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Aporías de una democracia representativa

Carlos Montecinos
Por : Carlos Montecinos "Investigador de la Universidad de Buenos Aires. Miembro del GICP "Las Derechas en América Latina". Y miembro del GICP "Foucault, economía y gobierno de la verdad. Fabricando categorías heurísticas para estudios de caso".
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Pensar la crisis de representación chilena como una falla interna de los propios partidos políticos no hará más que profundizar la crisis. Es innegable que gran parte de la mirada negativa hacia los partidos, y hacia los políticos en particular, está bien justificada. Se lo han ganado. No es mi intención hacer un racconto de la situación actual, ya todos estamos enterados. Pero me gustaría ampliar un poco el debate.

Se equivocan quienes, como lo manifestó ayer en una columna de opinión Ricardo Godoy, piensan que la democracia se profundiza “mejorando el rol y la percepción ciudadana de los partidos en ella”. Eso es importante para la estabilidad de las instituciones representativas, seguro. Pero no hay que confundir la representación política y los partidos políticos con la democracia. La crisis de representación no se basa principalmente en una ausencia de probidad por parte de los partidos. La historia de la representación política y su relación con la idea de democracia es una historia llena de conflicto e incertidumbre. La relación entre partidos y democracia aún más

Bernand Manin comienza su célebre The Principles of Representative Government con una imagen fundamental: “los gobiernos democráticos contemporáneos han evolucionado a partir de un sistema político que fue concebido por sus fundadores en oposición a la democracia. La usanza actual distingue entre democracia “representativa” y democracia “directa”, haciéndolas variedades de un mismo tipo de gobierno. Sin embargo, lo que hoy denominamos democracia representativa tiene sus orígenes en un sistema de instituciones (establecidas tras las revoluciones inglesas, norteamericanas y francesas) que, en sus inicios, no se consideraba forma de democracia o de gobierno del pueblo”.

¿Por qué Manin comienza su libro de esta manera? Para resaltar la imposibilidad de pensar los regímenes políticos actuales (cómo se organiza y distribuye el poder; cómo, quién y cuándo gobierna) y su teoría de legitimación del poder político (democracia) por fuera de las grandes tensiones que les son inherentes.

Creer que la crisis de representación se debe principalmente a un desempeño irresponsable de los partidos políticos y no a un fenómeno propio de la representación democrática significa no ver el conflicto en su raíz y, por lo tanto, pensar soluciones estériles.

Pensar el fortalecimiento de la democracia (como forma de legitimación del orden político-social) exclusivamente a partir del fortalecimiento de determinadas instituciones políticas (el sistema representativo y el régimen electoral) es una confusión bastante común. Viene de una comprensión procedimental o mínima de la democracia: la democracia como método de elección de representantes. Robert Dahl fue consciente del error análitico en el que se incurría al pensar una “democracia representativa”: de ahí su famoso régimen poliárquico.

[cita tipo=»destaque»]Entonces, ¿dónde radica el problema? El ejercicio de representación política es más antigua que la idea de una democracia representativa. Al mismo tiempo la concepción de la democracia como el “gobierno del pueblo” subyace en el imaginario colectivo. ¿Es posible representar al pueblo? y de ser afirmativa la respuesta ¿cómo operacionalizar el gobierno del pueblo? Preguntas complicadas, sin duda, pero preguntas necesarias si es que queremos buscar los mejores arreglos institucionales posibles.[/cita]

Entonces, ¿dónde radica el problema? El ejercicio de representación política es más antigua que la idea de una democracia representativa. Al mismo tiempo la concepción de la democracia como el “gobierno del pueblo” subyace en el imaginario colectivo. ¿Es posible representar al pueblo? y de ser afirmativa la respuesta ¿cómo operacionalizar el gobierno del pueblo? Preguntas complicadas, sin duda, pero preguntas necesarias si es que queremos buscar los mejores arreglos institucionales posibles.

