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Eyzaguirre y la remodelación de nuestra casa neoliberal Opinión

Eyzaguirre y la remodelación de nuestra casa neoliberal

Solo cuando la democracia abraza la incertidumbre de resultados que le es intrínseca y asume que el poder transformador recae en la mayoría –que siempre, en democracia, será circunstancial– la política tiene espacio.


Consultado por su visión de la actual Constitución que rige al país, Nicolás Eyzaguirre sostuvo en La Tercera lo siguiente: “Es una Constitución mucho más inspirada en principios conservadores y neoliberales; conservadores en lo valórico y neoliberales en lo económico. Es natural que quienes puedan ser más liberales en lo valórico y más socialdemócratas en lo económico no se sienten identificados con esta Constitución”. A renglón seguido, y para evitar críticas, afirmó: “Lo que queremos es que haya una Constitución donde ambos, conservadores y liberales, socialdemócratas y neoliberales, se sientan a gusto y que las políticas públicas sean las que, en definitiva, determinen el curso de cada gobierno”.

Esto es algo que, sin dudas, llama a reflexionar. Podemos decir que tres elementos resultan fundamentales. Primero, si el “coordinador administrativo” –como dice ser– del proceso constituyente afirma que la Nueva Constitución aspira a ser una casa neoliberal-socialdemócrata, pierde toda validez el discurso sobre los “jacobinos” que muchos han intentado enarbolar para deslegitimar este proceso que sería revolucionario-irracional-emocional. Segundo, llama la atención la metáfora que se ha utilizado –la casa– como modelo de la Constitución. No solo Eyzaguirre sino que también Patricio Zapata ha apelado a la idea de una “casa de todos”, lo que no es baladí en la legitimación del proceso. Tercero, una pregunta resulta inevitable: ¿por qué habría que hacer una casa con esas características y no con otras? Vayamos por parte.

Dentro de los paños fríos que intenta poner Eyzaguirre ante las dudas que ha planteado la derecha, resulta interesante su apelación a que la Nueva Constitución debiese ser una estructura fluida, vale decir, una que permita un tránsito libre de fricciones entre distintas corrientes, lo que haría que tanto conservadores como liberales, así como socialdemócratas y neoliberales, puedan sentirse a gusto en ella. Sorprende, por lo demás, que sea tan considerado con estas posiciones y no incluya a la izquierda, la que, al parecer, no tendría una comodidad asegurada en la Nueva Constitución.

Esto último es fundamental. ¿Quiénes son “todos” los que se deben sentirse cómodos? Alguien apegado a la RAE dirá que, en rigor, nadie debería sentirse incómodo para que se cumpla el requisito, lo que, políticamente hablando, parece bastante difícil. Bajo esta lógica simple, y remitiéndonos exclusivamente a la esfera política, significa que habría que hacer que se sintieran cómodos gremialistas, socialistas, liberales, conservadores, pinochetistas, allendistas… todos sin diferencia.

Claramente esta estructura que pretende Eyzaguirre es esquizofrénica y no puede ser viable. Por lo tanto, este “todos” no puede ser sino un oxímoron, ya que es un todos excluyente, en tanto que requiere dejar algo fuera para estabilizarse. Por ejemplo, una Constitución democrática debe, necesariamente, dejar fuera de sí cualquier elemento autoritario para constituirse como tal, por más que haya personas partidarias del autoritarismo en nuestro país. No es posible tener una Constitución democrática que incorpore en su estructura elementos autoritarios, ya que esto subvierte sus presupuestos.

Entonces, ¿de dónde proviene este ímpetu de incluir a todos? Podemos proponer como hipótesis que este proviene de la particular concepción de la democracia que emerge de la cultura política nacional postdictadura –que está plenamente vigente aunque deslegitimada socialmente– que cancela el acto político propiamente tal y lo reemplaza por un consenso apolítico. Si bien esta característica de nuestra cultura política ha sido analizada por múltiples cientistas sociales (Moulian, Garretón, Mayol, Camargo, Ruiz, etc.), sus manifestaciones nunca dejan de renovarse y actualizarse. Particularmente, hoy en día asistimos a una rearticulación de la lógica de los consensos mediante la crítica de las “mayorías circunstanciales”.

[cita tipo=»destaque»]La adopción transversal del discurso de las “mayorías circunstanciales” es una muestra más de lo antidemocrático de nuestra cultura política nacional, donde la democracia solo es aceptada si se le amputan sus potencialidades transformadoras y se relativizan sus lógicas de funcionamiento. Solo así es posible afirmar que la Nueva Constitución deba dejar contentos a “todos”, incluyendo a quienes se niegan a modificarla y a quienes alaban las características de la actual y soslayan su origen.[/cita]

La lógica –si se le puede decir así– de esta crítica está sustentada en que sería ilegítimo que una mayoría parlamentaria gobernante transforme radical y permanentemente un determinado estado de cosas bajo el argumento de que esta mayoría es susceptible de perder tal condición, lo que haría posible que una futura mayoría de signo contrario se vea obligada a jugar con reglas que no instituyó. Por ello, sería imperativo regirse por una regla superior a la de la “mera mayoría” y abogar por un consenso que satisfaga a la mayoría actual y, además, a las potenciales fuerzas que aspiran a constituirse como tal en el futuro.

