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Gratuidad, mercado y educación: la vida no es una planilla Excel Opinión

Gratuidad, mercado y educación: la vida no es una planilla Excel

Fernando Balcells Daniels
Por : Fernando Balcells Daniels Director Ejecutivo Fundación Chile Ciudadano
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Estamos embarcados en una dirección de la educación superior que tiene dos escalas. La primera, que es la que vislumbran Lagos y Piñera, pobre, masiva y comoditizada, en red, indiferente a la presencia y al contacto entre un maestro y un aprendiz. La segunda, donde la calidad que se puede pagar hace la diferencia en la capacidad de vuelo de una vida.


Es evidente que la gratuidad en la educación universitaria es necesaria y es imposible. No exactamente por falta de fondos sino por exceso de universidad. Hablamos de los dos términos, financiamiento y educación, como si fueran conceptos de precisión equivalentes y contrapesos de una misma balanza.

Sabemos lo que cuesta un peso, pero no tenemos tan claro lo que pesa la universidad.

Los pesos son números ligeros, mientras la educación y la universidad son nociones densas, flotantes y desbordantes. Cualquiera sea la definición que adoptemos, los pesos crecen o decrecen iguales a sí mismos, pero la educación se ha vuelto amorfa, ilimitada e interminable.

La gratuidad es necesaria para nivelar la cancha. Es imprescindible para cambiar el enfoque de nuestra convivencia económica. Por sobre todo, es urgente para liberar a los jóvenes y a sus familias del peso agobiante de una deuda indebida.

Los desafíos de financiamiento público de la educación permanecen abiertos, pero este artículo es una invitación a mirar el otro polo de la ecuación. Se trata de hacer caber la educación universitaria en un financiamiento estable, para darle un lugar en el conjunto de los procesos de formación profesional de una vida.

Para hacer permanente la gratuidad hay que hacer coincidir dos plantillas de forma y materialidad distintas y abiertas a diferentes ritmos de evolución. Eso se logra estirando los pesos y acotando el volumen de la universidad.

El otro modo de hacer calzar ambos animales es el recurso a la voluntariedad en los servicios que se prestan a las universidades y en el costo de los docentes. Pero esa es una utopía distinta. Por ahora, estamos obligados a condensar y desmitificar la universidad, ‘templo del conocimiento’, y aterrizar su concepto en la realidad más prosaica de su actual función social.

En el régimen que tenemos hoy, las universidades y los pregrados están inflados artificialmente por el negocio, por una tradición prestigiosa y por una demanda de movilidad social enfocada engañosamente en la universidad. La diferenciación de los proyectos educacionales se ofrece crecientemente en diplomados, posgrados y prácticas profesionales que son opcionales al modelo básico.

La universidad, en su primer ciclo, actualmente no produce profesionales autónomos –debiendo producirlos– sino aspirantes que deberán completar su formación en varios años de experiencia práctica. Estamos embarcados en una dirección de la educación superior que tiene dos escalas.

La primera, que es la que vislumbran Lagos y Piñera, pobre, masiva y comoditizada, en red, indiferente a la presencia y al contacto entre un maestro y un aprendiz.

La segunda, donde la calidad que se puede pagar hace la diferencia en la capacidad de vuelo de una vida.

Con la reforma, vamos a reforzar un régimen de aranceles y de contenidos relativamente homogéneo en los pregrados y un sistema emergente, paralelo y diversificado en los posgrados y otros servicios.

La reforma va a desplazar, más radicalmente, a la universidad al papel de una extensión estandarizada de la enseñanza media. Por el camino que vamos, el conocimiento práctico, especializado y profesional, no se va a incluir en el pregrado, se lo va a postergar, con más fuerza que hoy, hasta después de la universidad. Esta repetición aumentada de lo que tenemos hoy como deficiencia educativa universitaria es producto de la nula mirada de la reforma hacia adentro de la institución educacional.

[cita tipo= «destaque»]La gratuidad es necesaria para nivelar la cancha. Es imprescindible para cambiar el enfoque de nuestra convivencia económica. Por sobre todo, es urgente para liberar a los jóvenes y a sus familias del peso agobiante de una deuda indebida. Los desafíos de financiamiento público de la educación permanecen abiertos, pero este artículo es una invitación a mirar el otro polo de la ecuación. Se trata de hacer caber la educación universitaria en un financiamiento estable para darle un lugar en el conjunto de los procesos de formación profesional de una vida.[/cita]

En la economía que está emergiendo, Chile no va a sobrevivir vendiendo materias primas y mano de obra barata. El futuro del país y de los jóvenes está de vuelta en una artesanía innovadora, intensiva en tecnología, conocimiento y experiencia local. Nuestro trabajo consiste en salir de la repetición y transformar lo que tenemos hoy como pregrados en el paso inicial de la preparación profesional: un primer ciclo de ‘educación superior’ al estilo de muchos sistemas desarrollados.

Debemos separar dos problemas.

Primero, la necesidad de distinguir un primer ciclo universitario de pregrado, de un segundo y tercer ciclos de maestría y doctorados. Luego, estamos afirmando la necesidad de cambiar el carácter escolar del primer ciclo por una práctica que anticipe la mezcla y los cruces entre enseñanza teórica y los aprendizajes por la experiencia práctica.

Debemos acortar el período de universidad y avanzar en todas las nuevas formas de aprendizaje que son necesarias. Hablamos de la recuperación de prácticas antiguas aplicadas a los grandes números de aprendices que estamos entrenando en la actualidad.

Se entiende el dilema de las universidades privadas: como tomar el dinero que se les ofrece y quedar libre para una entrega educacional sin trabas burocráticas. Algunas ya ofrecen posgrados en ‘Desmaterialización de Puentes’ y esa oferta se multiplicará por decenas de alternativas en los primeros años y luego por cientos de nuevas opciones –para no abrumarnos en los miles–.

No lo hemos dicho, pero un supuesto de las políticas de gratuidad general es que ellas son una base para el ejercicio de iguales libertades. No es pensable prohibir la enseñanza privada y el cobro por enseñar. Esa es la vieja alianza entre la filosofía dogmática y el Estado, que nos lleva a caer en el romance de las academias clandestinas, el mercado negro del conocimiento y una policía de la educación que ya habita acechando el espíritu inquisidor compartido por estatistas y libertarios intransigentes de todos los colores.

La gratuidad va a ser el medio para sincerar y estabilizar una media universitaria y despejar posibilidades, dentro y fuera del sistema, para una educación de calidad. La gratuidad solo puede aplicarse a un régimen común, de alto nivel, pero básico. La calidad del aprendizaje va a tener que medirse nuevamente con criterios prácticos, desde la sociedad y no desde adentro de un sistema autorreferencial.

A pesar de su límite, el esfuerzo por alcanzar la gratuidad en este nivel de la educación es vital para el desarrollo del país. Necesitamos jóvenes que, al salir del primer ciclo, de la universidad, puedan optar por especializarse, seguir carreras académicas, emplearse o emprender una aventura propia.

Necesitamos jóvenes que hayan aprendido a investigar, a experimentar y a gestionar proyectos en su área y a entrenarse en su vocación de vida.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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