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La jauría elitaria: las hienas de la modernización Opinión

La jauría elitaria: las hienas de la modernización

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Padecemos un tiempo de afecciones. En la provincia de Santiago «chilla» la descomposición de los mitos portalianos, abunda la degradación de los «formatos públicos» y resuena la tragedia de un campo intelectual diezmado (expulsión de la actividad crítica) por la renta infinita del capitalismo académico. Tras este «estado de confusión» se ha levantado una obsesión desde la política institucional por develar su propio estado de indignidad. En ausencia de toda narrativa redentora estamos empozados bajo un «capitalismo alegre», cuya oferta es una democracia managerial centrada en manuales de «buenas prácticas», donde la violencia extrema del institucionalismo transicional ha derivado en un conciliábulo de corporaciones.

Aquí, en nuestro mundanal tupido, no hay lugar para el «noble arte» de la metafísica. Nada. Ni Nietzsche ni Deleuze. Todo pensamiento del acontecimiento resulta «pecaminoso» -inubicable, inasignable, incorregible- pues responde a trayectorias críticas que incomodan a nuestros actuales «oligarcas del saber». Bajo el zoom de nuestra modernización, ningún acontecimiento es posible, menos si arriesga el mérito de una «promesa» que pretende desbordar «tímidamente» el presente. ¡Retención, abstención, prudencia, y retroceso ante el  murmullo de los mundos posibles¡ Así reza el oráculo de nuestra modernización. El mensaje es claro: debemos surfear y entrar silentes en la noche para consumar el encuentro virtuoso entre el latifundio «táctil» y el capital financiero. Todo ello sin gravámenes plebeyos, ni querellas ideológicas.       

A la luz de un mismo tronco patronímico, ¿cómo ubicar a nuestras élites conservadoras y progresistas en medio de esta intricada trama? Tisis y epilepsia, diría Emil Cioran. Aquí destacan los heraldos negros: banqueros, especuladores y políticos convertidos en una pesadilla ambulatoria. Grupos de pandilleros (SQM/PENTA) dados al «capital buitre» -siniestrados y expiados por la producción de una jurisprudencia negociada- y llenos de hedores inclasificables que no hacen más que agudizar una «atmosfera pervertida». La promesa de la modernización se asemeja a una «rosa rota» en medio de febriles coloquios manageriales. Hoy, el enigma de las élites es cómo anudar analfabetismo funcional («indigencia simbólica») con el texto de la segunda modernización. La ficción del momento consiste en administrar pobreza millennial y anestesiar los nuevos procesos de subjetivación. La elite y sus lacayos cognitivos -pastores letrados y cuatreros ideológicos del progresismo neoliberal- intentan manufacturar un nuevo «pipiolaje simbólico», es decir, un rebaño de alto consumo, goce y conectividad.

Pero a la luz de la facticidad del capital financiero, «el rey está desnudo». Junto a la capitulación del laguismo -tradición de los acuerdos de normalización- resulta absurdo insistir en el crecimiento económico como pivote del «consenso». Y es bueno precisarlo: el Piñerismo se encuentra impedido de elaborar un discurso programático, y no por falta de voluntad, ni por seguir las recetas fáusticas de Eugenio Tironi sobre la no comunicación y la «sociología de los medios», sino porque hoy todo se encuentra sometido a la facticidad del capital financiero. En suma, si la transición con su teoría de la gobernabilidad fue una fase institucionalista que recreaba la ficción narrativa del crecimiento con el léxico de la igualdad, hoy irrumpe un «capitalismo transparente», «al descampado», que no reclama ninguna retórica de validación, a saber, un «neoliberalismo desnudo» que no cultiva estrategias discursivas. De tal suerte nos encontramos frente a una elite cautiva de la voracidad expansiva del capital (especulación, rentismo y oligopolios) librada a la velocidad suntuaria de la gestión financiera que genera las condiciones de su propia crisis hegemónica, pero no necesariamente los modos de su restitución normativa. Se trata de dos tiempos contrapuestos. De un lado, la velocidad de la acumulación medida en una economía mediática y, de otro, la trabajosa reconstitución de relatos, practicas institucionales y simulacros de participación.            

