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Nuestra inferioridad política

Rodolfo Fortunatti
Por : Rodolfo Fortunatti Doctor en Ciencias Políticas y Sociología. Autor del libro "La Democracia Cristiana y el Crepúsculo del Chile Popular".
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Acaso nada resulte más revelador de los recientes comicios, que la imagen fría, fragmentada y desenfadada de un país que se adentra en el desarrollo. Toda una cotidianidad empapada de tecnologías, comunicaciones, rutinas domésticas, responsabilidad cívica y banalidades, nos muestra un orden político de contrastes y desajustes, a menudo incomprensible y desconcertante, pero cuya fisonomía no dista mucho de la que enfrenta el ciudadano común de las sociedades avanzadas. Aquí y allá afloran virtudes universales, como las instituciones garantistas y la promoción de los derechos fundamentales, en contraste con vicios globalizados, como la corrupción y el racismo xenófobo. Aquí y allá los conflictos y sus justificaciones comienzan a parecerse.

Por su grado de desarrollo, la nuestra es una nación irreconocible a la luz de la descripción que hiciera de ella en 1911 Francisco Antonio Encina en su clásico libro “Nuestra inferioridad económica”. Con este título el autor aludía a un estado de anemia, de raquitismo, de debilitamiento económico antiguo y persistente que sin embargo hoy es difícil de corroborar. Pero si el historiador pudiera asomarse al presente y observar nuestra inferioridad política, quizá confirmaría su firme convicción de que ni economistas, ni abogados ni intelectuales han conseguido desentrañar la verdadera naturaleza de nuestros problemas.

[cita tipo=»destaque»]El del domingo es el peor desempeño del Partido Demócrata Cristiano en toda su historia, y es, asimismo, un exhorto para quienes desdeñando el valor de la estrategia lo han conducido a este derrotero. Es un precio demasiado alto para la dignidad de un partido que fue artífice de las grandes transformaciones de Chile.[/cita]

Porque la forma en que el país vive su tránsito al desarrollo, exhibe un rasgo peculiar, cual es la escasez de una clase política con visión comprensiva del pasado y del porvenir, y con un sentido práctico y altruista de la acción política. La ausencia de una masa crítica que tome en sus manos y se haga cargo del gran cambio que día a día transforma los modos de vida y la mentalidad de los chilenos. Y no es que hayamos carecido de ella, pues esta elite ejemplar ha florecido en las artes, en las ciencias, en el deporte y en la esfera de la fe. Los partidos políticos fueron por muchos años —hasta que los desplazó el mercado emancipado de los “think tanks”— ricos semilleros de hombres y mujeres formados en convicciones morales, intelectuales y metodológicas, tributarias de la tolerancia, la unidad y la gobernabilidad.

El concierto democratacristiano socialista

Gracias a este fecundo surtidor de liderazgos, que se esparcían en todas las direcciones y jerarquías de poder e influencia, el camino al desarrollo pudo ser escoltado por amplios compromisos políticos y sociales. La fuerza motriz de esta voluntad activa y mayoritaria procedió de colectividades y movimientos de centroizquierda, en cuya vanguardia flameaban las banderas de los partidos Demócrata Cristiano y Socialista, solares de abnegadas e históricas figuras como Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende, y más tarde, de los presidentes de centroizquierda de la democracia.

Por su papel rector y aglutinador, en ambas colectividades radican las causas que explican la actual inferioridad de la política progresista y democrática, y es también en ambas donde se acusa el mayor castigo electoral propinado por la ciudadanía.

Hay razones de larga data, y otras más recientes, que explican el paulatino deterioro del compromiso democratacristiano socialista. Las rupturas de la DC en 2007 y del PS en 2009, fueron golpes que impactaron gravemente y, en ocasiones, de manera irreversible, la institucionalidad y la legitimidad de las orgánicas partidarias. Dichas condiciones de vulnerabilidad, estimularon el viejo anhelo de reconstituir una tercera vía, que pasaba por desgajar a la DC de la Concertación y configurar en consecuencia una alianza hegemónica con Renovación Nacional. Fue un sueño fallido, pero únicamente por el desengaño de la población con el gobierno de Piñera y la amplia popularidad de Bachelet, que pospusieron el proyecto sin por ello cerrarse las fisuras abiertas entre los antiguos partidos.

