Hace poco Jean Telo, el médico haitiano que tradujo a su ahora tristemente célebre compatriota Joane Florvil, mientras esta estuvo hospitalizada en la Posta Central, hizo una exposición sobre la migración haitiana en Chile, indicando ante unas 30 personas, el dato impresionante de su repentina masividad. Lo más interesante de su charla fue, a mi juicio, su referencia al origen del apetito haitiano por venir a Chile, país prácticamente desconocido hasta el arribo a esa nación caribeña de nuestros “valientes soldados”, enviados en “misión de paz”, mandatados por la “comunidad internacional”. Y nuestros soldados se quedaron más de una década por esos pagos.
Hagamos un aparte sobre la “comunidad internacional”: se trata de una entelequia mediática, basada en el consenso mundial que reinó por veinte años, donde Estados Unidos disponía y el Consejo de Seguridad de la ONU acataba, organizando la destrucción, en nombre de los derechos humanos o de la lucha contra el terror, de repúblicas enteras como Yugoslavia, Irak, Afganistán, Sudán o Libia. También destruyeron Siria, pero hasta ahí duró el consenso, pues Rusia, bajo Putin, visionariamente asumió una política independiente, y hoy la república árabe de Siria afirma su soberanía y se prepara ya para la reconstrucción, empresa de gran interés estratégico para la China. Hacia 2004, fuerzas especiales de Estados Unidos secuestraron a Jean-Bertrand Aristide, teólogo de la liberación y presidente democráticamente electo de la República de Haití. Poco después, la “comunidad internacional” organizó una fuerza de paz para hacerse cargo del caos que sucedió a la intervención militar norteamericana y Ricardo Lagos, dizque socialista, adhirió a la campaña, enviando, era que no, a costa de nuestros bolsillos, tropas chilenas a Haití.
Chile, cómplice activo de la pacificación norteamericana de la isla caribeña, paga ahora, igual que Europa por la de Medio Oriente, en sendas cuotas de migrantes, su ceguera y servilismo en materia de política internacional. El resultado salta a la vista, así en Chile como en Europa: migraciones masivas y repentinas estimulan el etnocentrismo, que es un rasgo universal, y son caldo fértil para nacionalismos conservadores que revitalizan a la derecha política.
[cita tipo=»destaque»]Busqué, por costumbre, alguna etiqueta para digerir lo visto y me dije: “el sueño de la razón produce monstruos”. Y luego también busqué alguna clase de antídoto para el veneno y pensé que, ni el socialismo chileno ni el pobrecito Frente Amplio daría cuenta de enemigo tan formidable, en el caso (improbable) de que lo de Kast se popularice más de la cuenta.[/cita]
Entre tanto, Obama se dedicó a levantar barreras físicas y legales, y a deportar migrantes por miles, empresa continuada con gran fanfarria por Donald Trump. Por su política exterior, Chile ha sido cómplice más o menos pasivo también de la guerra económica y militar de ricos contra pobres en Colombia, y de la guerra económica internacional (practicada especialmente mediante un derrumbe del precio del petróleo por sobreproducción saudí, a petición de Estados Unidos) contra Rusia, Irán y Venezuela. Esta última república, a la que desde la UDI hasta el PS y el Frente Amplio, pasando por una muy vociferante DC, critican por “violaciones a los derechos humanos” y faltas a la “democracia”.
Y ahora resulta que refugiados políticos y económicos haitianos, colombianos y venezolanos acuden masivamente a Chile, tensando la sociedad. Ahora es un acto de justicia política que nos hagamos cargo de los saldos humanos arrojados por crisis que por acción u omisión ayudamos a gestar. Que paguemos el precio de haber sido vendidos (imagen-país, le llamarán los siúticos) por el Banco Mundial, el FMI y el mainstream mediático como una nación ejemplar en latinoamérica. Ya lo decían algunos peruanos recién avencidados en Chile, allá por los idos años 90: “en el Perú nos hizo falta un Pinochet”.
Al final de su exposición, el médico traductor de la malograda Joane Florvil me cedió la palabra, a mí, que hacía las veces de anfitrión en el evento aquél. Dije entonces que los socialistas chilenos, como buenos internacionalistas, creíamos en la solidaridad entre los pueblos, y que debíamos practicarla. Luego, con extrañeza, escruté los rostros de mi magra audiencia y pensé en la “misión de paz” de Lagos, que Bachelet y Piñera mantuvieron invariable, hasta que los haitianos pasaron a formar parte indeleble de nuestra geografía humana. Pensé luego, sin alegría ni esperanza, en cómo se las apañarían un Guillier o una Sánchez colocados en el mismo trance.
Acabado el acto, de vuelta para la casa, a la salida del metro Baquedano me deparé, bajo la luz cruda del medio día, con una columna compacta de unas mil y pocas personas en torno de la Plaza Italia, flanqueadas por un contingente nutrido y complaciente de carabineros en mangas de camisa, a punto de iniciar una marcha, encabezada por un gran lienzo frontal, que rezaba así: no al aborto, no a la identidad de género, no al matrimonio homosexual. El canuto al micrófono, entre tanto, vociferaba con convicción, indicando que los corpulentos tipos de terno y chaleco reflectante que escoltaban, igual que carabineros, la incipiente marcha evangélica, eran nada menos que “guardias autorizados por el Señor, para cuidar esta manifestación familiar e impedir que se nos metan infiltrados”. Había también, como flores de primavera, aquí y allá, grupos de erectas banderas chilenas, de Israel (sí: del Estado sionista de Israel) y otras amarillas que decían vote por kast. También, unas cuantas jóvenes buenasmozas esgrimían unas pancartas más pequeñas, de impecable factura, en las que se dejaban leer frases como esta: “a mis hijos los educo yo, no el estado”.
Busqué, por costumbre, alguna etiqueta para digerir lo visto y me dije: “el sueño de la razón produce monstruos”. Y luego también busqué alguna clase de antídoto para el veneno y pensé que, ni el socialismo chileno ni el pobrecito Frente Amplio daría cuenta de enemigo tan formidable, en el caso (improbable) de que lo de Kast se popularice más de la cuenta. Volvió a mi mente entonces la doctrina latinoamericana que profesó el malogrado presidente Aristide – la teología de la liberación – esa que el papa Wojtila se dedicó a erradicar de la jerarquía eclesiástica continental, mientras la CIA se esforzaba por hacer otro tanto en vergonzozas cámaras de tortura.
Pensé en los cultos del día domingo, en asambleas de creyentes haitianos en comunas hacinadas del gran Santiago, y me acordé también de la defensa que hace del cristianismo el renovador teórico del comunismo, Slavoj Zizek, cuando lo presenta como una fe hecha de amor y compromiso incondicional hacia un prójimo que, en este momento, podría asumir en Chile, con facilidad, un rostro afrodescendiente.