Este razonamiento resulta ser profundamente antidemocrático, ya que utiliza la principal característica de la democracia –lo “vacío” del lugar del poder, como dijera Claude Lefort, lo que vuelve imposible que alguien lo retenga indefinidamente– como un argumento para limitar su desarrollo en pos de la mantención de un estado de cosas lo menos alterado posible.

Así, llegamos al paradójico escenario de que en nuestra democracia solo sería posible y legítimo generar cambios permanentes en la medida en que, o bien exista la garantía de que hay un único depositario del poder (lo que es equivalente a un gobierno autoritario), o bien que la mayoría política existente se subordine a las pretensiones mayoritarias de sus adversarios y decida compartir su poder transformador (lo que equivale a cancelar el principio de mayoría). Así, nuestra cultura democrática solo pareciera admitir transformaciones en la medida que anulen o baipaseen sus características fundamentales.

La derecha, con muy poco que decir en el Congreso, ha esgrimido este argumento en numerosas ocasiones. Solo dos ejemplos: luego del cambio de gabinete en mayo, Cristián Monckeberg solicitó que el Gobierno se allanara al diálogo y dejara de ejercer “mayorías circunstanciales que al final no dan buenos resultados”. Y, recientemente, Joaquín Godoy manifestó, tras reunirse con Osvaldo Andrade, que “la nueva Constitución no puede ser el resultado de una mayoría circunstancial, sino que el resultado de un país que se sienta representado en su Carta Magna”. Esto no es sorpresa. Lo que sí sorprende es la facilidad con que este discurso gana adeptos en el Gobierno.

A fines de 2013, Jorge Pizarro afirmaba que el Senado sería muy dialogante y buscaría amplios acuerdos para las reformas planteadas en el programa, ya que no podían aprovecharse de una mayoría circunstancial para llevarlas a cabo. Juan Luis Castro, luego de la aprobación en general de la despenalización del aborto, sostuvo que el respaldo obtenido “refleja no una mayoría circunstancial sino una mayoría de la ciudadanía” que habría tomado conciencia de dicha problemática. Ernesto Velasco, sobre el proceso constituyente, sostuvo que la Constitución no se puede cambiar a cada momento “ni ser elaborada por una mayoría circunstancial, debe tener un consenso amplio”. Sobre lo mismo, Felipe Harboe sentenció que “la definición de [la] Constitución no puede ser producto de una mayoría circunstancial”, ya que debe tener estabilidad y legitimidad democrática. Por último, Mariana Aylwin –que formalmente es parte del Gobierno– sostuvo que las cosas se hacen de mejor manera cuando se buscan acuerdos “y no intentando imponer una mayoría circunstancial sobre el resto de la sociedad”.

La adopción transversal del discurso de las “mayorías circunstanciales” es una muestra más de lo antidemocrático de nuestra cultura política nacional, donde la democracia solo es aceptada si se le amputan sus potencialidades transformadoras y se relativizan sus lógicas de funcionamiento. Solo así es posible afirmar que la Nueva Constitución deba dejar contentos a “todos”, incluyendo a quienes se niegan a modificarla y a quienes alaban las características de la actual y soslayan su origen.

Cuando la democracia deviene en un arreglo entre partes, claramente “todos” pueden quedar contentos. Pero solo cuando la democracia abraza la incertidumbre de resultados que le es intrínseca y asume que el poder transformador recae en la mayoría –que siempre, en democracia, será circunstancial– la política tiene espacio. Quizás conviene recordar la casi poética sentencia de Ulrich Beck acerca de que en una sociedad “sin un núcleo legitimador, es evidente que incluso el más leve soplo de viento que provoca el grito que clama por la libertad puede echar abajo el castillo de naipes del poder». Difícil pensar que hoy en día los consensos propios de nuestra cultura política puedan hacer de núcleo legitimador de nuestra sociedad.

Finalmente, solo un breve comentario sobre la metáfora de la casa. Tradicionalmente, se entiende que una casa es una construcción que nos sirve de resguardo ante algún fenómeno o imprevisto indeseado. Entonces, cuando Eyzaguirre afirma que “ni creemos ni queremos que la Constitución sea la casa de algunos y no de todos”, está diciéndonos que la Nueva Constitución debe protegernos de algo que atenta contra nuestra integridad social. Pero si los neoliberales son parte del grupo de los que debiesen sentirse cómodos dentro de esta Nueva Constitución, ¿de quiénes habría que resguardarse? Si, supuestamente, el gran enemigo de la Nueva Mayoría es la desigualdad, ¿le faltará evidencia a esta para comprobar que el neoliberalismo genera estructuralmente desigualdad mediante su lógica de acumulación, privatización y financiarización? En fin, quizás nuestra cultura política nos dé alguna respuesta sobre cuál es la amenaza que nos acecha.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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