunicación verdaderos opinólogos de la política, cada cual con su retórica, con su tono apodíctico y severo: empero, soterrados principios de realidad, sobre todo decantando ciertos procesos, nos llevan a comprobar que estaban lejos de estar en lo cierto. La lógica de un argumento puede ser, entonces, coherente y adornada de recursos retóricos. Pero coherentes internamente, es decir, justos en sus principios, pero no en sus juicios.

[cita] La aparición pública parece ser lo que se busca o quizás lisa y llanamente la figuración. El adelgazamiento de los conceptos, apoyado en uno que otro tecnolecto, trae consigo, a largo plazo, el descrédito de la política en su conjunto. [/cita]

La retórica no es necesariamente asertividad. La retórica puede encarnar meramente una opinión (Doxa), sin llegar a plasmarse un ápice en la realidad. Las piruetas de un argumento y sus miles de “efectismos” han llenado el debate nacional de charlatanes. Lo justo y lo realmente verdadero, en consecuencia, aquella opinión que en virtud de una observación empática, aporta a mejorar el bienestar social del país, ha quedado recluido a las aulas universitarias, único lugar, al parecer, donde se puede dialogar con seriedad y altura de miras. Una cámara o un micrófono de por medio, hacen que los voceros de la opinología  se transformen y saquen a la luz los más variados recursos lingüísticos de escándalo o sensiblería. Otros, como es el caso de algunos panelistas televisivos, se apoyan en una erudición y seriedad que le es propia en tanto estilo, pero que no resiste análisis frente a cualquier intelectual ajeno a los perfiles mediáticos.

La inconsistencia de los debates trae consigo un inmediatismo que se refugia en las contingencias para apoyar resultados de rating o sensaciones de representación que se diluyen velozmente. La aparición pública parece ser lo que se busca o quizás lisa y llanamente la figuración. El adelgazamiento de los conceptos, apoyado en uno que otro tecnolecto, trae consigo, a largo plazo, el descrédito de la política en su conjunto.

Representar esa tan manida “voz del pueblo”, en el Chile de hoy, no se presenta ni como un programa ni como un trabajo a largo plazo; quien habla más fuerte, o quien golpea la mesa, resulta ser una práctica preocupantemente común hoy en día, donde la vorágine de acontecimientos y noticias devora la interlocución y los diálogos serios. Recuperar esa confianza en el decir, requiere una nueva “sutura” entre lo que se dice y la realidad: el hecho de “tener la razón” debe volver a apoyarse en lo empírico y no en el fragor de aquellos momentos donde se eleva la voz en ciertas contingencias. Solo así, posiblemente, las palabras recobren el espesor que les es propia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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