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Una Convención sin liderazgos LA CRÓNICA CONSTITUYENTE

Una Convención sin liderazgos

Patricio Fernández
Por : Patricio Fernández Periodista y escritor. Ex Convencional Constituyente por el Distrito 11.
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La Convención, hija del Estallido Social, no reconoce liderazgos. Cuando mucho, coordinadores que procuran alinear voluntades dispersas, reunidas en torno a causas que prácticamente ningún sector desprecia – derechos sociales, ecologismo, feminismo, regionalismo, indigenismo- pero que agrupan adentro a quienes las suscriben con mayor intensidad. La idea de que alguien pueda llegar con una Constitución lista debajo del brazo para imponérsela a los demás, es una fantasía estrambótica. Basta pasearse un día por el ex Congreso para darse cuenta de que un intento semejante resultaría ridículo, patético, suicida. Quien creía que por el hecho de haber estudiado una materia sería escuchado con mayor atención que el resto, ha debido soportar la frustración. Los tonos profesorales son objeto de burlas y no de reconocimiento. Abunda la convicción de que ningún saber importa más que otro. Al menos en la izquierda, el sentimiento de postergación aglutina y convoca más que ninguna ideología. La voz periférica ejerce una influencia incontestable para la voz central.


El estallido Social fue una gran rebelión contra el orden acostumbrado: anti neoliberal, anti patriarcal, anti clerical, anti profesoral, anti policial. Un quiebre con la autoridad imperante. Abundaron los rayados en contra de la “adultocracia”. Esgrimir como argumento un aprendizaje del pasado, podía incluso indignar. Anuló la voz de estadistas, académicos y tecnócratas. En torno a sus llamas, disfrutaron del poder muchos que nunca lo habían saboreado, y, por eso, con justa razón, no querían que terminara. Hay pocas cosas tan apetecibles como ser quien manda. Aquellos que han podido ejercerlo siempre, con más comprensibles que justas razones, se horrorizan ante el riesgo de perderlo. En cualquiera de sus versiones -económica, política, sociocultural- la palabra “elite” indignaba a sus protagonistas. El estallido fue enemigo de lo ejemplar. Escenificó el desprecio por las jerarquías. Abominó de los partidos, del Congreso y ni hablar de Piñera. Ninguna dirigencia era capaz de satisfacerlo y por eso no tuvo organizaciones ni líderes que lo representaran. Si alguno hubiera levantado cabeza, la furia democratizante lo habría decapitado. No pocos sufrieron funas, incluso antes de intentarlo. El presidente electo, sin ir más lejos.

El Proceso Constituyente se abrió paso, en medio de la revuelta, como un camino para reconstruir la paz social. No pudiendo apagarlo ningún pacto cupular, el mundo político, como Pilatos, se resignó a un “pónganse de acuerdo y decidan ustedes”. A continuación, para disgusto de los insaciables, instaló una normas mínimas de funcionamiento, procuró involucrarse en el juego con muy malos resultados -sólo 51 de los 155 elegidos militan-, y, desde entonces, al interior del ex Congreso Nacional, la presencia de los partidos apenas se siente. Apoyan con abogados constitucionalistas y otros técnicos a sus afiliados, principalmente a través de sus centros de estudio, pero sin intervención visible de sus estructuras. Los únicos que operan como tales, son los comunistas. Se nota que tienen experiencia conduciendo movimientos sociales, porque mientras el resto de los partidos se atrincheraron en sus grupos de pertenencia, ellos aplicaron una estrategia de acción efectiva ofertando a estas agrupaciones su complicidad estratégica.

La Convención, hija del Estallido Social, no reconoce liderazgos. Cuando mucho, coordinadores que procuran alinear voluntades dispersas, reunidas en torno a causas que prácticamente ningún sector desprecia – derechos sociales, ecologismo, feminismo, regionalismo, indigenismo- pero que agrupan adentro a quienes las suscriben con mayor intensidad. La idea de que alguien pueda llegar con una Constitución lista debajo del brazo para imponérsela a los demás, es una fantasía estrambótica. Basta pasearse un día por el ex Congreso para darse cuenta de que un intento semejante resultaría ridículo, patético, suicida. Quien creía que por el hecho de haber estudiado una materia sería escuchado con mayor atención que el resto, ha debido soportar la frustración. Los tonos profesorales son objeto de burlas y no de reconocimiento. Abunda la convicción de que ningún saber importa más que otro. Al menos en la izquierda, el sentimiento de postergación aglutina y convoca más que ninguna ideología. La voz periférica ejerce una influencia incontestable para la voz central.

Lo anterior, vuelve tan interesante como complejo el quehacer de la Convención. La posibilidad de un eje conductor compuesto por el FA, el Colectivo Socialista e INN, hasta aquí, no ha funcionado. Imaginar que el gobierno de Gabriel Boric, desde La Moneda, conseguirá estructurarlo, es una pretensión desmesurada. La última elección de presidenta y vicepresidente se movió en gran medida contra la figura del político oficial. Fue el argumento que esgrimieron “los pueblos” y “movimientos” en oposición a Beatriz Sánchez. Cualquier instrucción proveniente de La Moneda, en caso de conocerse, despertaría una reacción adversa, cuando no furiosa. Por otra parte, el destino del próximo gobierno está indisolublemente ligado al de la Convención.

Boric ha procurado -su gabinete lo demuestra- conciliar los deseos de cambio, de renovación y de estabilidad. Dejar el rincón y ampliar su red de complicidades para constituir una mayoría que le permita llevar adelante las transformaciones que se ha propuesto. Salir del discurso para abocarse a la construcción. Una nueva “medida de lo posible”.
El reto de la nueva Constitución es de mucho más largo aliento, pero exige todavía más voluntad de encuentro. Puede abocarse con mayor ambición a dibujar los deseos que un gobierno, a quien se mide por las realizaciones, pero tiene la obligación de conseguirles un apoyo todavía más amplio, capaz de imponerse a todos los gobiernos por venir, cualquiera sea su signo ideológico y las estrategias concretas que proponga para llevarlos a cabo.

¿Cómo haremos para conciliar las particularidades, las distintas causas y promesas, en un texto coherente y armónico, que funcione como un todo? Tiene razón Fernando Atria cuando dice que no será una Constitución modélica como la que hubieran confeccionado los expertos de un claustro universitario. No poseerá la delicadeza y elegancia de una creación poética, ni tampoco el rigor de los genios. Con que muchísimos la sintamos propia debiéramos darnos por pagados. Quienes estamos ahí, no somos mejores que la mayoría, sino muy parecidos a ella. Será tarea de otros ir arreglándola en el camino. Por eso es tan importante que funcione bien su sistema político, lo que Roberto Gargarella llama su “sala de máquinas”. Si no conseguimos confeccionar un engranaje capaz de mover virtuosamente las fuerzas democráticas en estos tiempos de incertidumbre y liquidez (que palabra más hostigosa), fracasará en su intento de mantener actualizados los deseos ciudadanos. Entender esto último -que no venimos a cerrar la historia, sino a abrirle un nuevo capítulo- es algo que aún no todos tiene claro. ¿Cómo haremos para enrielar en ese sentido la Convención, dadas sus condiciones antes descritas? He ahí el desafío que nos espera.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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