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Populismo y democracia: fricciones generacionales Opinión

Populismo y democracia: fricciones generacionales

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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La «izquierda indexada» a la gestión neoliberal es profundamente autocrítica con aquella subjetividad política embebida de autorrealización humana (maximalismo). La crítica radical al manualismo como vehículo utilizado por las culturas militantes para remecer conciencias críticas en la década de los 60 y 80, abría la puerta a una lectura sin mediaciones de las tradiciones marxistas. Moulian catalogó este proceso como un vacío de teoricidad (¡cuánta falta nos hizo Gramsci¡). Décadas más tarde (años 90), se configuraba una militancia más meditativa y pausada, que miró el pasado reciente con determinado recelo de esa subjetividad política misionera y beligerante.


La derrota de la izquierda reformista en 1973 y la sobreabundancia de mitos y secuelas. La vía italiana y las lecciones extraídas desde la propia Unidad Popular. Enrico Berlinguer y su célebre «Lecciones de Chile», advirtiendo que la «vía chilena al socialismo» carecía de una hegemonía cultural y política, en tributo a Antonio Gramsci. Los años del plomo en Italia y la caída del «compromesso storico» tras la muerte de Aldo Moro. La experimentación del Eurocomunismo. La crisis teórica y política del marxismo vulgar.

El inicio de la cadena de suicidas: en 1979 Nicos Poulantzas, tras una serie de desplazamientos políticos y conceptuales, se lanzaba del 22º piso de la Torre de Montparnasse de París abrazado a sus libros. El escritor Roberto Bolaño solía decir que hay hombres que se sienten acompañados entre libros y requieren de bibliotecas. El estallido historicista de las manos de Althusser, la muerte de Hélene y su encierro en un hospital psiquiátrico. El desbande de los viejos revolucionarios.

La renovación de la izquierda chilena como respuesta al vacío de teoricidad, el exilio fecundo y cruel. De un lado, el boom de Von Hayek en tierras postcomunistas. De otro, la penetrante traducción politológica de la deconstrucción en la obra de Ernesto Laclau. Todos estos aspectos, cuál más, cuál menos, abundaron para repensar la relación entre democracia y socialismo, sin sopesar los desbandes de la relación entre «democracia y mercado», ni menos hurgar en los acompañamientos sibilinos que hay entre «democracia y populismo», toda vez que rechazamos cualquier comprensión primitiva o defectual del término al estilo de los estudios pioneros, casi decimonónicos, de Germani o Di tella en la Argentina del peronismo histórico.

Es un lugar común escuchar la permanente referencia que hacen las distintas culturas partidarias con relación con lo que debería ser concebido en el paisaje neoliberal como una discursividad que se autoproclama «de izquierdas» desde una identidad a partir de un actor adversarial; o bien, construir un proyecto desde las nuevas formas de sujeción que interpelan a un discurso de izquierda.

El Estado, lo público, la igualdad social, la valoración por los derechos humanos, las culturas indígenas, la lucha contra toda forma de explotación humana, etc. En suma, «políticas de la identidad». Dada la oligarquización de la política, y el ancestral peso de las elites autocráticas descritas por Pareto, uno de los aspectos sustanciales dentro de las prácticas militantes de los años 90, es su viraje radical desde el ethos político-ideológico a la razón gestional.

De un lado, de manera repentina y sin un tránsito esperado, pierde sentido aquella subjetividad política anclada sobre el compromiso político por la erradicación de la «modernización neoliberal». De otro, no está de más recordar que la década de los 60 recreó una «primavera de los pueblos» –un magma semiótico– donde las militancias de izquierda se entregaron a los ritos de un «populismo centralizado», una ilusión, una utopía secular en el lenguaje de Hinkelamert.

Tal como lo concibe Tomás Moulian, esa fue una época en que la política dentro de la cultura de izquierda entendía el socialismo como pasión. Una “subjetividad política” que suscribía a los valores de la emancipación social, comprendía que la descomposición de las estructuras socioeconómicas del capitalismo requerían de una militancia misionera, movilizada hacia la autorrealización humana.

La épica, el sacrificio (y la tragedia) formaban parte de la impronta de aquella subjetividad política de izquierda que se esmeraba en recrear un horizonte de sentido. Sin embargo, ahí está la generación reformista del 38 y sus personajes del olvido. Salvador Allende, Carlos Lorca, Eugenio González, entre tantos, son parte de la reserva ética de un «populismo fértil» (ya lo veremos) olvidado e incluso enterrado por los barones del PS indexados a la lógica de la institucionalidad chilena actual. Sin embargo, el ejemplo que nos legaron no es traducible ni exportable a las nuevas identidades políticas que se han configurado en las últimas dos décadas.

[cita tipo= «destaque»]Populismo y democracia deben ser concebidos desde la «metáfora de la sombra», de aperturar los anquilosamientos del orden petrificado. Pero todo indica que la Nueva Mayoría también fracasó en el ejercicio de reconocer la brecha entre populismo y democracia y más aún en ceder la nueva arquitectura política al mundo del Laguismo (“izquierdizado”).[/cita]

La «izquierda indexada» a la gestión neoliberal es profundamente autocrítica con aquella subjetividad política embebida de autorrealización humana (maximalismo). La crítica radical al manualismo como vehículo utilizado por las culturas militantes para remecer conciencias críticas en la década de los 60 y 80, abría la puerta a una lectura sin mediaciones de las tradiciones marxistas. Moulian catalogó este proceso como un vacío de teoricidad (¡cuánta falta nos hizo Gramsci¡).

Décadas más tarde (años 90), se configuraba una militancia más meditativa y pausada, que miró el pasado reciente con determinado recelo de esa subjetividad política misionera y beligerante. Tal cultura política de la introspección contribuyó a la desmovilización de la acción colectiva, en particular de los sectores populares. La desmovilización militante en la década de los 90 dejó sin plataforma político-ideológica a militantes que persistían en su crítica al modelo económico-social, desarrollando acciones de resistencia que caen –por la fuerza del «realismo político»– en una cierta interdicción.

Ahí el trabajo de esos militantes en los sectores populares ya no era valorado como subjetividad política y paulatinamente sus acciones políticas fueron alojadas en el marco normativo de lo delictivo; la despopularización del sujeto popular se debe a una transición elitizada. De otro modo, el “boom” de la modernización acomete una operación de higiene, de cierre sanitario, que deja al sujeto popular en calidad de interdicto. La necesidad de buscar respuestas a la derrota generó un repliegue de esta subjetividad, que a pesar de mantener un ambiente crítico, provocó a la vez desmovilización de su acción (cuestiones de realismo…).

Hace un quinquenio la irrupción del movimiento estudiantil (2011), nos ayuda a identificar nuevamente el valor de la articulación populista (en los términos analizados por la «teoría hegemónica») como un vehículo portador de cambios democráticos. Si partimos de la base de que la democracia no puede estar restringida a cuestiones de procedimiento, administración, institucionalización y ciudadanía electoral, debemos admitir el ámbito de la participación popular que se debe articular a distintas expresiones innovadoras de la «voluntad popular».

En suma, la democracia no puede estar ensimismada invariablemente en el formato liberal. Si bien, reconocemos en la promesa democrática un gesto de inclusión, a veces se abre un territorio vacante que solo el populismo puede copar. La intervención populista consiste en invocar una dimensión redentora que surge gracias al desencuentro entre las dos caras de la democracia (Worsley, 1970: Canovan, 1999).

En principio la asimetría entre exceso de pragmatismo (realismo sin renuncia) y ausencia de redención (cabildos fallidos, encubrimiento y falsa consciencia) puede explicar la genética populista. El punto es saber si este agrietamiento es siempre un suplemento respecto del desencuentro de una propia democracia (fallida) o, bien, un rasgo estructural de la política moderna, como lo ha formulado Ernesto Laclau.

Ya lo sabemos, el populismo no es democrático ni antidemocrático en sí mismo y tampoco hay pureza conceptual. Ninguno de ambos modelos puede pervivir en estado puro; ni la pasión movimientista, ni la reducción de la democracia a la técnica. Populismo y democracia mantienen una implicancia friccionada que resulta indispensable repensar. Recordemos que, más allá de las incomprensiones de nuestra elite, deberíamos entender al populismo como un énfasis, como “una dimensión de la cultura política general” que interpela a la democracia en su tentación pragmatológica.

En nuestro caso, la protesta social fue finalmente absorbida por comunistas, socialistas, y una elite aventajada que veía en los movimientos sociales empoderados un camino plausible para un vínculo cortocircuitado con las tecnologías del realismo. Este año, y pese a ciertos esfuerzos, el movimiento vuelve a sufrir de la indiferencia tan característica de la relación de los actores políticos con la ciudadanía en la década de los 90. De suyo, la elitización transicional se mantiene implacable y el 2011 representa una rotación de la elite, pero también un populismo de baja intensidad que ingresa nuevos significantes a nuestro paisaje político. Convengamos que es una buena señal la contribución encomiable de Fernando Atria, a diferencia de la compulsión cortesana del actual politólogo del Servel.

Por fin, bajo el pensamiento postfundacional aparece una «izquierda heteróclita» (el péndulo va de la institucionalidad a los movimientos autonómicos) que se suma desgarbadamente a las demandas postmateriales. Y todo ello en el contexto de las «reivindicaciones invertebradas», a diferencia del movimiento ilustrado del 2011, las «pensiones del hambre» (AFP) aunque claramente antiestablishment, no representan –necesariamente– la construcción de un populismo que mantenga una secreta afiliación con la teoría democrática. El populismo visita espectralmente a la democracia; hay relaciones de contaminación entre estos dos términos.

Sin embargo, en esto también ha surgido una cultura instituyente con subjetividades políticas que no son posibles de indexar al «pacto transicional», pero tampoco giran hacia otra subjetivación política y se agotan en la reactividad. En medio de la deslegitimidad de la «clase política», un espacio significativo para pensar una (post) militancia como una actividad que fortalece la vocación por lo político. Lo más notable de esta «subjetividad política» es su debilidad en sostener con vigor una narrativa populista, un «horizonte de trazabilidad», dada la ineludible inclinación metafísica de las izquierdas que ha consignado Benjamin Arditi.

Por fin, el temido populismo también puede ser una respuesta a las limitaciones de la democracia elitista y puede estar a la sombra, en un vínculo espectral y fértil sobre la democracia, más que augurar majaderamente su funcionamiento defectuoso. Populismo y democracia deben ser concebidos desde la «metáfora de la sombra», de aperturar los anquilosamientos del orden petrificado. Pero todo indica que la Nueva Mayoría también fracasó en el ejercicio de reconocer la brecha entre populismo y democracia y más aún en ceder la nueva arquitectura política al mundo del Laguismo (“izquierdizado”).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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