Es común argumentar que el significado de la democracia ha cambiado, que se ha adaptado a los tiempos. Pero eso no nos exime de la dificultad. Es más, como bien nos dice Manin, “el significado moderno y el del XVIII (y el contemporáneo) comparten las nociones de igualdad política entre los ciudadanos y el poder del pueblo”. Debemos entonces ver el juego entre los principios del gobierno representativo y los elementos de la idea de democracia como gobierno del pueblo.

La metamorfosis del gobierno representativo ilustra con claridad esta tensión. A vuelo de pájaro (y para no transformar esto en un artículo académico) con la ampliación de la ciudadanía a nuevos sectores de la población y con el reemplazo de los “partidos” de notables (el abandono de la representación por propiedad y cultura) por los partidos de masas, la noción misma de representación entra en conflicto. Nuestra idea actual de democracia representativa consistió en el ingreso de nuevos actores políticos a instituciones políticas ya existentes. Y ese momento al igual que ahora (“ahora” desde hace treinta años ya) se habló de crisis de representación. Es cierto que en Europa los regímenes políticos preexistieron a la democracia ¿Pero qué ocurrió con el diseño institucional más influyente de nuestros tiempos? Lo mismo. Los padres fundadores del sistema estadounidense, e inventores del sistema presidencial, al momento de diseñar su arreglo institucional fueron enfáticos al expresar su reparos respecto a las “facciones” y sobre todo al ideal democrático: el sistema representativo estadounidense es el reflejo de la desconfianza en las masas populares. La República, es decir, un gobierno representativo para evitar el gobierno de la mayoría. Lo dice Madison en el Federalista N°10, la representación “afina y amplía la opinión pública, pasándola por el tamiz de un grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consideraciones parciales o de orden temporal. Con este sistema, es muy posible que la voz pública, expresada por los representantes del pueblo, esté más en consonancia con el bien público que si la expresara el pueblo mismo”.

¿Pero dónde radica realmente la tensión entre la democracia como gobierno del pueblo y la idea de la representación del pueblo? En la distancia ineludible entre representantes y representados que la lógica asamblearia supone, en la dificultad de descifrar “lo que es mejor para el pueblo” , y en el conflicto entre individuo y colectividad propio de las sociedades modernas.

La Asamblea, entendida como un espacio de toma de decisiones colectivas entraña, varios supuestos: igualdad formal de sus miembros, donde la opinión de todos vale lo mismo y donde prima la lógica argumentativa en el intercambio de ideas. Acá las decisiones son tomadas (ya sea por votación o por consenso) en base a los mejores argumentos. La lógica asamblearia supone la posibilidad de encontrarle la razón al otro, de estar equivocado, de cambiar la forma de pensar. Algo totalmente contrario a la idea de que mi representante debe actuar como yo le digo. Esta forma de entender las asambleas estuvo presente cuando se habló de crisis de representación con la aparición de los partidos de masas y los partidos programáticos. Estos partidos cambiaron los vínculos entre gobernantes y gobernados. Comienza un proceso de identificación profunda del representado con el representante (se vota a “gente como yo”) y gracias a los programas electorales comienza una participación más efectiva en la toma de decisiones políticas. La representación partidaria terminó entendiéndose como un proceso democratizador. Pero jamás desaparece la idea de la lógica argumentativa por lo que el conflicto no desaparece: ¿para qué dialogar si uno ya sabe cómo y qué votar? Representantes sometidos a «mandatos imperativos» impide el consenso y la lógica del mejor argumento.

Esto resulta tremendamente conflictivo cuando pensamos la idea del “bien común” ¿Cuál grupo parlamentario sabe que es lo mejor para el conjunto de la sociedad? ¿Cómo conjugar la idea de representar a ese grupo de electores con la tarea de buscar lo mejor para la comunidad en su conjunto?

Visto así la democracia parece una tarea complicada. Y lo es. Mientras más conscientes seamos de las tensiones inherentes que una sociedad democrática porta, mejores decisiones institucionales podremos tomar. Pensar que un régimen democrático puede legitimarse principalmente a partir de sus partidos, y que la crisis de representación actual estriba en un rol más activo y responsable por parte de nuestros representantes, no nos permitirá jamás salir de esta profunda apatía política que la sociedad chilena padece.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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