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Banana Republic Opinión

Banana Republic

A pesar de que nunca fue un partido de la derecha moderada, los republicanos han ido extremando su posición. El proceso empezó cuando los demócratas lograron sacar al presidente George Bush padre después de un solo mandato. Con la victoria inesperada de Bill Clinton, una parte del republicanismo decidió aplicar la ley de plancha caliente, atacando a las reformas muy moderadas que propuso Clinton con una virulencia tal que los demócratas tuvieron que abandonar incluso aquellas. Esta agresividad cambió a los republicanos. Una cosa es negar la ciencia porque la industria de los combustibles fósiles quiere proteger su tasa de ganancia, otra cosa es dar rienda suelta a teorías de conspiración del tipo antivacunas y antievolución, que no generan ninguna ganancia para la elite, más allá de debilitar las instituciones estatales en manos de los demócratas. Eso fue la decisión republicana del momento y el deterioro de la conversación política mínimamente racional es lo que hoy día nos da una base republicana que cree que COVID es un mito y que Biden robó la elección, tal como dice Trump.


El 6 de enero de 2021 debió haber sido otro día aburrido e intrascendente en el lento y burocrático calendario electoral estadounidense. La votación del Colegio Electoral ya se hizo en diciembre y los 50 estados certificaron sus resultados con todas las impugnaciones al proceso electoral ya estudiadas y descartadas por el Poder Judicial. Entonces, la confirmación de la victoria de presidente electo Biden por el Congreso, presidida por el vicepresidente Mike Pence, debió haber sido una simple ceremonia protocolar. Pero no fue así.

Donald Trump, atrincherado en su total negación de su derrota electoral, llamó a sus seguidores más fanáticos a marchar sobre el Capitolio. “Habrá que estar ahí”, escribió en Twitter, “será salvaje”. Mientras llegaban en la mañana, Trump instaba a Pence a desconocer la votación. Cuando Pence se negó, Trump volvió a hablar con su base a través de Twitter –“hay que tomar el Capitolio”, dijo, “no van a recuperar al país siendo débiles. Tienen que demostrar fuerza, ser fuertes”–. La turba que llegó siguió las instrucciones del presidente al pie de la letra y los resultados están a la vista. Cuatro manifestantes muertos y la estabilidad democrática estadounidense reducida al hazmerreír de América Latina, que tantas veces ha recibido el sermoneo estadounidense por la precariedad de sus instituciones. 

Frente a este bochorno muchos, dentro y fuera de EE.UU., están preguntando ¿cómo se llegó a esto? En términos del gatillo, la respuesta es simple. Los manifestantes están siendo presas de una simple pero seductora teoría de conspiración que fue identificada por Bernie Sanders incluso antes de la elección. En el proceso de conteo de votos muchos estados empiezan con los votos presenciales primero y, por ley, solo pueden contar los votos por correo después. Entonces se dio una situación donde Trump iba ganado por márgenes holgados inicialmente, pero luego del comienzo del conteo de los votos por correo, esto se revirtió. 

Esto es fácil de explicar. Los demócratas temen a COVID y confían en el sistema de voto por mail. En contraste, los republicanos son más escépticos de la amenaza de COVID (creen a Trump cuando dice que es como una influenza) y además desconfían en el voto no presencial (también por los dichos del propio presidente). Entonces no es sorpresa que los republicanos tuvieran más votos directos y los demócratas más por correo. Pero Trump dijo que todos los votos por correo fueron fraudulentos, ‘descubiertos’ a último momento para negarle su justa victoria y los manifestantes que irrumpieron en el Congreso le creyeron.  

[cita tipo=»destaque»]Esta teoría de fraude no tiene la fuerza para impedir que Biden asuma la presidencia. No va a haber golpe de Estado en EE.UU. Una carta firmada por todos los exministros de Defensa que están vivos –incluyendo los dos de Trump, general Mattis y Mark Esper– criticó los intentos de politizar las Fuerzas Armadas y advirtió que cualquier orden ilegal del presidente debe ser ignorada. Así, no hay ninguna posibilidad de una intervención antidemocrática castrense.[/cita]

Es comprensible que este tipo de cambio de tendencia pueda generar muchas dudas. En la elección presidencial boliviana de 2019 las zonas más prósperas –donde ganó la derecha– declararon sus resultados primero y las zonas rurales más pobres –donde ganó Morales– terminaron sus conteos después. Esto generó exactamente el mismo fenómeno que en EE.UU., de una aparente victoria revertida, con la derecha cantando fraude sin evidencia también. Pero en un vergonzoso episodio de intervencionismo antidemocrático la OEA hizo un informe estadístico hoy totalmente desacreditado, argumentando que la única explicación por el cambio de tendencia fue un intento de Morales de robar la elección. Esta vez, a pesar de los múltiples artículos estadísticos de mala calidad alegando que Biden robó la elección, esta vez Luis Almagro, secretario general de la OEA, ha sido más respetuoso con la institucionalidad democrática. No trató de invalidar la elección estadounidense como sí hizo en Bolivia.   