Sobrevino entonces un permanente asedio de miembros de la falange contra el proceso de reformas de la presidenta socialista, pese a que la colectividad participó en las primarias, pactó una lista parlamentaria común, y honró con su palabra, y con sus representantes en el gabinete, cumplir el programa de gobierno prometido al país. Como contrapartida, desde el socialismo no hubo ningún actor dotado de ascendiente y poder que frenara el fuego cruzado de provocaciones y hostilidades disparadas al margen de los canales instituidos y de las vocerías autorizadas.

El desprecio por las primarias

Con el otoño cayeron las últimas hojas del divorcio DC-PS. El suelo político se sembró de un lenguaje oblicuo, preñado de expresiones torcidas, eufemismos y rodeos, que anunciaban el advenimiento de la posverdad, donde nada parecía ser lo que aparentaba. Domicilio en la centroizquierda, coalición 2.0, cruzada moral, lucha de todos contra todos, triunfo de la derecha en primera vuelta, “dream teen”, y, claro, el chivo expiatorio de los comunistas, fueron consignas que, sin mediar autopsia, revelaban que su densidad era menor que la hojarasca excoriada por la erosión de la coyuntura. Vacuas evasivas esgrimidas para ocultar los errores de una vía política sin destino.

El tiempo habría de demostrar que la fecha de término del pacto DC-PS, se había sellado al inicio de la nueva administración, y no en el momento en que los socialistas proclamaron a su candidato. Viviremos para confirmar que los pretextos empleados para desechar las primarias, a saber, el de un expresidente abandonado y humillado, y el de un partido aislado y arrinconado, no resistirán el examen historiográfico.

La renuncia a las primarias fue el presente griego que fragmentó la unidad del oficialismo y lesionó la fuerza espiritual de sus partidos, líderes y seguidores. Fue un acto de renuncia a la herencia y a la vocación de futuro de la coalición más poderosa y arraigada del Chile contemporáneo. Y el drama es que jamás se vislumbró un gesto de cordura, de responsabilidad y de altruismo en sus conductores. Pesó más la arrogancia y el balance de culpas.

La estrategia perdida

¿Valió la pena? Sumidos en la embriaguez de su voluntarismo, algunos vistieron sus falsos triunfalismos con el ilógico argumento de que se puede ganar perdiendo.

Desde el principio de la transición hasta nuestros días, cada año 50 mil ciudadanos dejaron de confiar en la Democracia Cristiana. Sólo entre 2004 y 2008 le quitaron su apoyo 400 mil chilenos que nunca más regresaron a ella. La última vez 580 mil electores votaron por candidatos democratacristianos. Hoy la han respaldado menos de 380 mil, el 5 por ciento de quienes concurrieron a las urnas.

¿Dónde está la ganancia? Está alojada en ejercicios dialécticos sin referentes en la realidad. Habita en elucubraciones demagógicas que hicieron del sistema d’Hondt un acto de magia por el cual no sólo se simuló verosímil, sino una promesa cierta, pasar a la segunda vuelta. La profecía quedó hecha trizas al golpear contra el quinto lugar alcanzado, por debajo de la derecha ultranacionalista, lo que a todas luces comporta una ironía para una opción que se propuso recuperar el centro.

El del domingo es el peor desempeño del Partido Demócrata Cristiano en toda su historia, y es, asimismo, un exhorto para quienes desdeñando el valor de la estrategia lo han conducido a este derrotero. Es un precio demasiado alto para la dignidad de un partido que fue artífice de las grandes transformaciones de Chile. La flecha roja pudo haber puesto en el Congreso a una treintena de diputados de haber usado las ventajas que como partido mayoritario, en una coalición mayoritaria, le granjeaba el régimen proporcional. Pero, en su deliberada soledad, quedará reducida a una de las bancadas ínfimas.

El mensaje de la ciudadanía debe ser escuchado. El país seguirá prosperando más allá de la marcha de sus gobiernos, pero el sentido del progreso, que es uno de justicia, de solidaridad, de derechos y de respeto por las personas, es la impronta que distingue el quehacer de la centroizquierda, y ésta necesita del aggiornamento y la conciliación de las prácticas e ideales de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista para superar nuestra inferioridad política. Porque, en las sabias palabras de Encina, “el solo restablecimiento del equilibrio entre nuestro desarrollo intelectual y nuestra capacidad económica, repercutiría favorablemente sobre nuestra evolución moral, hoy perturbada por hondos trastornos”.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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