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El adulto herido y la vulneración a los hijos


La contingencia nacional y los descubrimientos que han sido vueltos hacia la luz pública respecto de la vulneración de derechos a niños, niñas y adolescentes, sucedida en organismos que debiesen garantizar el bienestar de los sujetos que tienen a su cargo, ha hecho cuestionar tanto el nivel central de administración, como los organismos colaboradores del Servicio Nacional de Menores, no obstante, además de aquello, se inserta el foco a modo colateral respecto de por qué esos niños, niñas y adolescentes llegan a estar en esos espacios, siendo usuarios del sistema de Protección chileno.

Las explicaciones son diversas, y dentro de ellas se encuentra la categorización de “inhabilidad” que generan las instituciones públicas de protección y los Tribunales de Familia, respecto de padres que no han podido ejercer su parentalidad del modo esperado, desplazándose la crítica hacia la persona sin que se realicen los esfuerzos necesarios para poder comprender tal fenómeno social y aportar en su resolución en términos de políticas públicas. Actualmente, los organismos interventores parecieran no hacerse cargo de modo profundo de esta realidad, ni comprender a cabalidad cuáles es el trasfondo de ese comportamiento negligente hacia los hijos, lo que impide que se realice un trabajo real en pos de garantizar el derecho de los niños a vivir junto a sus padres.

Ser adulto implica vivir con los vestigios que ha dejado la historia transitada, pero bajo el filtro de una consciencia más completa, que ha reflexionado, sentido e interpretado en mayor o menor medida cada suceso. En ese sentido, los daños sufridos por la propia historia dejan su huella en la emocionalidad y el racionamiento humano, haciendo que ésta se transmita hacia afuera, permeando el ámbito social, laboral y familiar.

[cita tipo=»destaque»] Es cierto que existen dispositivos de intervención en estas materias, la mayoría relacionados al Servicio Nacional de Menores, no obstante, estos resultan insuficientes en cuanto a la profundidad terapéutica necesaria, el nivel de especialización del profesional tratante, los tiempos disponibles y el nivel de motivación para estos adultos, para quienes el sistema resulta más coactivo que una alternativa real y colaborativa. Englobando todo lo anterior aparece el punto fundamental: La falta de recursos.[/cita]

La interferencia en el ámbito familiar de la propia historia, cuando ésta ha dejado un nivel de daño que trasciende a lo meramente personal y traspasa hacia las vinculaciones principales, como son los hijos, pasa a ser un problema social que debe ser abordado responsablemente, ya que es posible pensar que el sufrimiento en la infancia si no se trata psicológicamente, será trasladado hacia la adultez y podrá expresarse en las relaciones sucesivas con la infancia cercana, siendo parte de un ciclo que podría ser interminable de no mediar un mecanismo para que esto no ocurra.

Es cierto que existen dispositivos de intervención en estas materias, la mayoría relacionados al Servicio Nacional de Menores, no obstante, estos resultan insuficientes en cuanto a la profundidad terapéutica necesaria, el nivel de especialización del profesional tratante, los tiempos disponibles y el nivel de motivación para estos adultos, para quienes el sistema resulta más coactivo que una alternativa real y colaborativa. Englobando todo lo anterior aparece el punto fundamental: La falta de recursos.

El contexto actual del sistema de Protección, mantiene deficiencias evidentes y conocidas por la ciudadanía y los más interesados, y hasta donde se ha podido conocer, no existe una planificación que reforme desde las bases el funcionamiento actual. Lo que ha ocurrido hasta el momento es que las mejoras se han relacionado con la inyección de recursos e infraestructura. En este sentido, resulta una alternativa el poder avanzar en carriles paralelos: por una parte en lo que respecta al resguardo, la reparación y la restitución de derechos de los niños, niñas y adolescentes, pero también, avanzar en el fortalecimiento y en la resignificación del trauma de los adultos que tendrán niños a su cargo ya que el sistema social, tiene la obligación de proteger a niños, niñas y adolescentes hasta los 18 años, por lo que si se realizaran acciones tendientes a fortalecer el rol social como garantes de derechos, podríamos hacernos cargo también del adulto que ejerce rol de parentalidad y en cómo su carga intergeneracional podrá afectar el resguardo del desarrollo integral de ese niño o niña.

Para abordar lo anterior, es importante considerar el daño que puede entenderse como “la estimación subjetiva de una posible amenaza y pérdida de la potencia personal para enfrentar una adversidad. El daño siempre remite a una condición del pasado y es memoria de un sufrimiento que marcó al sujeto. Presenta una atribución estática de significación que implica un sentimiento de fragilidad, inferioridad o vulnerabilidad que afecta las representaciones del yo.” (Dryzun, 2006).

En ese sentido, la percepción personal del daño, tendrá consecuencias en las relaciones establecidas dentro de la vida del sujeto, traspasando e interfiriendo en la transmisión de experiencias dolorosas no elaboradas por parte de los ascendientes (Werba, s/f), haciendo que la principal cualidad del cuidador como alguien que otorga seguridad y amor se vea alterada mediante agresiones, perturbando el vínculo de apego (Renn, 2006 en San Miguel, M, 2006), lo cual tendrá consecuencias en la historia del niño que, podrían, hacerse transgeneracionales.

Lo anterior nos pone en la posición de hacernos cargo de los niños, niñas y adolescentes, no obstante, para que ello ocurra es fundamental colaborar en la reparación y en la resignificación de las experiencias dolorosas que siguen presentes en los adultos que se hacen o harán cargo de esos hijos. Reparar el daño en el adulto es también hacernos cargo de la falta que le hicimos cuando eran niños. Es saldar una deuda pendiente; y mientras las políticas públicas no incorporen seriamente este punto, continuaremos en una senda deficiente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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