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La crisis permanente del Instituto Nacional Opinión

La crisis permanente del Instituto Nacional

Simón González Barrios
Por : Simón González Barrios Profesor de la Academia de Debate del Instituto Nacional
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La semana pasada se conocieron los resultados de la primera Prueba de Transición (PDT), instrumento que reemplaza a la extinta Prueba de Selección Universitaria (PSU). De acuerdo a dichos resultados, el Instituto Nacional descendió hasta el puesto 144 de los mejores establecimientos ordenados según el promedio obtenido en la PDT, el más bajo probablemente en la historia del bicentenario establecimiento.

La crisis del Instituto Nacional es mucho más profunda y compleja que la ocurrencia o no de protestas pacificas y violentas, en las últimas décadas. Para entenderla, hay que sumergirse e indagar en las causas de esa violencia, que en los últimos años ha ido creciendo en cantidad e intensidad, generándose un clima hostil y dañino para la formación de sus estudiantes, así como para el desempeño de profesores y funcionarios.

Entre las razones de esa crisis encontramos sin duda la segregación y la marginación de un sector muy importante de la sociedad. Antes, el liceo era un espacio de encuentro entre clases sociales. Después de las “modernizaciones” de los años ochenta, la educación municipal pasó a ser residual, dirigiéndose las aspiraciones de los padres de familia hacia los establecimientos particulares.

Hablamos del abandono de lo público. El Instituto Nacional sobrevivió casi como un fósil de otra época, constituyéndose en uno de los últimos espacios de diversidad social, manteniendo su prestigio y resultados académicos en base a la disciplina, las tradiciones, un cuerpo docente muy comprometido, así como el invaluable apoyo de exalumnos.

Sin embargo, esa delicada ecuación que mantuvo “estable” al Instituto Nacional durante los años noventa y dos mil empezó a resquebrajarse, de la misma forma que la pérdida del “miedo al látigo” abrió fisuras al modelo diseñado por la dictadura.

No es casual que el “estallido social” haya empezado en metro Universidad de Chile, con las evasiones masivas de estudiantes secundarios, quienes fueron los primeros en sublevarse, sumando rápidamente al resto de la sociedad.

Los institutanos a lo largo de toda su historia han sido rebeldes. No se pueden soslayar en ningún análisis histórico los cientos de tomas y revueltas que ellos han protagonizado, durante los siglos XIX, XX y XXI. Bien supieron de ello Diego Portales, Abdón Cifuentes, Carlos Ibáñez y Augusto Pinochet. Se podría decir que casi está en su ADN. Sin embargo, la crisis actual es más profunda y enlaza desde luego con la crisis social.

Tanto la derecha, como una parte importante de la izquierda, han preferido sacar réditos de esta crisis, en vez de tratar de entenderla en serio y hacer algo para superarla. El Instituto Nacional se ha convertido en pancarta para justificar una u otra agenda, en vez de un problema público que abordar seriamente.

Muchos se alegran de un fin eventual del Instituto Nacional. A la derecha conservadora y neoliberal ello le permite consolidar el modelo: ya nada le hace contrapeso a los colegios particulares pagados y confesionales. Las élites se cierran aún más.

Para una centroderecha más republicana y liberal no es tan terrible la eventual desaparición del Instituto. De hecho han empezado a reemplazar, con mediano éxito, a los liceos “emblemáticos” con liceos bicentenarios. Repiten la fórmula educacional de los años noventa y dos mil, y se llevan el crédito y el agradecimiento de las comunidades educativas.

Para una centroizquierda educada durante la postdictadura en la educación particular “alternativa”, que ignora o desconoce el aporte de la educación pública, el Instituto Nacional no es más que un espacio de discriminación y valores neoliberales.

Sin ir más lejos, recuerdo a varios simpatizantes de esta última, en plena discusión de la reforma educacional, criticando a los liceos emblemáticos por el hecho de seleccionar, mostrando datos irreales de su composición socioeconómica, pero no los recuerdo reprochando con la misma fuerza la selección no meritocrática, sino derechamente arbitraria (credo, capacidad de pago, vínculos familiares, etc.) que practican los colegios particulares, establecimientos en donde la élite se reproduce endogámicamente, factor que de acuerdo a múltiples estudios pesa aún más que la universidad en la conformación de las élites dirigentes, ya sea se trate particulares pagados confesionales y altamente selectivos, o particulares pagados más “alternativos”, alternativos por cierto para quienes pueden pagarlos. Recordemos que la Ley de Inclusión no se aplica a este segmento minoritario, pero relevante, conformado por los colegios particulares.

Otros podrán alegrarse del fin del Instituto Nacional. Yo soy de la opinión de que hay que salvarlo, pero para darle una nueva misión en este nuevo Chile que empezamos a escribir. Mal que mal, si uno revisa su historia, en 210 años ha cumplido múltiples roles, desde ser el ente rector de la educación del país, destacando el hecho que impartiera educación superior incluso antes que la Universidad de Chile asumiera funciones docentes, para convertirse después en el eje del sistema de liceos que amplió por el territorio nacional la educación secundaria, hasta por último transformarse en uno de los últimos “ascensores” sociales que permitieron la conformación de élites un poco más diversas, con gente no proveniente exclusivamente de “las tres comunas”.

El Instituto Nacional ya no puede ser el mismo que el que fue entre 1973 y 2013. Es preciso modificar muchos principios ajenos a su tradición democrática, implantados durante la intervención de la educación pública por el régimen militar, y que han alterado su escala de valores. Es necesario que el Instituto se reposicione como un baluarte de lo público, de los genuinos valores republicanos, como lo son la inclusión y la dignidad. Ello implica por cierto dejar de discriminar en función del sexo a sus postulantes, dar mayor espacio a las letras, las artes y la cultura, abrirse más a la comunidad externa al liceo. Se debe adecuar, en suma, su proyecto educativo al proyecto nacional que fije la nueva Constitución.

Pero no lo vamos a salvar lamentándonos. Los exalumnos y las autoridades del próximo periodo tenemos que trabajar en ello. A cada exalumno que se lamenta, yo le pregunto: ¿y qué haces tú por el Instituto?

Es cierto que, en el esquema actual, el alcalde o alcaldesa de Santiago tiene un rol central. Felipe Alessandri respondió igual que Sebastián Piñera al estallido social: con represión y más represión, sin atender a los problemas de fondo. Pero más que el próximo alcalde o alcaldesa, hay un rol trascendental que los exalumnos debemos jugar, aportando desde nuestras profesiones y oficios. Muchos ya juegan un rol, pero sin duda faltan muchas manos más.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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