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Las políticas identitarias y sus desaciertos: un problema pendiente Opinión

Las políticas identitarias y sus desaciertos: un problema pendiente

Andrés Ibarra Cordero
Por : Andrés Ibarra Cordero PhD Candidate Amsterdam School for Cultural Analysis, Universiteit van Amsterdam
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Actualmente, las políticas identitarias se articulan en “identidades” más que en principios, objetivos o intereses colectivos. Estas políticas tienen una larga historia: la disolución gradual de lo que alguna vez pretendía ser una gran coalición progresista –que incluía varias formas de socialismos, activismos en contra del racismo, el machismo y la homofobia– en formas de grupos cada vez más fragmentados y separatistas. El resultado ha sido el surgimiento de una amplia gama de políticas monotemáticas y monoidentitarias que han perdido no solo sus conexiones entre sí, sino también con la agenda que la izquierda solía mantener en su centro. Resultó que ciertos sectores del feminismo y las diversidades sexuales fueron recompensados por su asimilación a la hegemonía neoliberal, con nuevos derechos y privilegios. Si el objetivo es simplemente “encajar” sin cambiar mucho más allá de eso, entonces el sistema actual resulta muy cómodo.

No obstante, ciertas formas de políticas identitarias continúan siendo muy indispensables. El simple hecho de que muchas mujeres no reciban el mismo sueldo por el mismo trabajo que los hombres hace que la movilización política del feminismo siga siendo importante. Sin embargo, creo que las políticas identitarias también se han vuelto un lugar de ambivalencia. Me cuesta entender que Luis Larraín (de Fundación Iguales) haya aparecido en la franja presidencial de Sebastián Piñera para darle su apoyo en su primer gobierno. También me cuesta entender que el dueño del restaurant “El Toro” –un lugar orientado a la comunidad gay– haya apoyado al candidato de extrema derecha en las últimas elecciones. En los dos casos, las demandas sociales de los colectivos LGBTIQ+ parecen no tener importancia.

Las políticas identitarias han gozado de una vida sociocultural propia, por lo que admiten una tendencia general, pero también matices y diferencias. Lo anterior me parece importante en este momento cuando se pretende respaldar una nueva Constitución que nos represente y beneficie a todos. Pero, últimamente, las políticas identitarias consolidan una forma de interés propio. Se espera que los activistas interesados apoyen al grupo que los represente a ellos mismos: hombres gays abogando por hombres gays, transgéneros por transgéneros, mujeres por mujeres, mapuches por mapuches, etc. Pero si mi política es siempre sobre mí –sobre mí y mi grupo–, eso no me ayuda a entender a los otros.

¿Qué ha pasado con la idea de una política cuyo beneficiario es alguien más que yo y mi propio grupo? Esa posibilidad no solo se ignora, sino que se desaconseja activamente. De hecho, cualquiera que se atreva a hablar sobre la situación de otra persona corre el riesgo de ser atacado por apropiación o querer llamar la atención. Puedo entender la situación: todavía hay muchos hombres (y mujeres) en situaciones de poder que se creen con la autoridad de emitir juicios totalizadores sin importar cuán lejos estén de su experiencia vivida. Pero el polo contrario, es decir, obligar a las personas a hablar solo de su propia experiencia e identidad, tampoco es útil. El hecho de que lo hayas vivido no significa que siempre tengas razón. Demasiadas discusiones se deterioran en una contienda sobre quién tiene derecho a hablar sobre un tema identitario.

Este enfoque separatista de las políticas identitarias impide la cooperación efectiva entre los grupos. Las coaliciones son fugaces; las luchas internas son generalizadas. Actualmente, somos testigo de las polémicas acaloradas entre los movimientos transgénero y las feministas esencialistas de la vieja escuela (¿quiénes pueden llamarse “mujeres”?). Así, cada grupo alimenta la sospecha de que los “otros” pretenden diluir sus intereses propios. Parece como si las identidades prefirieran la lucha entre sí en vez de resolver la discriminación que sufren en conjunto.

La inversión personal que imponen las políticas identitarias supone una pesada carga para las experiencias personales de discriminación. No quiero trivializar esas historias. Pero algo improductivo sucede cuando esas experiencias se convierten en capital político y académico, un recurso a movilizar. En la actualidad, las políticas identitarias se tienden a validar por medio del dolor y la rabia. Pienso que no es una buena idea promover que las personas se validen políticamente sobre su dolor. Según Jack Halberstam, lo anterior puede conducir a una “cultura del resentimiento” generalizada, en donde las personas se sienten perpetuamente ofendidas entre sí.

La redistribución es el verdadero objetivo de toda política. Para la izquierda, el objetivo sería compartir más equitativamente el acceso al conocimiento, el poder y la riqueza. Las políticas identitarias pueden ayudar con eso, pero también puede obstaculizar. Debemos pensar las identidades como estrategias provisionales al servicio de una justicia socioeconómica que beneficie a todos. La “identidad” no solo es lo que somos sino también una estrategia política. Las políticas identitarias se vuelven desacertadas cuando las personas solo quieren promover el interés propio. El objetivo de las políticas identitarias no es solo levantar los reclamos de un grupo sobre todos los demás, sino disolverlos, en una sociedad más justa para todos. Hoy, me resulta muy difícil confiar en las políticas identitarias. Por lo mismo creo que es tiempo de repensarlas e interrogarlas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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