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Reformas, religión y nuevos paradigmas Opinión

Reformas, religión y nuevos paradigmas

El cambio epocal que vive la humanidad es de una envergadura incomensurable. El impacto de las revoluciones tecnológicas, de la globalización, de la emergencia social de la mujer y la resituación del género, los desafíos ecológicos y el devenir planetario, son asuntos que están transformando profundamente nuestro vivir.


La Nueva Mayoría es una alianza entre el reformismo laico y el reformismo católico; dicho de otro modo, entre la socialdemocracia y el socialcristianismo, ambas con sus versiones más moderadas o más radicales.

Realismo sin renuncia es tal vez la expresión más nítida del sustento ideológico compartido de esta coalición. A semejanza de toda fe religiosa, en tal eslogan se expresan tanto el elemento escatológico como el encarnatorio.

Lo escatológico: la creencia en la “ciudad definitiva”, es decir, el reino de los cielos o el socialismo-comunitarismo-comunismo, o sea, los “sueños” compartidos, en la versión de “sin renuncia” del ministro. El Chile que queremos, se dijo antes, hoy Todos por Chile. El Programa es el camino a la ciudad definitiva, expresa la “buena nueva” que convoca al pueblo.

Lo encarnatorio: la convicción de la necesaria lucha por prefigurar aquí, en la tierra –“realismo”–, aquel sueño de la “ciudad definitiva”, encarnada en el Nuevo Testamento por Cristo y sus apóstoles. El Programa requiere que alguien lo encarne, lo conduzca y vigile sus desviaciones, una entidad de vanguardia –partido, alianza, milicia o cualquier clase dirigente– encabezada por algún(a) líder mesiánico con atributos carismáticos, naturales o endosados.

Cabe aquí el paréntesis que esta base ideológica es también común a la derecha, véase la experiencia histórica de los “führers” europeos y criollos y el nudo gordiano de los partidos consistentes como la UDI.

Como sucede con toda construcción religiosa, al final del día se va fraguando la poderosa idea de que se es “el camino, la verdad y la vida”, y desde tal lugar se establece la línea divisoria entre lo correcto y lo incorrecto, entre la virtud y el pecado. “La verdad es que”, se oye decir con frecuencia, estamos en “la dirección correcta”, tengamos fe, la gente se dará cuenta mañana que “vamos a una nueva vida, justa y digna”.

[cita]“Los problemas no tienen solución en el mismo nivel de pensamiento en que fueron creados”. Quizás sea hora de salir de aquella hermosa y convocante –pero ya cansada y estéril– interpretación metafísica de “el camino, la verdad y la vida”; y atisbar lugares ideológicos con aires más frescos, sin más pretensión que “recuperar la inocencia del devenir” e imaginar un mundo –más allá del dogma y el nihilismo– de seres humanos autónomos y solidarios, comprometidos con reinventar paso a paso nuestra existencia.[/cita]

Se deducen entonces los adversarios del “programa”, aquellos que por extrañas razones no comparten el camino, la verdad y la nueva vida venturosa. Los descreídos y apáticos, que no quieren ser salvados y no merecen ser tomados en cuenta; los poderosos de siempre, movidos tan solo por sus intereses económicos o corporativos; o simplemente aquella gente confundida a quienes no se ha sido capaz de comunicarles bien la buena nueva y que, algún día postrero, serán iluminados o tocados por las bondades del Programa.

(Me aparece por pudor señalar que nada de lo hasta aquí dicho es verdad, tampoco es mentira; es tan solo una interpretación posible del incordio en que estamos metidos).

Mea culpas por doquier, crisis en las “vanguardias” y en sus “relatos”, niveles históricos en el desprestigio de la clase dirigente, ausencia de alternativas a la vista, aparente aumento abrumador de los descreídos y apáticos. El mundo dividido entre creyentes a la baja y supuestos nihilistas en alza. Quizás lo que hace falta es un “gran acuerdo” de toda la clase dirigente –depurada de su pus, por cierto– en torno al país que queremos y el camino para lograrlo; o tal vez mayor claridad y cohesión en la vanguardia y su programa y mejor comunicárselo a las masas (¿más cabezazos contra la pared?).

Otra mirada posible es que Chile padece de los síntomas de una modernidad tardía. Nuestra incursión a las ligas mayores de la modernidad, la OCDE, y la articulación estratégica con nuestros nuevos socios chinos, muestra, en variadas señales, que en aquello que vamos de ida no pocos en el hemisferio norte ya van de vuelta.

El debate nacional pareciera estar empapado de una experiencia ideológica que corresponde a una modernidad que muere, a la mirada ya seca de un cartesianismo que mucho empoderó a la humanidad; y la hizo progresar así como sufrir indeciblemente. Si así fuese, tal debate será inconducente, o, a lo más, llevará a más crispación, a nuevas crisis en las élites y mayor enajenación de la gente. El recambio generacional no parece dar resultado ni en izquierdas ni derechas, muchos de los líderes jóvenes emergentes terminan vestidos con ropaje viejo, asimilados a su pesar en el sistema decadente de la modernidad chilena.

El cambio epocal que vive la humanidad es de una envergadura incomensurable. El impacto de las revoluciones tecnológicas, de la globalización, de la emergencia social de la mujer y la resituación del género, los desafíos ecológicos y el devenir planetario, son asuntos que están transformando profundamente nuestro vivir.

Sin embargo, (y confieso que me he contagiado con esta idea) más al fondo de aquello, la transformación más relevante que estamos atravesando, es que está cambiando profundamente la interpretación del ser que somos los seres humanos, y desvaneciéndose con ello la ilusión de algún cierto futuro celestial. El desasosiego que nos invade, la “malaise” según algunos, puede deberse en el fondo a esta imperceptible sensación, llena de incertidumbre y desazón, de que no somos como creíamos ser, y que el futuro nunca más será lo que fue.

Aunque pareciera que aún estamos requeridos de una completitud modernista que envidiamos de la OCDE, precisamente la nueva escala planetaria de nuestras vidas no permite la inmunidad ante de los nuevos vientos culturales posmodernos y poscartesianos.

“Los problemas no tienen solución en el mismo nivel de pensamiento en que fueron creados”. Quizás sea hora de salir de aquella hermosa y convocante –pero ya cansada y estéril– interpretación metafísica de “el camino, la verdad y la vida”; y atisbar lugares ideológicos con aires más frescos, sin más pretensión que “recuperar la inocencia del devenir” e imaginar un mundo –más allá del dogma y el nihilismo– de seres humanos autónomos y solidarios, comprometidos con reinventar paso a paso nuestra existencia.

Tal vez sea esta una manera de construirnos un lugar de convivencia ciudadana en la tolerancia y el respeto, donde quepamos amable y contradictoriamente los unos y los otros. Y nos atrevamos a enfrentar sin arrogancias ni maniqueísmos, con espíritu abierto y libertario, los desafíos  de la reforma educacional y el debate constituyente, así como la acuciante demanda de protección social ante la vulnerabilidad, el abuso y la violencia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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