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La sedición como búsqueda del ethos del nosotros Opinión

La sedición como búsqueda del ethos del nosotros

Cuando el único elemento que logra generar un sentimiento de pertenencia, un “nosotros”, es la distinción entre democráticos y no-democráticos, se está asumiendo tácitamente que no hay un proyecto detrás que dote de sentido aquel espíritu, porque ser democrático no es algo con lo que se sustenta un proyecto de sociedad, es el requisito mínimo para articularlo.


En un artículo bastante reciente dedicado a analizar las críticas a la democracia liberal, el sociólogo político Claus Offe sostuvo que, hoy en día, estaríamos en medio de la segunda gran transformación de la democracia. Si la primera fue el paso de una democracia directa a una representativa de masas, la segunda está determinada por la idea de la crisis de representación que resulta, fundamentalmente, de la colonización del campo político por la lógica económica.

Sin embargo, lo más interesante –para efectos de esta columna– resulta ser una de las condiciones que él identifica como desencadenantes de este proceso. Básicamente, sostiene Offe, mientras existió el socialismo de Estado, las democracias occidentales pudieron legitimarse por contraste: tanto normativa como económicamente, los resultados que obtenían en comparación con los Estados socialistas eran mucho mejores. Pero una vez que los “socialismos reales” caen, las democracias deben buscar una nueva fuente de legitimidad, una que ya no puede localizarse afuera. Así, las democracias liberales actuales deben demostrar que son normativamente sustentables, vale decir, que inherentemente producen buenos resultados.

Remitiéndonos ahora al plano nacional, Alberto Mayol –particularmente en No al lucro– ha sostenido que gran parte de la legitimidad de la Concertación reposaba en la figura de Augusto Pinochet. La garantía de que el camino de la Concertación era el correcto radicaba, según el autor, en la distancia y la diferencia que se generaba con el ex dictador. Pero este uso de la figura de Pinochet, al tiempo que permitía legitimar el proyecto concertacionista, lograba ocultar el hecho de que no existía tal proyecto. En palabras de Mayol: “Durante veinte años esta coalición apostó a no construir un proyecto de sociedad, o al menos a no hacer nada que no fuera ser la antítesis del dictador” (p. 43).

¿Qué es lo que puede vincular estas dos ideas tan diferentes? Independientemente de que los diagnósticos de Offe y Mayol puedan no ser considerados del todo precisos, cuestión que aquí es de segundo orden, lo relevante es que ambos ponen de manifiesto el carácter irreductible del conflicto o, con mayor precisión, de la dimensión antagónica de lo político. Tanto el socialismo para la democracia liberal, como el dictador para la Concertación, son figuras discursivas que permiten legitimar su proyecto ideológico. No estamos diciendo con esto, bajo ningún punto de vista, que el socialismo o Pinochet no hayan tenido una existencia material o fáctica, sino que ambas son figuras que, dentro de un determinado contexto, fueron articuladas como el otro, aquel que, a través de su negación, permite sustentar una identidad propia.

Podríamos decir que fenómenos como la crisis de representatividad, la desafección hacia los partidos políticos, las tendencias de estos últimos a la endogamia y la autorreferencia, la tecnocratización de las políticas públicas, la irrefrenable y endémica búsqueda de consensos, entre otros, tiene una fuente común que se encuentra en la eficaz represión de la idea de lo político como el espacio del antagonismo. Esta idea, en simple, apunta a la imposibilidad última de construir un “nosotros” plenamente inclusivo, lo que conlleva que no exista tal cosa como “la sociedad” –entendida esta como una totalidad omnicomprensiva–.

No está de más aclarar que esta noción primaria de lo político como terreno sobre el cual se erige todo intento por construir la sociedad (tarea imposible pero, a la vez, necesaria), ha sido muy afín al neoliberalismo. No por nada fue Thatcher quien afirmó que no existe tal cosa como la sociedad. Si seguimos a los autores de El otro modelo, sería esta idea neoliberal de que no existe tal cosa como un interés general –sustentado en la idea de sociedad– la que estaría tras la crisis actual del modelo chileno. Para ellos, el dogmatismo utópico-ideológico del neoliberalismo negaría la existencia de algo tan natural y beneficioso como el bien común que se expresaría en el régimen de lo público.

Pero, como los propios autores señalan, este no es el único camino. Al extraño objetivo de El otro modelo –radicalizar el neoliberalismo para hacer emerger lo público–, es posible oponer otro modelo para articular una contrahegemonía al neoliberalismo. En simple: los intentos de los autores por construir teóricamente una esfera de lo público que estaría determinada por un espacio de solidaridad universal y una responsabilidad moral colectiva se fundamenta –esta es mi hipótesis– en la parcializada visión de que la imposibilidad de establecer universales plenamente vinculantes –propios de una modernidad, en general, ya superada– como la idea de sociedad, solo pueden beneficiar al neoliberalismo mediante la profundización de su desprecio por lo colectivo.

Sin embargo, esa es solo una forma de comprender el actual contexto sociopolítico. Otra forma que, claro está, es la que defiendo aquí, no pretende desconocer las limitaciones contextuales que enfrenta todo proyecto político sino que, justamente, trabaja con ellas. En vez de forzar la construcción de un universal pleno y sin fisuras, resulta más fructífero entender la política como una instancia que trabaja desde siempre sobre el fangoso terreno de lo político, vale decir, parte de la radical imposibilidad de superar las divisiones, por lo que todo arreglo “universal” es, siempre, una construcción hegemónica.

Pero si hablamos de hegemonía hablamos, necesariamente, de un discurso ideológico particular que se ha vuelto universal. Es precisamente en este campo donde deben librarse las batallas políticas que propongan un nuevo modelo de sociedad: no sobre un discurso ya hegemónico, como el neoliberalismo en Chile –lo que solo profundizaría su lógica interna y, a lo sumo, lograría descafeinar ciertos elementos nocivos, pero bajo ningún punto de vista superarlo–, sino disputando la posición hegemónica de este con otro proyecto global de sociedad, no con uno que subsane el carácter pernicioso del mercado –la segregación– y deje intactos sus supuestos beneficios –la libertad–.

[cita]Cuando se toma consciencia demasiado tarde de las cosas resulta bastante probable cometer errores para subsanar el hecho. Así, en su desesperación por generar una homogeneidad identitaria que le permita sortear el actual contexto, la Nueva Mayoría ha echado mano a lo único que había: la supuesta sedición de algunos políticos y comentaristas. Lamentablemente con esto, y quizás sin darse cuenta, el –reducido– contingente de izquierda que aún sobrevive en la Nueva Mayoría ha firmado su acta de rendición.[/cita]

Por abstracto que pueda sonar lo anterior –quizás la principal, aunque infundada, crítica al enfoque de la hegemonía– podemos encontrar ejemplos patentes de su lógica en nuestro país. En el último tiempo hemos podido apreciar que, desde el Gobierno, ha surgido una necesidad de salir a construir discursivamente un “nosotros” que brinde una identidad más estable. Una vez que la inocente idea de que se podía transformar el modelo político-económico nacional sin generar mayores alteraciones en su propio funcionamiento y sin provocar muchas resistencias, la Nueva Mayoría ha caído en razón de que es necesario construir un nuevo enemigo que le otorgue legitimidad a su proyecto. Los timoratos intentos por identificar a “los poderosos de siempre” o “el 1% más rico” como agente a combatir cayeron al poco andar. De ahí en más, el Gobierno se ha visto enfrascado en guerras intestinas que poco espacio han dejado para volver a su proyecto inicial.

Pero la senadora y presidenta del PS, Isabel Allende, señaló recientemente que: “Siento que nos ha faltado [como Nueva Mayoría] el ethos del nosotros, de estar juntos por convicción, por unidad y propósito”. Aquí resulta clara la alusión de Allende a la necesidad de demarcar un límite que establezca qué es lo que está dentro del “nosotros, la Nueva Mayoría” y lo separe del “ellos, los que impiden que nuestro proyecto se realice”. Lamentablemente, se ha vuelto una tradición difícil de romper el darse cuenta de las cosas demasiado tarde en la Nueva Mayoría –y, a veces, ni tarde se dan cuenta de las cosas, como le está ocurriendo al presidente del PDC–.

Cuando se toma consciencia demasiado tarde de las cosas resulta bastante probable cometer errores para subsanar el hecho. Así, en su desesperación por generar una homogeneidad identitaria que le permita sortear el actual contexto, la Nueva Mayoría ha echado mano a lo único que había: la supuesta sedición de algunos políticos y comentaristas. Lamentablemente con esto, y quizás sin darse cuenta, el –reducido– contingente de izquierda que aún sobrevive en la Nueva Mayoría ha firmado su acta de rendición. Esto, debido a que cuando el único elemento que logra generar un sentimiento de pertenencia, un “nosotros”, es la distinción entre democráticos y no-democráticos, se está asumiendo tácitamente que no hay un proyecto detrás que dote de sentido aquel espíritu, porque ser democrático no es algo con lo que se sustenta un proyecto de sociedad, es el requisito mínimo para articularlo.

De esta forma, podemos apreciar que las palabras de Mayol que citábamos en un comienzo, por exageradas que puedan ser, tienen una no despreciable cuota de razón: mientras Pinochet estuvo vivo, la Concertación pudo mantener sin mayores dificultades su proyecto de “humanización del neoliberalismo” con el aval de no tener las manos manchadas de sangre, con los documentos que certificaban su carácter democrático al día. Pero, actualmente, la vigencia de este certificado ha expirado. Ser demócrata ya no es un elemento a destacar, es un imperativo. De ahí que continuar con una táctica de legitimación a través de la diferenciación entre “nosotros, los demócratas” y “ellos, los sediciosos” no haga sino sacar a relucir la inexistencia de un proyecto de sociedad que pueda aglutinar a la Nueva Mayoría. Queda la duda, por lo menos para algunos, sobre si alguna vez lo tuvo.

Solo para concluir, quisiera citar in extenso un extracto de una entrevista que Tomás Undurraga le hizo a Enrique Correa en 2009 para su libro Divergencias. Dice Correa: “Cuando llegamos al gobierno, concluimos que no íbamos a cambiar esto. Íbamos a mantener los aranceles bajos, las privatizaciones, la independencia del Banco Central (…). Y no es que haya nacido en nosotros una nueva concepción intelectual. Simplemente pensamos, si la economía va en alza, ¿qué pasa si hacemos algo diferente y obtenemos malos resultados? ¡Nos van a cambiar a los cuatro años! Y nuestra meta era mantenernos en el poder. Mantuvimos la economía abierta pero hicimos una corrección laboral y una tributaria. Y la historia nos dio la razón: ¡hemos gobernado por décadas! Nuestra decisión fue de un pragmatismo total”.

Poco para agregar. Quizás solo sea necesario recordar que Jorge Burgos, actual ministro del Interior, hace pocos días dijo que Enrique Correa es muy amigo del Gobierno. Los que se las quieran dar de hegelianos dirán que la historia se repite. Los lectores de Marx agregarán que primero como tragedia y después como farsa. Mejor quedarnos con el menos determinista Mark Twain: “History doesn’t repeat itself, but it does rhyme”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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