No es entendible que Chile no haya firmado el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular (Pacto de Marrakech) y sus 23 objetivos (cooperación para abordar las causas, mejorar las vías legales, medidas concretas en contra de la trata de personas, respeto de los derechos de las personas, regreso seguro y digno). Tampoco es entendible que Chile carezca de una Estrategia Nacional de Seguridad, anclada al modelo de desarrollo democrático, que permita una ecuación compleja entre desafíos-amenazas-riegos, capacidades, recursos y repuestas sistémicas (sinergias) frente a temas complejos y dinámicos como el de las migraciones o la seguridad. Extraña también que no haya una socialización pública, una educación cívica tolerante e inclusiva
El Senado despachó (11/01) el proyecto de reforma constitucional para que las FF.AA. resguarden la infraestructura crítica. La iniciativa faculta al Ejecutivo para que convoque a las instituciones de la Defensa para que resguarden la “infraestructura crítica” ante la eventualidad de su peligro «grave o inminente», asumiéndose esta como “la infraestructura indispensable para la generación, almacenamiento y distribución de los servicios e insumos básicos para la población, tales como energía, agua o telecomunicaciones; la relativa a conexión vial, aérea, terrestre, marítima, portuaria o ferroviaria, y la correspondiente a servicios de utilidad públicas como la asistencia sanitaria o de salud”. Adicionalmente, esta entrega una alternativa para enfrentar el orden público con la compleja crisis migratoria de larga data que atraviesan algunas regiones del norte, luego de que el Gobierno categorizara las zonas fronterizas como infraestructura crítica (léase usar las FF.AA. para el control inmigratorio).
Partamos diciendo que el Estado y muchas de sus instituciones han fallado en dar una respuesta adecuada a fenómenos complejos como el crimen organizado o el “riesgo” de las inmigraciones, como lo catalogó El Mercurio en su sección Reportajes, por la ausencia de políticas públicas efectivas, multidimensionales y prospectivas de seguridad (incluyendo su anclaje humano) y de desarrollo sustentable y democrático. En este entendido, tanto el Gobierno de Chile como sus congéneres de la región han debido recurrir a las FF.AA. como escudo fundamental y respuesta (última ratio) a estos nuevos desafíos de seguridad pública, realidad que ha empezado a adquirir un carácter permanente y no excepcional (ej., además de otras leyes punitivas, desde agosto de 2019 está vigente el Decreto 265 del Ministerio de Defensa para el despliegue militar en la zona norte, se ha aprobado el undécimo Estado de Excepción para La Araucanía y está la Ley de Infraestructura Crítica que amplía estas labores).
La ocupación de las FF.AA. en labores ajenas a su profesión, como la seguridad, si bien es necesaria en algunos momentos como lo han reconocido diversas instancias, incluso las encargadas, como Carabineros, esta debería ser muy excepcional para no afectar/desperfilar su rol profesional, no exponerlos a situaciones de delito/corrupción (ej., el tráfico de migrantes en la frontera de EE.UU. genera cerca de US$ 6.750 millones sin considerar negocios anexos con trata de personas, tráfico de órganos o narcotráfico) y/o exponerlos al arbitrio de la justicia por temas de violación de DD.HH., al terminar oprimiendo a quien está protegiendo, como ha sucedido en los casos de México, Colombia, Brasil, República Dominica e incluso acá durante las protestas del 2019-2020.
Institucionalizar el predominio de lo militar sobre lo político a través de la “securitización” de la esfera pública y privada, por otro lado, ha llevado consigo la limitación de los derechos ciudadanos (entre ellos, la libertad de expresión y circulación), la represión y las recurrentes violaciones de DD.HH. por parte de las FF.AA. y las policías, violencia que en la práctica ha sido bastante selectiva/clasista. En el caso de la militarización de la política migratoria, numerosos expertos internacionales han alertado que, además de ineficiente (en EE.UU. se detienen cerca de 2.7 millones de inmigrantes al año, pero hay 12 millones de ilegales, más los 51 millones de emigrantes legales, ello a pesar de los enormes presupuestos y un número mayor de Guardia Nacional, policías y milicias dedicadas al tema), así como la participación de elementos militares en funciones de vigilancia y revisión migratoria, representa una amenaza para los DD.HH., especialmente de las mujeres, niñas y adolescentes de una vida libre de violencia. La situación puede acrecentarse por la decisión de los gobiernos de ceder el control de labores que incluyen la inspección de personas y sus equipajes a elementos que no cuentan siquiera con capacitación policial y tampoco nociones básicas sobre violencia de género.
En México, tras varias décadas (2006), “…de intervención militar en seguridad pública no han logrado poner fin a la violencia implacable de los cárteles mexicanos y han propiciado innumerables atrocidades cometidas por soldados y marinos, con casi total impunidad”, señaló Tyler Mattiace, investigador para México de Human Rights Watch, además de exponerlos a seductora corrupción. En el caso de las inmigraciones, señalan otros organismos de DD.HH. que, cuando estas tareas han sido asignadas a soldados y marinos en el pasado, han detenido en forma arbitraria, en ocasiones sobre la base de pruebas inventadas, los han mantenido en bases militares sin imputarles ningún delito, los han sometido a golpizas, simulacros de ahogamiento, descargas eléctricas y, a veces, han amenazado con violarlos, a menudo para extraer confesiones por la fuerza.
Los gobiernos civiles presentan esta creciente militarización de la seguridad pública como un mal necesario para devolver la seguridad al país, en este caso argumentando el uso de las policías y de las FF.AA. en función de la restauración del orden público (inmigraciones) y el resguardo de la infraestructura crítica (frontera norte, por ejemplo), dos conceptos amplios y polisémicos que necesitan ser anclados y precisados para no legalizar un autoritarismo per se. Esto, a la vez y en función de esa concepción pre moderna/wesfaliana razón de Estado (medidas que toma el gobernante para salvaguardar al Estado), plantea en lo práctico siempre el dilema de preferencia entre las personas y la seguridad nacional, donde la prioridad no son las personas, sino la protección nacional de amenazas externas y de la inestabilidad interna, concepción de limitantes democráticas que ha sido superada por otras concepciones de seguridad, como la seguridad democrática y seguridad humana, que ponen a las personas en el centro.
Esta militarización/limitación de la política migratoria, por ejemplo, obliga a muchos emigrantes a viajar por rutas clandestinas que los hacen vulnerables a múltiples riesgos, que incluyen muertes, desapariciones forzadas, secuestros, corrupción, discriminación racial y étnica, tráfico y trata de personas, abuso de autoridad, situaciones climáticas extremas, accidentes en tren, marítimos y carreteros, entre otros. Los expertos manifiestan que esta estrategia no funciona, que lo único que consigue es devolver los procesos migratorios a las sombras: favorecer el tráfico de humanos.
Este tipo de decisiones nos introduce con más fuerza (aunque Chile siempre ha sido militarista), a ese militarismo que Vicenç Fisas definió como la tendencia de los aparatos militares a asumir un sobrerrol de control en la vida social, ya sea a través de los llamados “objetivos militares” o por medio de los llamados “valores” militares, instrumentos que han sido aptos para el dominio y hegemonía político-cultural en la sociedad. Como lo advierte la organización de promoción de los DD.HH. en las Américas, WOLA, “la democracia retrocede mientras aumentan los roles militares para enfrentar desafíos y/o amenazas no militares”.
Claramente, los liderazgos democráticos no escucharon a Alfred Stepan, quien postuló que la clave para preservar las nuevas democracias y su desarrollo era garantizar que nadie llamara y/o apoyara una solución militar frente a las inseguridades y desafíos pendientes. Tampoco oyeron a Samuel Huntington cuando planteó que la amplitud de la misión militar (la seguridad ampliada operacionalizada a través de la polivalencia) incrementaría el cuerpo y la influencia institucional militar en asuntos ajenos a la defensa, además de sus presupuestos.
Esta ampliación del rol militar, por otro lado, tiene efectos negativos en otros organismos públicos creados para estos propósitos (ej., la esencial reforma y potenciación policial) o por crear (ej., policía de fronteras) en términos de rol-misión, presupuesto, planta de personal, entre otros, al debilitar las posibilidades presupuestarias en la difícil disyuntiva que planteaba el profesor Samuelson y que padecen todos los gobiernos, de “cañones o mantequilla”. En época de incendios, por ejemplo, bajó el presupuesto de los guardaparques en un 21% para zonas protegidas acá en Chile (500 trabajadores resguardan 18 mil hectáreas) o bomberos, que necesita el doble de presupuesto para funcionar óptimamente, dijo el año pasado Raúl Bustos, presidente saliente de la Junta Nacional de Bomberos, mientras el Ejército se reforzó con equipos optrónicos, drones y zanjas en la frontera norte (el Ejército, al igual que la Marina, compraron escopetas antidisturbios “Meriva” durante la protestas).
Esto es más delicado aún si tenemos todavía presente que, como lo expresó hace unos años el doctor Ignacio Cifuentes, aún los valores democráticos y el respeto a los DD.HH. “no han calado suficientemente hondo en la cultura (estratégica) de la familia militar, persistiendo y reproduciéndose de manera generalizada en sus discursos, lo que concluiría en una cierta relativización del mal como diría Hannah Arendt” en función de la razón de Estado, al ver los conflictos en términos binarios, de “nosotros contra ellos”. A la vez, hay que destacar que las instituciones encargadas de las fuerzas con armas (Ministerio del Interior y Ministerio de Defensa) son las que más limitan el acceso a la información, variables básicas para el control democrático, de acuerdo con un reciente estudio de la Asociación Nacional de la Prensa y el Consejo de Transparencia. Defensa también ha sido uno de los sectores que menos se ha democratizado a pesar de las jefaturas civiles, de iniciativas como los Libros de la Defensa o la Ley 20.424 de modernización del ministerio (el control civil se relativiza con la gran autonomía legal con que cuentan las FF.AA.).
De acuerdo a Naciones Unidas, el número de emigrantes a nivel internacional en 2019 fue de 272 millones (3,5% de la población mundial) y alerta que la guerra, la violencia, la desigualdad/crisis económicas y la crisis climática (sumemos la pandemia) agravarán este escenario, lo que está erosionando la línea que separa las versiones más y menos radicales frente a la inmigración (es decir, ese racismo semiescondido que tienen las identidades nacionales). Migrar no es un delito, sino un derecho y se ha hecho desde el inicio de la humanidad (ej., el corredor de Bering Siberia-Alaska fue abierto hace 12.600 años más o menos). Es a partir de esta concepción que se decide cómo se construye la política migratoria en un país y cómo se trata a las personas que ingresan al territorio nacional.
Los responsables y los líderes políticos mundiales afrontan el complejo desafío de garantizar una gobernanza migratoria, una que se haga de manera justa, mutuamente beneficiosa y respetando los derechos humanos. Algunas personas reconocen la contribución positiva de la inmigración al bienestar económico, social y cultural, a la prosperidad nacional (en el caso de Chile habla de un 2,6% más del PIB para el 2030), como lo destaca un informe del FMI frente a la gran diáspora venezolana (7.1 millones), pero otros la ven como una amenaza, un enemigo que trae caos: se le acusa de cambiar las fisonomías de los países y sus anclajes identitarios (esa vieja ideología del reemplazo de Madison Grant de 1916 y tan en boga en la extrema derecha de hoy), además de traer el crimen.
La globalización y la revolución científico-tecnológica ha difuminado las fronteras y el concepto de soberanía legitimado desde el tratado de Westfalia de 1648 (guerra de los 30 años). Es decir, la vulnerabilidad será la nueva normalidad mientras mantengamos la apertura social y económica junto a la creación de redes y la interdependencia. Muchos de los cambios que experimenta Chile y el mundo en términos de sistemas político, económico, social, cultural, ecológico, etc., son irreversibles; es decir, no se puede volver al objetivo de lo absoluto en nada, ni menos en lo relativo a esa interpretación de la soberanía expresada en el artículo 1º de la Carta Fundamental de Chile que previene que es deber del Estado resguardar la seguridad nacional (léase, entre otros, resguardo del territorio y sus fronteras).
Frente a este escenario las respuestas punitivas, si bien son necesarias en ciertos momentos, son de corto plazo e ineficaces para los temas de fondo. Hay que buscar otras formas de pensar y otras respuestas (ej., ir incorporando la inmigración en las estrategias de desarrollo nacional). Se requiere de un cambio en el abordaje teórico más una planificación prospectiva, multidimensional y compleja. La soberanía nacional hoy solo tiene sentido en muchos aspectos si influye en el plano internacional. La soberanía interior (resolución de problemas) y el resguardo de los intereses nacionales solo es posible mediante la soberanía exterior (contribución a los problemas globales, de forma que incorporen los enfoques e intereses del país como cooperación/integración, codesarrollo, seguridad inteligente, entre otros). La región debería tratar de tener una estrategia común que homologue y potencie las políticas nacionales de migraciones en el marco de regionalismo posthegemónico, lo que además de hacer más eficientes y eficaces las respuestas, permite evitar suspicacias y fomentar respuestas negativas al tratarse de países vecinos.
No es entendible que Chile no haya firmado el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular (Pacto de Marrakech) y sus 23 objetivos (cooperación para abordar las causas, mejorar las vías legales, medidas concretas en contra de la trata de personas, respeto de los derechos de las personas, regreso seguro y digno). Tampoco es entendible que Chile carezca de una Estrategia Nacional de Seguridad, anclada al modelo de desarrollo democrático, que permita una ecuación compleja entre desafíos-amenazas-riegos, capacidades, recursos y repuestas sistémicas (sinergias) frente a temas complejos y dinámicos como el de las migraciones o la seguridad. Extraña también que no haya una socialización pública, una educación cívica tolerante e inclusiva
Seguimos mirando el futuro desde un espejo retrovisor, parafraseando a Marshall McLuhan, con la agravante de ir erosionando aún más la ya debilitada democracia. Como le escribía Vicente Huidobro a su amigo Juan Emar en 1925: “Siempre las mismas caras tristes. La gente baila llorando y me han dicho que en el Parque Forestal a las parejas las alumbran los guardias con una linterna. Una linterna en sí no representará gran cosa, pero sí representa un valor como símbolo de la mentalidad de un país. Es un síntoma de la idiotez reinante. Querer reducir a toda la ciudad a un patio de colegio jesuita vigilado por el paco de la esquina y que 500 mil habitantes queden tan tranquilos significa más que una linterna sola, significa un síntoma de enfermedad mortal…”. El uso de las FF.AA. (a su pesar, han manifestado algunos miembros) en ciertos temas de seguridad interna, aunque necesaria en determinadas circunstancias, es una respuesta momentánea e insuficiente y que puede acarrear varios efectos negativos, graves e irreversibles.
El Gobierno, el Parlamento y los partidos deben entender que es un grave error seguir militarizando la seguridad pública.