En nuestro presente post-hegemónico (post-social) ha tenido lugar una confluencia entre políticos afásicos, líderes de matinales, reyezuelos de palacio de tono liberal y una histeria sacerdotal que en nombre de la probidad representa el goce voluptuoso de un «decadentismo elitario».  Bajo esta escenografía, tiene lugar la «precarización de la creatividad» donde las élites han renunciado a la «industria creativa» y de paso han condenado a los grupos medios a vivir «atados» al populismo del acceso clamoroso. Ello torna inviable un nexo entre economía y cultura; modernización y subjetividad. En el marco del agotamiento representacional, CADEM, verdadera renuncia a la comunicación política, no puede ser más que un «fantasma estadístico» que evade toda relatoría. Un instrumento que presupone un sujeto ortopédico donde el indicador resulta incapaz de capturar el malestar de la subjetividad. Una herramienta inviable a la hora de dar cuenta de las disidencias subterráneas, o bien, de los nuevos malestares microfísicos.  

Tras la crisis de las estéticas republicanas hemos constatado el exitoso revisionismo neo-conservador a la hora de dejar a los administradores progresistas del modelo sin legitimidad política. Ergo, la derecha capturó la narrativa miserable de un «progresismo neoliberal» que siempre quiso ser elite. Una vez agotado el modelo de representación transicional nuestras élites (rentistas, extractivistas y suntuarias) se enfrentan al dilema de reclamar soberanía, pero sin comprometer ningún proyecto nacional.

Ante la evidencia del pacto oligarquizante es más necesario que nunca reflexionar sobre la irrupción del new rich en pleno shock anti-fiscal (1981). Desde el Clan de Ponce Lerau, con su voluptuosa dimensión fáctica, pasando por la teología  Daválos-Piñera hasta feñita Bachelet. Quizá lo que se ha develado en los últimos tiempos es que la «vieja república» (1938-1970) ha sido siempre un retrato fallido, un relato inacabado, por donde se intentaba sublimar nuestra inexorable «modernidad oligárquica». Hoy circulan «hienas elitarias» que con menos frugalidad y cultura cívica viralizan sus peleas familiares ante un masivo «pipiolaje on line» que consume el melodrama, la denuncia y las imágenes siniestradas de los  matinales. Se trata de conflictos cupulares cuyo origen es tan estructural como histórico porque se ha develado la «desigualdad del mérito» mediante comportamientos feudales que garantizan el derecho a diezmo y  profitan de la ficción modernizante.

En medio de una colosal devastación del campo político, acanallados en una gobernabilidad sin texto, el establishment pretende hacer coincidir -homologar- el diferido relato con el discurso económico. Tal fetichismo del crecimiento implica que la economía (los indicadores del PIB) resultaría igual a un proceso histórico-natural que habla por sí mismo ¡donde las cifran hablan¡ como sí las mercancías rompiesen a bailar por su propio impulso.    

Y si de oráculos se trata, el infranqueable Rectorado semiótico de Carlos Peña, verdadero «panóptico cognitivo», ha recreado un jubiloso mecanismo deliberativo-consensual donde la modernización es el dispositivo que administra los antagonismos. A decir verdad, tal Rectorado, de virtud, Diosa fortuna y consenso, se ha constituido en un «ángel de la guarda» del poder oligárquico por cuanto se ubica como el médium de la crítica posible. Y como Rectorado no hace más -pero tampoco menos- que aggiornar creativamente, merced a la «alta academia» y la «alta indexación», la reconstitución de un poder soberano, flexible y capilar, sobriamente cincelado, donde se produce el «laissez faire» entre oligarquía y modernización.

En sus implicancias más extenuantes la propia modernización pinochetista ha devorado la apropiación concertacionista del término en cuestión. En los años 70′ tuvo lugar la proyección de una «vanguardia fantasmatica» que ha derogado las apropiaciones progresistas de nuestra modernidad. Hoy tal concepto ha sido vaciado de todo contenido.    

Contra el Rectorado semiótico -la línea correcta y su teología del progreso- todo migra bajo la mirada auto complaciente de una elite hacendal y pre-moderna que, más allá de la performatividad de los mercados abiertos, no le interesa suscribir a ningún proyecto nacional. Por fin aquí no hay esperanza, la modernización es un recurso ancestral basada en el sueño de un cristiano alevoso que despertó el hambre homicida de la hacienda.

¡Tenga Usted la bondad de releer «Martín Rivas»¡  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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