Publicidad
El fantasma del populismo recorre a la elite Opinión

El fantasma del populismo recorre a la elite

El carácter populista, por tanto, resulta inextirpable de la política como tal. Y su razón es simple: como vimos, no hay movilización política si no es contra un “algo” que debe dejar de ser como es, y ese algo es soportado por “algunos” que no están dispuestos a permitir el cambio. De ahí que el populismo no sea más que un concepto que funciona como recipiente para capturar estos males que deben cambiarse.


Parafraseando el primer párrafo del Manifiesto Comunista, pareciera ser que hoy en día un fantasma recorre a la clase política chilena: el fantasma del populismo. Todas las fuerzas de la vieja élite se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: la Presidenta y los empresarios, economistas y columnistas, izquierdistas y derechistas. Sin embargo, esta columna no se plantea como uno más de los innumerables llamados a la cautela o de las alertas sobre nuestra llegada, como sociedad, al borde del precipicio populista. Muy por el contrario, ante la pletórica danza de posicionamientos sobre el tema, parece necesario realizar una disquisición que permita derribar malas o antojadizas concepciones sobre el populismo.

Sin ánimos de hacer un recorrido exhaustivo, podemos decir que el punto de partida de esta discusión lo dio Michelle Bachelet quien, en diciembre de 2013 en una entrevista a CNN en Español, presentaba algunos lineamientos de su futuro mandato sentenciando: “Yo no soy populista, no hago ‘ofertones’ sino que defino cuáles son aquellos cambios fundamentales que Chile requiere para ser un país justo, un país moderno”. Y esta pelota que quedó boteando fue recogida rápidamente. A comienzos de abril de 2014, The Economist escribía que el programa de reformas de la Presidenta era el más radical que viera Chile desde Allende y que, por ello, corría el riesgo de sacrificar una tradición de políticas públicas serias en el “altar del populismo”. De ahí en más, cada cierto tiempo se reflota la idea del populismo como un intento por deslegitimar el actuar del Gobierno.

Desde mediados de este año, sin embargo, las alusiones al populismo en columnas y referentes de opinión han sido numerosas y cada vez más lúgubres. A comienzos de junio, Michelle Bachelet señaló en una reunión con empresarios franceses lo siguiente: “No somos un país poco serio, no somos populistas, no planteamos elementos como Gobierno que luego otro Gobierno no pueda seguir sosteniendo”. Todo esto en relación con que las reformas propuestas estaban bien elaboradas y seguían el mantra de que los gastos permanentes se financian con recursos permanentes.

Pero en el mismo mes, y a propósito de la escalada de los casos de financiamiento irregular a campañas políticas por Penta y SQM, Cristóbal Rovira señaló, en una columna publicada en El País, que el pacto transicional elitista que otorgó estabilidad democrática durante los últimos veinte años había perdido el equilibrio que mantenía con la sociedad y, como consecuencia, la elite político-económica nacional no lograba sintonizar con las demandas de una ciudadanía profundamente distinta a la de antaño, por lo que, a su juicio, es preciso generar un nuevo pacto social que relegitime nuestra sociedad, lo que es particularmente urgente dado que: “La ceguera de la elite chilena está pavimentando el camino para el surgimiento del populismo”.

[cita]Las alusiones al populismo en columnas y referentes de opinión han sido numerosas y cada vez más lúgubres. A comienzos de junio, Michelle Bachelet señaló en una reunión con empresarios franceses lo siguiente: “No somos un país poco serio, no somos populistas, no planteamos elementos como Gobierno que luego otro Gobierno no pueda seguir sosteniendo”.[/cita]

Los aspirantes a La Moneda, Marco Enríquez-Ominami y Andrés Velasco, también han utilizado el populismo como arma de crítica. El primero, en el contexto del mea culpa de Bachelet sobre la falta de recursos para las reformas –el famoso realismo sin renuncia–, sostuvo que “la excusa según la cual no hay plata representa lo peor de la política”, añadiendo que “el Gobierno debe dar explicaciones y no caer en el populismo de hacer campaña con promesas que no va a cumplir. La inacción no produce crecimiento”. El segundo, en una entrevista Radio Agricultura, declaró que existen señales de populismo tanto en la Nueva Mayoría como en la derecha, ya que tanto en el Gobierno de Piñera como en el actual se han hecho políticas cortoplacistas, lo que sería típico del populismo, dado que este “busca el rédito político inmediato sin pensar en las consecuencias a futuro”.

Desde la vereda de la derecha, no han sido pocas las voces que han acusado de populismo al Gobierno: Roberto Ampuero dijo ver “muchos rasgos de populismo en el Gobierno de Bachelet”; Fernando Villegas afirmó que la capacidad del gasto social actual es el aliciente perfecto para perpetuar el populismo, “régimen hacia el cual pareciera tender nuestro país”; Sergio Melnick sostuvo que la historia estaría pasando por el lado de Chile, ya que nuestro país está sumido en las pasiones que despierta “una batería de reformas estructurales de muy mala factura técnica, improvisadas y de tenor muy populista”; por último, Axel Kaiser ha declarado que la cultura populista de la región ha echado raíces en nuestro país afirmando que “Chile hoy es terreno fértil para el populismo”.

