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Escalada de violencia en Chile: acuerdos fundamentales Opinión

Escalada de violencia en Chile: acuerdos fundamentales

José Miguel González
Por : José Miguel González Director de Formación de IdeaPaís
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En tiempos en que nos cuesta ponernos de acuerdo hasta en lo más básico, destaca una certeza incuestionable: nuestro país experimenta desde hace un tiempo una escalada generalizada de violencia. Dan testimonio de esto la nueva liturgia de los viernes, protagonizada por los enfrentamientos y destrozos nihilistas en Plaza Italia; el comercio ambulante descontrolado; la guerra constante entre Carabineros y estudiantes; la violencia escolar desbordada y un aumento palpable en la cantidad y gravedad de delitos, solo por mencionar algunos ejemplos que no agotan ni de cerca la lista.

Como recuerda el jurista Carlos Pereira Menaut, no podemos contentarnos con identificar un problema: lo que más hace falta es lograr un acuerdo fundamental que permita avanzar hacia su solución. Esto es algo especialmente urgente hoy, ya que cuestiones tan básicas en una democracia como el monopolio estatal del uso legítimo de la fuerza hoy parecen en entredicho.

Muchas veces el debate se ve dominado por dos posiciones: quienes relativizan la condena de la violencia (cuestionando el monopolio ya mencionado) porque se centran en algunas de sus causas, y quienes la condenan con firmeza y piden “mano dura”, pero se olvidan de las múltiples cuestiones que están en su raíz. Lo que Chile necesita es entender la necesidad de congeniar ambas posiciones, teniendo como base un acuerdo fundamental sobre el tratamiento que merece la violencia generalizada.

Primero, hablemos de las causas de esta escalada de violencia. Cualquier respuesta honesta al respecto debe partir reconociendo su multicausalidad. Hay algo de crisis de autoridad y de legitimidad de la institucionalidad en la base, la cual ha minado el monopolio de la fuerza mencionado, muchas veces con la complicidad de algunos actores políticos y rostros mediáticos. Además, hay algo de malestar social procesado como ira acumulada y rabia que “estalla” de manera caótica y descontrolada cuando se cree que no queda nada que perder intentando echar abajo el sistema. Luego, pareciera que nuestro sistema judicial experimenta severas dificultades para sindicar oportunamente a los culpables, sumado a un sistema carcelario que no es prioridad social y que deja mucho que desear en cuanto a reinserción. Hay algo generacional también que sopesar respecto de una juventud criada como nativa digital, en un mundo de inmediatez y redes sociales, cuyo encierro en medio de etapas de desarrollo de la sociabilidad puede además estar íntimamente ligado al problema de la violencia escolar.

Cada uno de estos aspectos merecen no solo un análisis detenido, sino también políticas públicas bien diseñadas y esfuerzos colectivos bien dirigidos. Pero entre la inmediatez y la ansiedad no se nos puede olvidar lo más primario y fundamental: que la violencia no es tolerable en una democracia que se precie como tal y el Estado tiene el deber de reprimirla.

Este recordatorio adquiere especial relevancia cuando abundan en el debate público quienes, tomando alguna o varias de estas causas como bandera, lo usan como motivo para relativizar la violencia, justificándola y contribuyendo de manera muy preocupante a que ella encuentre un ambiente de legitimidad con el que seguir extendiéndose. Es el caso de comentarios como: “hay otras violencias” o “el problema es la violencia estructural”, que si bien a veces son atingentes, pueden resultar ser tremendamente insatisfactorios para tanta gente que no quiere de sus autoridades un análisis sociológico y académico, ajeno a su drama y sufrimiento, sino que acciones concretas y claridad, sin medias tintas.

Tras ver algunas causas posibles de la violencia creciente e insistir en que identificarlas puede y debe ir acompañado de un acuerdo fundamental sobre el monopolio estatal de la fuerza, cabe detenernos en lo que tendríamos como alternativa a dicho monopolio. Veamos algunos efectos del arraigo de la violencia como forma de resolver nuestras diferencias: en primer lugar, riñe directamente con cualquier respeto de la dignidad humana. Quien es víctima de ella, es tratado como medio para lograr un fin. Otro efecto dañino es que aniquila la vida en común: difícilmente podemos sostener una sociedad plural cuando las pretensiones se imponen por la fuerza. Además, arrasa con el más débil –es por definición, uso de fuerza, ley del más fuerte– acercándonos a la ley de la jungla y dejando desprotegidos a quienes no sean capaces de hacerse valer. Finalmente, es algo de naturaleza incontrolable, basta recordar lo que comenzó el 2019 como supuesta “desobediencia civil” con brincos sobre torniquetes y solamente días después era saqueo, incendio y destrucción desatada. Las chispas son solamente chispas, pero sin siquiera darnos cuenta pueden desatar rápidamente un incendio.

Como podemos ver, hay motivos de sobra para ponerle freno a la violencia. Mientras sigamos entrampados como sociedad sin rehacer estos acuerdos fundamentales, la violencia seguirá haciéndose espacio, pisoteando en el camino a miles de personas y a su dignidad. En temas como este, los espacios grises y relativizaciones tienen un costo que no podemos seguir pagando.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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