De todas formas, se entiende la fuerza emocional de la teoría de conspiración frente al cambio de tendencia electoral. El dolor de perder una victoria que parecía tan cercana explica la rabia y la indignación de la base de Trump. Lo que no se entiende es por qué todavía no ha sido posible convencer a la mayoría de ellos de la derrota de su candidato, a pesar de haber tenido bastante tiempo para reflexionar con más calma. Podemos responder a nuestra pregunta original diciendo que llegamos a esta situación por la teoría de conspiración del cambio de tendencia, pero hay una pregunta más profunda: ¿por qué persiste esa teoría desacreditada? 

Acá es importante no exagerar. Esta teoría de fraude no tiene la fuerza para impedir que Biden asuma la presidencia. No va a haber golpe de Estado en EE.UU. Una carta firmada por todos los exministros de Defensa que están vivos –incluyendo los dos de Trump, general Mattis y Mark Esper– criticó los intentos de politizar las Fuerzas Armadas y advirtió que cualquier orden ilegal del presidente debe ser ignorada. Así, no hay ninguna posibilidad de una intervención antidemocrática castrense. 

Tampoco veremos un golpe judicial del tipo que vimos en Brasil, por ejemplo. La Corte Suprema, a pesar de tener una supermayoría conservadora con dos jueces nombrados por Trump, desestimó todos sus alegatos de fraude. Finalmente, el Congreso va a rechazar los intentos de una minoría republicana de anular la elección. De hecho, en el Senado solo 6 republicanos apoyaron el intento de anular la elección en Arizona, 93 votaron en contra de la idea, efectivamente reconociendo la victoria de Biden.  

Con todo esto uno podría decir que todas las instituciones estadounidenses están alineadas a favor de la democracia. Pero hay un problema: las instituciones están alineadas, pero las personas no lo están. 81 millones de personas votaron para Biden, pero 74 millones votaron para Trump. De estos 74 millones la mayoría piensa que Trump ganó, o que por lo menos no está claro quién ganó la elección. Solo 37% de ellos cree que Biden ganó. Si aproximadamente 46 millones de estadounidenses creen que Biden robó la elección, la institucionalidad puede seguir funcionando, pero la crisis de legitimidad es enorme. Sigue la pregunta entonces: ¿cómo se llegó a esto?  ¿Por qué persiste esta teoría de conspiración entre tanta gente?

La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en las entrañas del Partido Republicano que lleva tiempo envenenando su base con un discurso antirracional que final y definitivamente se ha salido de las manos. El Partido Republicano nunca ha sido una organización moderada. La derecha europea –representada por la Democracia Cristiana alemana u otros partidos del Partido Popular Europeo– tienen más puntos en común con los demócratas que con los republicanos. Hasta el partido conservador británico, el de Margaret Thatcher, tiene más afinidad con los demócratas, puesto que los republicanos tienen una religiosidad fundamentalista que niega la evolución darwiniana y defiende un sistema de salud privado evidentemente fracasado. 

Pero, a pesar de que nunca fue un partido de la derecha moderada, los republicanos han ido extremando su posición. El proceso empezó cuando los demócratas lograron sacar al presidente George Bush padre después de un solo mandato. Con la victoria inesperada de Bill Clinton una parte del republicanismo decidió aplicar la ley de plancha caliente, atacando a las reformas muy moderadas que propuso Clinton con una virulencia tal que los demócratas tuvieron que abandonar incluso aquellas.

Esta agresividad cambió a los republicanos. Una cosa es negar la ciencia porque la industria de los combustibles fósiles quiere proteger su tasa de ganancia, otra cosa es dar rienda suelta a teorías de conspiración del tipo antivacunas y antievolución, que no generan ninguna ganancia para la elite, más allá de debilitar las instituciones estatales en manos de los demócratas. Eso fue la decisión republicana del momento y el deterioro de la conversación política mínimamente racional es lo que hoy día nos da una base republicana que cree que COVID es un mito y que Biden robó la elección, tal como dice Trump. 

En términos institucionales esto ha sido un desastre para los republicanos: perdieron la presidencia y también ambas cámaras del Congreso (los demócratas tienen una trifecta otra vez). Hasta el empresariado está en contra de ellos (la Asociación Nacional de Manufacturas ya sacó una declaración en contra de la teoría del fraude). Pero la situación de los republicanos no solo ha dañado a ese partido, también ha dañado el país entero, porque socavó las bases de la convivencia básica. He allí una lección para las derechas del mundo: la actitud intransigente y no dialogante puede terminar siendo contraproducente incluso para ellas mismas. 

 

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