De esta retahíla de sentencias sobre el carácter populista del actual Gobierno, podemos realizar un ejercicio de depuración y extraer las principales características que tendría el fenómeno. En síntesis, el populismo estaría marcado por ofrecer en demasía y no ser responsable ni consecuente con ello, se sustentaría en la demagogia y la opresión, y sería un impedimento para la modernización y los anhelos de justicia. Sin embargo, una pregunta parece ser inevitable, ¿cuál de estas características es la fundamental? Solo por poner un ejemplo, según Ciudadano Inteligente, el Gobierno de Sebastián Piñera cumplió con el 61% del total de los compromisos asumidos en su programa de Gobierno y alcanzó un magro 31% en materia de políticas dirigidas a los Pueblos Originarios. ¿Es posible considerar, por ello, al Gobierno de Piñera como uno populista?, ¿o un 39% de incumplimiento no es suficiente?

Cualquier respuesta a estas preguntas será un juicio político y no, como quisieran algunos, un enunciado de corte descriptivo. Vale decir, será una cuestión relacionada con intereses y movilización de significados y no una cuestión de apreciar cómo son las cosas. Al ser imposible determinar cuál es el mínimo necesario para tener la plena certeza de que estamos frente a un Gobierno populista –¿es lo que se ofrece?, ¿lo que no se cumple?, ¿el cómo se cumple?, ¿es la polarización política?…– debemos aceptar que estamos frente a un elemento profundamente ambiguo, capaz de asumir múltiples formas según quién y cómo lo utilice y, lo fundamental, un elemento imposible de eliminar de la política porque es lo que hace que esta tenga sentido –y no devenga en la gestión de las cosas–.

Volvamos a Kaiser para aclarar esto. Gran parte de sus argumentos hacen inevitable recordar el chiste del tipo que ve una vaca sobre un árbol y se pregunta cómo pudo haber llegado tan alto. Su alergia al Estado y al socialismo parece solo equiparable a la de Gonzalo Rojas, aunque este último es calificado por muchos como un excéntrico y a Kaiser se le viste con ropajes de intelectual. La gran habilidad de Kaiser ha sido generar un vínculo natural entre la izquierda, el populismo y la ideología, lo que le ha permitido derivar una serie de consecuencias que solo serían remediables por el liberalismo que él profesa.

Para Kaiser el gran agente que transforma al mundo es el empresario, aquel que genera riqueza y que tiene el temple para moverse dentro del riesgoso mundo del “emprendimiento”. Es por ello que ve en el avance del Estado un atentado contra el empresario como agente universal –la versión actualizada del proletariado– y no duda en afirmar que dicho avance es necesariamente populista: “La espiral estatista intervencionista que promueven los populistas termina invariablemente en crisis y amenazas concretas de expropiaciones, nacionalizaciones y otras”. Pero eso no es todo. Para él, el populismo se define por una promesa refundacional que se caracteriza por darles más poder a los gobernantes y menos a los individuos, por su énfasis redistributivo, por la ideologización de los líderes y, lo más relevante, por “la creación de un enemigo al cual culpar de todos los males del país” (El asalto populista).

Más interesante que su antojadiza definición de populismo es, sin embargo, la supuesta solución a su avance: “Un sistema de mercado libre y honesto es así el mejor antídoto contra el populismo y la única garantía de que haya prosperidad transversal”. Pero ¿desde cuándo el mercado tiene una valoración positiva de la honestidad? Quizás Kaiser tanga en mente aquí a los emprendedores que formaron sus empresas al alero de las olas de privatizaciones en dictadura y que se juegan constantemente su capital en sus arriesgados emprendimientos rentistas, o quizás a cadenas de farmacias, transportes o alimentos que se coluden para subir sus precios, o, mejor aún, está pensando en exportar las buenas prácticas y honestidad de, por ejemplo, la Turing Pharmaceuticals que subió, de la noche a la mañana, en un 5 mil por ciento el precio de un medicamento utilizado por enfermos de VIH/SIDA, ya que –según su director– “había que generar beneficios”.

A pesar de todo, y aunque Kaiser ni lo sospeche, él está haciendo política. Cuando decíamos, siguiendo a Ernesto Laclau, que el populismo resulta fundamental en la política, lo hacíamos teniendo en mente la necesaria dimensión antagónica, conflictual, de la política –véase mi columna La sedición como búsqueda del ethos del nosotros– que siempre está relacionada con la construcción de un enemigo. Sin este elemento, la política deviene en lo que se denomina “pospolítica”, o sea, la gestión de un estado de cosas preexistente e inalterable en lo sustancial. Y esto es, precisamente, lo que Kaiser hace: sus constantes esfuerzos no hacen más que intentar delimitar de forma duradera la frontera entre “nosotros, los liberales” y “ellos, los populistas”. Su supuesto análisis desideologizado, inmunizado de los vestigios de una forma de enfrentar la política propia de la Guerra Fría y su llamado a asumir al mercado como espacio de salvación abierto a todos no puede elaborarse sin construir, en ese mismo acto, a su enemigo, al “cáncer populista (que) hace metástasis en la región” (Brotes libertarios en el pantano populista).

El carácter populista, por tanto, resulta inextirpable de la política como tal. Y su razón es simple: como vimos, no hay movilización política si no es contra un “algo” que debe dejar de ser como es, y ese algo es soportado por “algunos” que no están dispuestos a permitir el cambio. De ahí que el populismo no sea más que un concepto que funciona como recipiente para capturar estos males que deben cambiarse, por lo que el populismo es el elemento que permite construir a ese enemigo que habilita la praxis política. Lo que no logran advertir estos “intelectuales antipopulistas” es que su discurso requiere de los retrógrados populistas para legitimarse y sostenerse. La polarización no es patrimonio de la izquierda, sino de la política.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias