Publicidad

La ambigüedad como capital político de la Nueva Mayoría


En buena medida, puede considerarse la obra de Ernesto Laclau –por lejos una de las figuras más brillantes del pensamiento político contemporáneo– como una empresa teórica donde la ambigüedad cumple un rol fundamental. Esto es así porque se parte de la premisa de que la realidad nunca es “ella misma”, sino que siempre está mediada por los conceptos con los cuales la denominamos, con los que le imputamos un sentido. De esta forma, la política puede entenderse como la lucha por la imposición de determinados conceptos por sobre otros, por convocar la mayor cantidad de adhesiones sobre la base de una particular forma de entender (los problemas de) nuestro mundo; en suma, por imponerse en la batalla de las múltiples definiciones que intentan hegemonizar el campo social.

Esta sería, entonces, la principal tarea de la política: si la realidad no habla por sí misma sino que se la hace hablar a través del discurso, la política es, en gran parte, una lucha contra la ambigüedad propia del campo social, una intención por sobreponerse a esta y establecer una sola interpretación que le otorgue sentido a todo lo demás.

¿Pero no puede ocurrir, también, lo contrario? ¿No puede utilizarse la ambigüedad como un capital, como un activo, para la articulación política de determinados discursos? Esto es lo que parece darse en nuestro país. De un tiempo a esta parte, la ambigüedad y la indefinición en la política parecen no ser elementos contra los cuales habría que luchar para generar adhesiones sociales que logren dotar de legitimidad a los proyectos, sino que pareciera ser que esta ha devenido un activo a explotar, como un elemento que, paradójicamente, podría garantizar unidad. A falta de pan, buenas son las tortas.

Un caso prototípico de este manejo de la ambigüedad como capital es, evidentemente, la Nueva Mayoría. Al analizar su genealogía se puede ver claramente cómo la ambigüedad atraviesa su breve historia. Basta con recordar que la naciente coalición se imponía como un reto a la Ciencia Política en la medida que se autodefinía como un “acuerdo político-programático”, una extraña figura que suscitó un intenso debate por aterrizar sus contenidos, hasta que Gutenberg Martínez redujo la complejidad al mínimo: la Nueva Mayoría es un contrato de arrendamiento a cuatro años plazo. La nueva coalición nació, como todos, desnuda ante la ciudadanía, pero sin pudor, sin recato alguno para disimular las evidentes tensiones entre los actores que le daban vida, al punto que lo único que podía unirlos era un programa y la palabra de que se cumpliría.

[cita] Aquí cabe una pregunta crucial, ¿es realmente beneficioso para la Nueva Mayoría generar dicha definición del programa? Absolutamente no. No lo es porque, a diferencia de los consejos de ciertos analistas y de las intenciones de algunos actores políticos, la ambigüedad e indefinición del programa de la Nueva Mayoría son menos un foco de conflicto que la condición misma de su existencia. Dicho de otra forma, sin ambigüedad del programa no hay Nueva Mayoría. [/cita]

Luego de un primer año que fue de menos a más en cuanto a la concreción de los objetivos del Gobierno, el resultado en materia de manejo de la ambigüedad, sin embargo, no fue positivo. Con la derecha reducida a la mínima expresión, se terminaba el 2014 con la sensación de que el enemigo dormía en casa y de que el programa no era lo suficientemente clarificador como para mantener las huestes unidas. De ahí los innumerables “matices” de Ignacio Walker que abrían la puerta para una doctrina del tipo “el que no llora no mama”: todo era susceptible de cambio si se hacían las movidas correctas.

De esta forma se gestó una dinámica nefasta para el Gobierno, donde la indefinición del programa permitió que los partidos se hicieran fuertes a costa suya. No olvidemos, por ejemplo, las constantes críticas de Gutenberg Martínez sobre la “hegemonía” de la izquierda en la Nueva Mayoría, así como las constantes disputas de interpretación que llevaron a que la DC convocara a un Consejo Nacional Extraordinario para analizar las críticas que se le habían hecho al partido por parte de dirigentes del PS y el PC.

El 2015, por su lado, comienza con los casos Penta, Caval y Soquimich, lo que hace que toda la clase política entre en default con la ciudadanía, fenómeno que ha llevado a la Presidenta, el principal aglutinante del conglomerado, a sus peores cifras de aprobación. Y es justamente aquí donde surge lo más extraño del proceso. Cuando gran parte de los costos políticos (salvo en el caso Caval y SQM) han derivado de la infinitas lecturas posibles que ha tenido el programa, lo que ha llevado a que cada partido quiera imponer sus matices por sobre los otros, generando una dinámica de depredación interna, la lógica pareciera indicar que lo se requiere es una definición taxativa del programa, una que establezca (ahora sí que sí) una hoja de ruta definitiva sobre la cual el oficialismo pueda navegar tranquilo, sin conflictos.

Aquí cabe una pregunta crucial, ¿es realmente beneficioso para la Nueva Mayoría generar dicha definición del programa? Absolutamente no. No lo es porque, a diferencia de los consejos de ciertos analistas y de las intenciones de algunos actores políticos, la ambigüedad e indefinición del programa de la Nueva Mayoría son menos un foco de conflicto que la condición misma de su existencia. Dicho de otra forma, sin ambigüedad del programa no hay Nueva Mayoría. Esto se debe a que un programa monolítico, que no fuese susceptible de interpretaciones disímiles, habría vuelto imposible unir a partidos como el MAS o el PC con la DC. De esta forma el acuerdo político-programático no es sino otra forma de decir “coincidimos en el Programa pero diferimos en su interpretación”.

De ahí que el programa deba ser elástico y deba permitir múltiples interpretaciones porque, de lo contrario, el navío comenzará a inundarse, ya sea por el lado progresista o por el lado conservador, pero terminará necesariamente hundido. Paradójicamente, una hoja de ruta clara, que no dé lugar a interpretaciones, solo puede llevar a la Nueva Mayoría al fondo del mar.

Las consecuencias de este tipo de estrategias son claras: se logra mantener el poder al precio de perder la legitimidad social. Si los equilibrios internos son tan frágiles, se debe ser extremadamente cuidadoso con no otorgar demasiadas concesiones a un determinado bloque que pudiese terminar rompiendo la armonía interna. Ya se vio en este sentido que, previo al cónclave, el PC dejó abierta la posibilidad de salirse del conglomerado si se renunciaba al programa y, posterior a este, Ignacio Walker dijo que “el PC se salió con la suya”, lo que ha ido escalando y ha llevado al propio Walker a solicitarle al Gobierno que no dé un giro a la izquierda.

Pero el punto más espinoso es la posibilidad que tiene el Gobierno de perder la poca legitimidad social que le va quedando. Si la dinámica que hemos descrito deviene en un proceso de “entregas selectivas”, donde lo que se hace es básicamente equilibrar los conflictos internos permitiendo que primen distintos matices según el contexto (ayer los de la DC, hoy los del PC), la imagen que se proyecta no es la de un conglomerado que pretende materializar los prometidos cambios estructurales, sino que más bien la de una élite que no está dispuesta a ceder espacios de poder, lo que refuerza la percepción de una clase política cerrada sobre sí misma y con escasa conexión con la ciudadanía. Si se hace con cuidado, el juego de las entregas selectivas puede durar un tiempo relativamente prolongado. Pero puede ser que, a esa altura, ya no haya quien esté dispuesto a seguir mirando el espectáculo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias