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“Dignidad, siempre dignidad” Opinión

“Dignidad, siempre dignidad”


La frase es de Don Lockwood, en “Cantando bajo la lluvia”. A través de ella, con ironía pero sin resentimiento, el personaje interpretado por Gene Kelly quiere significar que en la vida real, a veces, para sobrevivir, deben dejarse de lado cuestiones básicas, como la dignidad. A veces, también, es la sociedad, o una parte de ella, la que niega esa dignidad. Chile es un ejemplo. No es necesario abundar mucho en esto.

El estallido del 2019 y la gran manifestación de noviembre del mismo año, precisamente en la rebautizada Plaza Dignidad, dieron cuenta de ello: los chilenos tienen necesidades insatisfechas en cuestiones básicas y materiales (salud, vivienda, educación, trabajo, pensiones, etc.), pero una buena parte de ellos también demanda, simplemente, respeto. Respeto a su cultura, respeto a sus creencias, respeto a su género y orientación sexual.

A un mes y medio del plebiscito constitucional, cabe preguntarse si esta demanda por dignidad podrá satisfacerse con la nueva constitución.

Primero, y muy ejecutivamente, dejemos de lado las dos inocentadas que suelen contaminar estos análisis. Uno, “es el discurso, idiota”: desde Michael Foucault en adelante no podemos dejar de reconocer que el control y la producción del discurso en una sociedad (la episteme, diría el maestro francés) está íntimamente ligada a la forma en que se distribuye el poder; y que, esta vez siguiendo a la filósofa india Gayatri Chakravorty Spivak (profesora de la Universidad de Columbia), el discurso oficial y sus manifestaciones culturales, legales, académicas, institucionales, etc., suelen subordinar, y silenciar en los hechos, a los distintos en una sociedad, a los “otros”, mediante lo que ella denomina violencia epistémica, es decir, aquella violencia infligida por el pensamiento, el discurso y la escritura. En este sentido, la carta fundamental de una nación juega un rol muy relevante en la imposición del discurso hegemónico y la violencia epistémica. Esto nos lleva a la segunda inocentada: es un claro infantilismo confiar en que la constitución (o más ampliamente, la ley) resuelve todo por arte de magia: se necesita bastante más que cambiar la constitución para asegurar un trato digno a los chilenas y chilenas, pero puede ser un punto de partida concreto y efectivo.

Superada la inocencia, la respuesta a la pregunta de arriba debe ser claramente afirmativa: si se aprueba, Chile tendrá por primera vez un texto constitucional sensible a las diferencias culturales, y respetuoso de ellas, una constitución que busca reconocer igual dignidad a las distintas cosmovisiones, culturas y formas de ser. Veámoslo a continuación, en una apretada síntesis, no sin antes recordar lo siguiente: la constitución vigente no reconoce a los pueblos originarios ni a la interculturalidad, no reconoce otro modelo de familia que el tradicional, no incorpora enfoques de género, no reconoce ni alude (desde luego) a las disidencias sexuales. La constitución vigente omite todo eso, y con ello silencia a una parte importante de la sociedad chilena.

La primera garantía de dignidad en la nueva constitución está dada por el reconocimiento de los pueblos originarios, de sus derechos culturales y derechos colectivos. De esto ya se ha hablado y escrito suficiente: la nueva constitución define a Chile como un Estado plurinacional e intercultural, que reconoce explícitamente a los pueblos y naciones indígenas preexistentes, prohíbe su asimilación forzada y garantiza su identidad e integridad cultural, el plurilingüismo, sus sistemas normativos (pluralismo jurídico), derecho a sus tierras, territorios y recursos, incluyendo su efectiva representación en la estructura del Estado y en los órganos de elección popular a nivel local, regional y nacional, y su derecho a consulta. (Todo, además, y para intentar contrarrestar la desinformación rampante, en el marco de la unidad indisoluble del Estado). Nota aparte merece el concepto de interculturalidad, como sucedáneo del mero multiculturalismo: reconocer, valorar y promover el diálogo horizontal y transversal entre las diversas cosmovisiones de los pueblos y naciones que conviven en el país, con dignidad y respeto recíproco, y garantizar mecanismos institucionales que permitan ese diálogo superando las asimetrías existentes en el acceso, distribución y ejercicio del poder y en todos los ámbitos de la vida en sociedad. Esto implica además que los tribunales, la salud pública, la educación y el ejercicio en general de todas las funciones públicas, incluyendo la de defensa nacional y la policía, deben respetar dicho principio y perspectiva.

La segunda garantía de dignidad es el inédito deber impuesto al Estado de velar por el libre desarrollo y pleno reconocimiento de la identidad de cada persona, en todas sus dimensiones y manifestaciones, así como su autonomía y libre desarrollo de la personalidad, incluyendo a las personas neurodivergentes, y el reconocimiento explícito de los denominados derechos sexuales y reproductivos (incluyendo el derecho a decidir de forma libre, autónoma e informada sobre el propio cuerpo y la interrupción del embarazo, y sobre el ejercicio de la sexualidad, la reproducción, el placer y la anticoncepción).

La tercera garantía de dignidad se refiere a la cultura, artes y conocimientos y a los denominados derechos culturales: el derecho a la identidad cultural, a conocer y educarse en las diversas culturas, así como a expresarse en el idioma o lengua propios, la igualdad ante la ley y no discriminación arbitraria de las diversas cosmovisiones que componen la interculturalidad del país, y la obligación del Estado de asegurar acceso, desarrollo y difusión de las culturas, las artes y los conocimientos, en condiciones de interculturalidad y sin censura previa.

El inciso cuarto del Art. 25 de la propuesta condensa todo esto, tajantemente: “Está prohibida toda forma de discriminación, en especial cuando se funde en uno o más motivos tales como nacionalidad o apatridia, edad, sexo, características sexuales, orientación sexual o afectiva, identidad y expresión de género, diversidad corporal, religión o creencia, raza, pertenencia a un pueblo y nación indígena o tribal, opiniones políticas o de otra naturaleza, clase social, ruralidad, situación migratoria o de refugio, discapacidad, condición de salud mental o física, estado civil, filiación o condición social, y cualquier otra que tenga por objeto o resultado anular o menoscabar la dignidad humana, el goce y ejercicio de los derechos.”

En síntesis, y tomando prestadas las ideas de Foucault y Spivak, la nueva constitución promovería un verdadero cambio cultural, un nuevo episteme, al reconocer expresamente la debida dignidad a personas y grupos de personas en Chile que han sufrido violencia, física en ocasiones, epistémica, permanentemente. La violencia podría empezar a acabarse y la voz de esas personas, comenzar a escucharse. La ciudadanía tiene la palabra.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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