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El formalismo autoritario de Carlos Peña Opinión

El formalismo autoritario de Carlos Peña

Javier Orrego
Por : Javier Orrego Abogado de la U. de Chile Miembro del Comité Central de Convergencia Social
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En su columna de El Mercurio, de 23 de junio, titulada “Un país al margen de la ley”, Carlos Peña sostiene que uno de los fenómenos más habituales del último tiempo es el incumplimiento de las reglas, y en cierto sentido, aunque por razones diametralmente opuestas, estoy de acuerdo con él.

En efecto, que el país se encuentra al margen de la ley es un hecho indesmentible. A un año del fallo de la Corte Suprema que ordenó adoptar una serie de medidas con miras a detener el daño ambiental en Quintero y Puchuncaví, diversas organizaciones y diputados denunciaron que se registraron nuevos peaks de material particulado, alertas ambientales y varamientos de carbón en las denominadas zonas de sacrificio. Estas omisiones del ejecutivo, que incluso persisten en tiempos de pandemia, parecen ser, sin embargo, consistentes con lo que sostuviera el ministro de justicia Hernán Larraín tras conocer la resolución del máximo tribunal. Sin mucho decoro señaló entonces que “no le corresponde a la Corte Suprema ni a los tribunales impulsar políticas públicas”. Interesante interpretación de la división de poderes del Estado cuando es el ejecutivo el principal obligado a adoptar las medidas ordenadas, y sobre cuyo cumplimiento aún se extiende un gran manto de duda.

Este hecho se ha visto reforzado con algunos acontecimientos disparatados que ocurrieron hace pocos días como la denuncia de Carabineros de Chile al colectivo Las Tesis por “atentado contra la autoridad”. Más acá de las acusaciones de censura, es increíble que Carabineros de Chile se asuma como una institución con personalidad jurídica propia, deliberante, y con capacidad para actuar en la vida jurídica. Explicarlo no debería provocar desencuentros. Si su función principal es darle eficacia externa al derecho por medio de la fuerza, y si además su ejercicio es monopólico, único y excluyente, no se entiende cómo podría actuar válidamente en el derecho que ella misma está encargada de resguardar y hacer efectivo. Esto cobra dimensiones francamente dramáticas cuando el propio Ministro del Interior, bajo cuya dependencia se encuentra la institución policial, refuerza este exabrupto diciendo que “…. tiene todo el derecho a ejercer las acciones que estime pertinente para defender como corresponde la dignidad y la imagen de la institución”. Puesto de esta manera, uno podría sostener, al igual que Carlos Peña, que el “irreflexivo sentimiento de justicia” nos ha llevado a descubrir que estamos sometidos simplemente a lo que mejor nos parezca.

No obstante lo anterior, y por un afán metodológico, uno podría continuar dándole la razón a Carlos Peña, ya que esta arbitrariedad del corazón, al igual que el fenómeno del incumplimiento de las reglas, es ampliamente constatable. En la misma sentencia en que la Corte de Apelaciones de Antofagasta ordenó a la AFP devolver los fondos previsionales a una mujer pensionada, la Asociación de AFP sostuvo (sobre la cuestión de constitucionalidad ante el Tribunal Constitucional) que la forma en que la ley ha configurado el ejercicio del derecho de propiedad es el derecho a la pensión. Según su razonamiento, los fondos de las cuentas de capitalización individual de cada trabajador serían nada más que meros registros de los aportes y de la rentabilidad, y la verdadera naturaleza de los fondos de pensiones sería la de un patrimonio de afectación, separado de los cotizantes y administrado por las AFP. A simple vista, es sorprendente la diferencia de opinión de la Asociación de AFP ante las diversas arremetidas contra el sistema de pensiones. Cuando es consultada sobre un nuevo modelo de seguridad social, de reparto y solidario, administrado por una institución pública, califica esta iniciativa como una expropiación de la propiedad de los fondos de los trabajadores, y cuando los trabajadores individualmente reclaman por el resguardo de este derecho de propiedad, resulta que las cuentas de capitalización individual son un problema meramente contable y en realidad el derecho del trabajador no dice relación con sus fondos sino con su pensión. ¿Acaso eso no es también una arbitrariedad? Sí, lo es, aunque no sea precisamente del corazón.

El asunto, por cierto, tiene que ver con algo muy de fondo del Estado de Derecho. Cuando los intereses particulares de unos pocos son protegidos a cualquier costo, se produce una serie de consecuencias indeseables. Ciertos fallos de la Corte Suprema se vuelven letra muerta; la institución policial se toma atribuciones que no le competen sin ninguna sujeción al poder civil; ciertas asociaciones gremiales, emanadas de poderes fácticos, se dan el lujo de contradecirse abierta y públicamente, sin ningún tapujo, cuando llega la hora de defender sus intereses particulares, aunque sean contrapuestos a los de toda la sociedad. Como si fuera poco, el presidente anuncia una comisión para revisar los criterios de admisibilidad de proyectos o mociones de ley. Estos hechos, eventos recientes de un largo proceso histórico, atentan directamente contra la legitimidad del Estado y de sus instituciones. Porque si el poder ejecutivo no tiene disposición alguna para acatar lo que dictamina el máximo tribunal de justicia, si la policía se ha separado del poder civil pretendiendo ser una pseudo asociación gremial, si el Tribunal Constitucional se dedica a humillar a las disidencias sexuales en vez de razonar lógicamente y conforme a derecho, ¿Cómo pueden los ciudadanos asumir o interiorizar cualquier norma, general o particular, de un sistema jurídico que está dispuesto a defraudar o perjudicar a la comunidad por favorecer intereses de unos pocos?

Es precisamente esa falta de legitimidad lo que produce el efecto de reflejar una norma que es pura forma, o dicho de otro modo, que la regla se desprenda de su eficacia interna. “Las formas nos liberan” dirá Peña a través de Lon Fuller, pero convengamos que, si son solo formas, más bien ocurre que nos oprimen. Cuando las normas generales y particulares van perdiendo eficacia interna, cuando se ignoran fallos en materias sensibles como la ambiental, cuando se mantiene intacta la impunidad ante vulneraciones de los DDHH, cuando los poderes fácticos pueden hacer y deshacer, decir y desdecir, lo único constatable es el derecho de la fuerza, y como consecuencia, una sociedad que no reconoce las normas como producidas por ella misma.

Hoy día asistimos al vociferante espectáculo que reclama por las formas, a la inquietante exigencia por el respeto de las reglas a propósito del valor que tendrían por sí mismas. Como correlato, brotan normas que llenan y rebalsan todas las relaciones sociales. Paradójicamente, mientras más normas se crean menos disposición tienen los ciudadanos a cumplirlas, de manera que para ser observadas requieren cada vez una mayor eficacia externa, esto es, eficacia por medio de la fuerza. En otras palabras, cuando el Estado de Derecho pierde legitimidad, y las reglas se desprenden de su eficacia interna, su única salida es una de carácter autoritario a través del formalismo como actividad, como la mera potestad de crear o reforzar normas que sólo mandan sin la más mínima relación a una idea de justicia. No por nada, tras el 18 de octubre, se hicieron oír los clamores constituyentes, que mostraron por primera vez desde hace 30 años una puerta de salida democrática, para que la sociedad misma sea la que cree las bases fundamentales que han de regirla, para terminar con este formalismo autoritario encarnado hoy por Carlos Peña, tan necesario para mantener intactos los ilegítimos intereses de esos pocos. De esos pocos que él representa.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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