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Sobre el statu quo de la filosofía

Por: María José Carrasco Zavala


Señor Director:

El 17 de marzo su medio publicó una columna de opinión de Carolina Ávalos donde ella expone sus críticas a la propuesta de reforma del currículo de filosofía para tercero y cuarto medio.  La columna se propone “analizar las implicancias de la propuesta” para, de esta manera, “abrir un debate respecto al status quo de la filosofía de la educación que en las bases curriculares se deja ver”.

Si bien la columnista considera un logro que la propuesta recoja varias problemáticas de primer orden — género, cuerpo, experiencia colectiva, entre otras—, a sus ojos la filosofía de la educación que estaría detrás de la reforma sería una “ultraliberal” y, al mismo tiempo, “conservadora”. El fundamento de esto, explica ella, es el hecho de que la reforma contempla un plan común y un plan electivo.

Al tener que elegir, tal parece ser el razonamiento, entre tres áreas temáticas (poder, conocimiento, estética) los y las estudiantes automáticamente son introducidos a un régimen “en el cual se fortalece su autonomía” y que “lo separa de la sociedad”, tratándose, además, de una falsa elección ya que “el Estado no asegura las condiciones materiales necesarias para que […] los tres electivos” se realicen.

Luego —y sin mediar paso lógico alguno— la columnista infiere que la filosofía que sirve de base a la propuesta es una conservadora, que busca preservar una “formación moralizante” pues esta filosofía “define cuáles son las preguntas fundamentales de los estudiantes” afirmando, con ello, la existencia de una verdad que hay que conocer y una manera predeterminada de cómo actuar.

Sin embargo, de la lectura de la propuesta no se puede colegir que a su base se encuentre el oxímoron de una filosofía ultraliberal conservadora, fundada en una “metafísica del individuo”. Tampoco se puede encontrar siquiera una mención a los futuros contenidos a tratar que pudiese llevarnos a creer, como sugiere la comentarista, que la propuesta apunta a la preservación de una verdad previamente dada o que incentive un comportamiento moral determinado, lo cual sería, por lo demás, la tarea propia de un plan de estudio, objetivo que el documento de la propuesta obviamente no se plantea alcanzar.

Lo que efectivamente sí se puede encontrar es la idea general – y, por lo mismo, más o menos abierta—de que la tarea de la filosofía es la de promover entre las y los estudiantes la práctica no sólo de cuestionar la realidad sino de proyectar imaginativamente una nueva, “reconociendo las diversas subjetividades y considerando el cuerpo y el género como constituyentes valiosos de la experiencia humana” (p. 31). Esto, empero, se realiza presuponiendo el fenómeno fundamental de que somos seres sociales y que el filosofar tiene su punto de partida en un espacio de significaciones que es siempre compartido y común (p. 33). Estas ideas son muy parecidas a las que la comentadora, a su juicio, propone como sentido de la filosofía. Esto suscita la pregunta por la clave hermenéutica de la que la autora se sirve para leer el texto en cuestión. Este hecho podría haberse esclarecido si ella hubiese indicado los pasajes del texto sobre los que apoya su lectura.

Dicho esto, nos sorprende además no solo la facilidad con que la autora hace sinónimos dos conceptos que en absoluto lo son —formación y normalización— sino que también el hecho de identificar “neutralización” con lo que ella denomina “educación individualista”, lo cual constituye, a todas luces, otra contradictio in terminis.

María José Carrasco Zavala

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