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McLuhan y las teleclases Opinión

McLuhan y las teleclases


El “aula sin muros” es frase acuñada por Marshall McLuhan, el pensador canadiense de las tecnologías. Se refería con ella a que, con la irrupción de los medios electrónicos de comunicación, la educación dejaba de ser tarea exclusiva de la escuela. El cine, la radio y, en especial, la TV, despliegan tal cantidad de conocimientos que todos podemos nutrirnos de ellos sin necesidad de estar encerrados entre las paredes de una sala de clases.

El aula sin muros extiende el saber a escala global. La TV llega a todas partes y todos podemos saber lo que ocurre en todo el mundo de manera instantánea.

Últimamente, he estado recordando con frecuencia estas ideas de McLuhan, autor cuyos libros leí en mis tiempos de estudiante de Filosofía en una cátedra que dictaba el profesor Juan Rivano, sobre el tema de la totalización tecnológica. Las he recordado por la misión que están cumpliendo –en medio de las circunstancias pandémicas que padecemos– las tecnologías digitales. McLuhan falleció antes de conocer Internet, la telefonía móvil y las redes sociales, pero no caben dudas de que su teoría de los medios calza perfectamente con el impacto y los efectos de estas innovaciones.

Con el empleo de las redes sociales y el uso del teléfono celular –que para lo que menos lo ocupamos es para hablar por teléfono– podemos hoy día hablar de la “conversación sin muros”, la “amistad sin muros”, la “reunión sin muros”, la “diversión sin muros”, el “periodismo sin muros”, el “museo sin muros” y también, por supuesto, de la “denuncia sin muros”, la “crítica sin muros”, la “ofensa sin muros” y la “condena sin muros”.

McLuhan también advertía: “El medio es el mensaje”. La irrupción de una técnica conlleva una gramática propia de esta, gramática que impone un ambiente o un espacio determinado, es decir, que provoca una multitud de consecuencias psicológicas, culturales y sociales.

Entre sus efectos, la tecnología digital ha permitido también la “pedagogía virtual”: poder dictar clases a distancia, con interlocutores viéndose y escuchándose.

Pero ocurre, sin embargo, una paradójica situación: experimentamos una especie de aula sin muros porque los profesores podemos “conectarnos” con estudiantes que pueden residir en cualquier lugar del país (e, incluso, del planeta), pero por otra parte los dos actores involucrados en esta interrelación (los docentes y los estudiantes) hemos reducido la “sala de clases” a las paredes de una habitación en nuestros hogares. Y ahí funcionamos: sentados casi inmóviles frente a la pantalla del computador en una pieza de la casa.

Trato de dictar mis clases de pie por los achaques que trae el estar tanto tiempo sentado durante el día –acostumbraba a dictar mis lecciones caminando entre los escritorios de mis alumnos–, pero no logro hacerlo porque me salgo del marco de la pantalla.

¡Ah, los efectos de las técnicas! Hemos adoptado por obligación el sistema de clases online. Y los calambres en las piernas, los dolores de la espalda y de los riñones tienen que sumarse, entonces, a las consecuencias del ambiente que forjan las tecnologías de las teleclases.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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